Tiempos rudos estos. El 2008 no parece sonreírle a nadie y aún así yo sigo sonriendo. El Verano empieza a hacer la mudanza y los últimos calores ya están por entrar a la maleta. Con la llegada del Otoño los fantasmas encarnan y a las bombas de tiempo les da por estallar. La apocalíptica percepción de que al Mundo se lo está cargando la chingada como nunca antes no es nada nueva y por ende no es nada original.
Sí, el país y el mundo entero se pudren en pedazos como una piel leprosa, pero lo mismo pensaron los humanos del año 1000 y los de 1929 y 1994.
Cada generación humana, a su manera, cree estar viviendo su propio fin de los tiempos, el no va más de la tragedia. Cuando la vida se vuelve una fiesta de bonanza, las reflexiones salen sobrando. Ahora que el fuego del Infierno se enciende bajo nuestros culos, yo tampoco quiero reflexionar demasiado. Recuerdo una mañana de febrero de 1995 caminando por los adoquines de la calle Morelos en Monterrey. Hacía frío, llovía y el futuro era más negro que el peor cielo. Por alguna razón, esa triste mañana es mi recuerdo más nítido de la crisis post error de diciembre, en esos convulsos primeros meses del zedillato. Mi entorno se hundía en la mierda, sin embargo yo jugaba a ser feliz y acababa por creerlo.
No acudí a dar grito patriota alguno. La noche del 15 de septiembre bebí unos vasos de Jack Daniels mientras escuchaba el Death Magnetic en el patio de la casa. Al día siguiente debía descansar, pero yo me aferré a trabajar. Señal de que un peso no vale lo mismo que hace cuatro años. Mis ingresos en teoría son iguales y han incrementado en forma proporcional a la inflación, pero hoy en día un billete de 500 pesos me dura menos que una cerveza fría en verano. He llagado al momento en que empiezo a sacrificar cualquier asomo de hedonismo por ganarme un peso de más. Desayuné con la noticia de las granadas en Morelia. Apenas en mayo Carolina y yo caminábamos por esa misma plaza y aún recuerdo que mientras tomábamos café en los arcos mirando a la catedral moreliana, comentábamos sobre lo apacible y provinciana que nos sabía la existencia en la capital michoacana en comparación con el caos tijuanero. Muchas veces me han preguntado si creo que hemos llegado en México, y en Tijuana concretamente, a los niveles de la Colombia de Pablo Escobar. Mi respuesta era siempre la misma: a nuestros capos aún no les ha dado por el narcoterrorismo. Pues bien, parece que la maña ha importado la última costumbre que nos faltaba.
Ayer desayuné café con caída de bolsa y un delicioso cereal sabor crisis. Esos puntitos porcentuales, esos dowjones, nasdaq, bmm y de más acertijos incomprensibles, son como los cielos sin nubes que cubrían las tierras secas de la antigüedad. Los jinetes apocalípticos suelen empezar sus cabalgatas en los distritos financieros.
El día lucía tranquilo. Llegué a la redacción con toda la intención de sentarme frente a mi computadora e invocar la inspiración necesaria para escribir ocho horas sin parar. En este oficio mío, suelo darme tiempo para el trabajo de campo y las entrevistas, pero sufro un déficit de minutos disponibles para transformar en palabra escrita los reportajes. Tenía la intención de adelantar trabajos rezagados, desparramar columna, checar páginas de transparencia, pero las sirenas ahuyentaron las musas cuando ni siquiera habían escuchado la invocación. No eran sirenas como las que intentaron seducir a Ulises, sino las sirenas de mil patrullas corriendo por la Vía Rápida. En esta ciudad sin arterias viales, las catástrofes suelen correr frente a la ventana de la redacción. La corta mecha de esa bomba de tiempo llamada Penitenciaría de Tijuana estaba encendida una vez más. La única alternativa posible era correr rumbo al centro mismo del Infierno. Mi colega Ana Cecilia Ramírez y yo escuchamos las ráfagas desde que íbamos a la altura de la unidad deportiva de la Vía Rápida. Conforme nos acercábamos a la peni, las calles de La Mesa se engalanaban con maquillaje de guerra. Humo, gritos, cascos, escudos, histeria, furia, pánico y sobre todo plomazos, muchísimos plomazos. Mi bienvenida se dio cuando la Policía Municipal rafagueó al aire ante una multitud de familiares de reos que intentaba acercarse a la puerta del penal. La estampida, como era de esperarse, fue pavorosa. El subcomandante de la Policía Municipal Nieves Reta me aseguró que eran salvas, pero mis amigos María Font y Arturo Belano tuvieron a bien recoger unos cuantos casquillos percutidos, suficientes para hacer un collar, que no eran precisamente de juguete. Paredes adentro el humo y las ráfagas, las bocas de fusiles escupiendo fuego. Una masacre en vivo y a todo color. A las 16:30 Daniel Scareface de la Rosa, nuestro incompetente secretario de Seguridad Pública, salió a asegurar que todo estaba bajo control, que el saldo era blanco, sólo unos siete lesionados por pedradas.
Ay caray, ¿Escuché cientos de tiros y tenemos sólo cinco tipos con raspones en las rodillas? Fue hasta altas horas de la noche cuando finalmente aceptaron que esas balas habían cegado las vidas de 19 reos. Las calles estaban atiborradas de cristales, rocas, casquillos y el humo todo lo cubría. En silencio retornamos al periódico a escribir capítulo más de nuestra inacabable leyenda negra.
Chutaos esta croniquilla sobre lo que pasó en la calle
Por Daniel Salinas
dsalinas@frontera.info
El infierno se dividió en dos frentes de batalla en La Mesa; el primero, en el interior del penal, donde el fuego, las balas y los rocazos volvieron a desquiciar el centro penitenciario, cuya mecha es muy corta.
Pero un infierno por momentos peor se vivió en la Avenida de los Pollos, en el exterior de los juzgados penales, donde cientos de familiares y amigos de los internos se enfrentaron a los agentes.
Enardecidos al escuchar los balazos y los gritos de los reos desde el interior, los familiares se amotinaron y no dudaron en plantar cara a los agentes con insultos e incluso golpes y empujones.
También en la calle las mujeres fueron las más aguerridas, pues no dudaron en cachetear y arañar en la cara a los agentes que intentaban impedirles el paso.
“Están matando a la gente, los están matando, mi hermano está allá adentro, los policías empezaron la violencia, ellos son los que quieren que haya violencia para disparar, mis dos hermanos y mis tres sobrinos están allá adentro”, dijo María Dolores López Avitia.
Enardecido, un grupo de jóvenes se lanzó en cargada contra el muro de agentes que con escudos antimotines intentaba evitar que se acercaran a las puertas del penal.
A las 14:37, al sentir que la situación estaba fuera de control, los agentes empezaron a disparar sus pistolas al aire lo que provocó una pavorosa estampida de cientos de personas sobre avenida de Los Pollos que corrían despavoridos.
El subcomandante de la Policía Municipal Miguel Nieves Reta aseguró que se trataba de balas de salva y que en ningún momento se disparó una sola bala real.
“Fueron balas de salva lo que utilizamos para dispersar a la gente, estaba muy enardecida y estaba ganando este espacio que ya pudimos recuperar”, dijo Nieves Reta.
Sin embargo, en el pavimento podían verse decenas de casquillos percutidos regados por doquier.
“La verdad me siento bien desesperada, bien impotente, no hay autoridad, no hay ley, no hay nadie que pueda pagar esto, el gobernador no ha venido, no ha dado la cara, Jorge Ramos tampoco, nosotros no votamos por él para esto, nosotros creímos que íbamos a recibir apoyo dijo Susana Vázquez.
“Mi esposo está interno, no he sabido de él desde el domingo, él está en el edificio 5, pero nadie me sabe decir cómo está”, agregó la mujer.
“Violencia crea violencia, por Dios, háganlo por Dios, esto es el infierno, no queremos morirnos, queremos la paz”, gritaba José Refugio Ramírez, un cristiano que intentaba sin éxito calmar los ánimos en el momento más caliente del conflicto.
Cerca de las 16:00, la situación estaba relativamente calmada en la calle, aunque de pronto se escuchaban gritos y golpes.
A las 18:00 la mecha volvió a encenderse cuando algunas personas intentaron bloquear la salida de los contingentes que trasladaban a los reos rumbo a la cárcel de El Hongo.
Sí, el país y el mundo entero se pudren en pedazos como una piel leprosa, pero lo mismo pensaron los humanos del año 1000 y los de 1929 y 1994.
Cada generación humana, a su manera, cree estar viviendo su propio fin de los tiempos, el no va más de la tragedia. Cuando la vida se vuelve una fiesta de bonanza, las reflexiones salen sobrando. Ahora que el fuego del Infierno se enciende bajo nuestros culos, yo tampoco quiero reflexionar demasiado. Recuerdo una mañana de febrero de 1995 caminando por los adoquines de la calle Morelos en Monterrey. Hacía frío, llovía y el futuro era más negro que el peor cielo. Por alguna razón, esa triste mañana es mi recuerdo más nítido de la crisis post error de diciembre, en esos convulsos primeros meses del zedillato. Mi entorno se hundía en la mierda, sin embargo yo jugaba a ser feliz y acababa por creerlo.
No acudí a dar grito patriota alguno. La noche del 15 de septiembre bebí unos vasos de Jack Daniels mientras escuchaba el Death Magnetic en el patio de la casa. Al día siguiente debía descansar, pero yo me aferré a trabajar. Señal de que un peso no vale lo mismo que hace cuatro años. Mis ingresos en teoría son iguales y han incrementado en forma proporcional a la inflación, pero hoy en día un billete de 500 pesos me dura menos que una cerveza fría en verano. He llagado al momento en que empiezo a sacrificar cualquier asomo de hedonismo por ganarme un peso de más. Desayuné con la noticia de las granadas en Morelia. Apenas en mayo Carolina y yo caminábamos por esa misma plaza y aún recuerdo que mientras tomábamos café en los arcos mirando a la catedral moreliana, comentábamos sobre lo apacible y provinciana que nos sabía la existencia en la capital michoacana en comparación con el caos tijuanero. Muchas veces me han preguntado si creo que hemos llegado en México, y en Tijuana concretamente, a los niveles de la Colombia de Pablo Escobar. Mi respuesta era siempre la misma: a nuestros capos aún no les ha dado por el narcoterrorismo. Pues bien, parece que la maña ha importado la última costumbre que nos faltaba.
Ayer desayuné café con caída de bolsa y un delicioso cereal sabor crisis. Esos puntitos porcentuales, esos dowjones, nasdaq, bmm y de más acertijos incomprensibles, son como los cielos sin nubes que cubrían las tierras secas de la antigüedad. Los jinetes apocalípticos suelen empezar sus cabalgatas en los distritos financieros.
El día lucía tranquilo. Llegué a la redacción con toda la intención de sentarme frente a mi computadora e invocar la inspiración necesaria para escribir ocho horas sin parar. En este oficio mío, suelo darme tiempo para el trabajo de campo y las entrevistas, pero sufro un déficit de minutos disponibles para transformar en palabra escrita los reportajes. Tenía la intención de adelantar trabajos rezagados, desparramar columna, checar páginas de transparencia, pero las sirenas ahuyentaron las musas cuando ni siquiera habían escuchado la invocación. No eran sirenas como las que intentaron seducir a Ulises, sino las sirenas de mil patrullas corriendo por la Vía Rápida. En esta ciudad sin arterias viales, las catástrofes suelen correr frente a la ventana de la redacción. La corta mecha de esa bomba de tiempo llamada Penitenciaría de Tijuana estaba encendida una vez más. La única alternativa posible era correr rumbo al centro mismo del Infierno. Mi colega Ana Cecilia Ramírez y yo escuchamos las ráfagas desde que íbamos a la altura de la unidad deportiva de la Vía Rápida. Conforme nos acercábamos a la peni, las calles de La Mesa se engalanaban con maquillaje de guerra. Humo, gritos, cascos, escudos, histeria, furia, pánico y sobre todo plomazos, muchísimos plomazos. Mi bienvenida se dio cuando la Policía Municipal rafagueó al aire ante una multitud de familiares de reos que intentaba acercarse a la puerta del penal. La estampida, como era de esperarse, fue pavorosa. El subcomandante de la Policía Municipal Nieves Reta me aseguró que eran salvas, pero mis amigos María Font y Arturo Belano tuvieron a bien recoger unos cuantos casquillos percutidos, suficientes para hacer un collar, que no eran precisamente de juguete. Paredes adentro el humo y las ráfagas, las bocas de fusiles escupiendo fuego. Una masacre en vivo y a todo color. A las 16:30 Daniel Scareface de la Rosa, nuestro incompetente secretario de Seguridad Pública, salió a asegurar que todo estaba bajo control, que el saldo era blanco, sólo unos siete lesionados por pedradas.
Ay caray, ¿Escuché cientos de tiros y tenemos sólo cinco tipos con raspones en las rodillas? Fue hasta altas horas de la noche cuando finalmente aceptaron que esas balas habían cegado las vidas de 19 reos. Las calles estaban atiborradas de cristales, rocas, casquillos y el humo todo lo cubría. En silencio retornamos al periódico a escribir capítulo más de nuestra inacabable leyenda negra.
Chutaos esta croniquilla sobre lo que pasó en la calle
Por Daniel Salinas
dsalinas@frontera.info
El infierno se dividió en dos frentes de batalla en La Mesa; el primero, en el interior del penal, donde el fuego, las balas y los rocazos volvieron a desquiciar el centro penitenciario, cuya mecha es muy corta.
Pero un infierno por momentos peor se vivió en la Avenida de los Pollos, en el exterior de los juzgados penales, donde cientos de familiares y amigos de los internos se enfrentaron a los agentes.
Enardecidos al escuchar los balazos y los gritos de los reos desde el interior, los familiares se amotinaron y no dudaron en plantar cara a los agentes con insultos e incluso golpes y empujones.
También en la calle las mujeres fueron las más aguerridas, pues no dudaron en cachetear y arañar en la cara a los agentes que intentaban impedirles el paso.
“Están matando a la gente, los están matando, mi hermano está allá adentro, los policías empezaron la violencia, ellos son los que quieren que haya violencia para disparar, mis dos hermanos y mis tres sobrinos están allá adentro”, dijo María Dolores López Avitia.
Enardecido, un grupo de jóvenes se lanzó en cargada contra el muro de agentes que con escudos antimotines intentaba evitar que se acercaran a las puertas del penal.
A las 14:37, al sentir que la situación estaba fuera de control, los agentes empezaron a disparar sus pistolas al aire lo que provocó una pavorosa estampida de cientos de personas sobre avenida de Los Pollos que corrían despavoridos.
El subcomandante de la Policía Municipal Miguel Nieves Reta aseguró que se trataba de balas de salva y que en ningún momento se disparó una sola bala real.
“Fueron balas de salva lo que utilizamos para dispersar a la gente, estaba muy enardecida y estaba ganando este espacio que ya pudimos recuperar”, dijo Nieves Reta.
Sin embargo, en el pavimento podían verse decenas de casquillos percutidos regados por doquier.
“La verdad me siento bien desesperada, bien impotente, no hay autoridad, no hay ley, no hay nadie que pueda pagar esto, el gobernador no ha venido, no ha dado la cara, Jorge Ramos tampoco, nosotros no votamos por él para esto, nosotros creímos que íbamos a recibir apoyo dijo Susana Vázquez.
“Mi esposo está interno, no he sabido de él desde el domingo, él está en el edificio 5, pero nadie me sabe decir cómo está”, agregó la mujer.
“Violencia crea violencia, por Dios, háganlo por Dios, esto es el infierno, no queremos morirnos, queremos la paz”, gritaba José Refugio Ramírez, un cristiano que intentaba sin éxito calmar los ánimos en el momento más caliente del conflicto.
Cerca de las 16:00, la situación estaba relativamente calmada en la calle, aunque de pronto se escuchaban gritos y golpes.
A las 18:00 la mecha volvió a encenderse cuando algunas personas intentaron bloquear la salida de los contingentes que trasladaban a los reos rumbo a la cárcel de El Hongo.