Un día cualquiera –deshojando los minutos muertos entre dos citas- curioseas entre los libreros de Babel y de pronto, sin decir agua va, te sale al paso una centenaria edición juvenil de Los Lusiadas de Luis de Camões. Lees la hoja legal y te enteras que el ejemplar en cuestión entró a la imprenta en Barcelona el 21 de octubre de 1914, cuando de este lado de mundo nuestra ciudad no era mucho más que el rancho de la Tía Juana. Imaginas entonces las travesías emprendidas por ese libro y las manos por las que navegó antes de atracar en un improbable rincón del centro tijuanense en el Pasaje Rodríguez para ser puesto en venta por 100 pesitos y pepenado por un compulsivo cazador de literatura. La travesía de ese libro hasta tu librero, es similar a la de Vasco da Gama a través del Cabo de Buena Esperanza, con el favor y el sabotaje de los dioses olímpicos. Piensas entonces en carabelas por el Tajo y en el sol cayendo sobre la Plaza Camões en el corazón de Lisboa antigua, en la tarde que pasaste con tu esposa al pie del monumento al bardo lusitano, en la horda de turistas británicos que se amontonan para la selfie con Pessoa afuera de la Brasilera. Por lo que a Camões respecta, aquí te cuento su historia: http://www.infobaja.info/gloria-e-infortunio-de-camoes/
Saturday, January 26, 2019
Friday, January 25, 2019
Desnudos cielos de un enero casi cuaresmal. Atípicas sombras largas en la altamar de la mañana. Hay algo inquietante en esta calma. Un precoz verde cubre cerros y colinas en donde las flores amarillas hacen de las suyas. Ni rastro de bruma en torno a las Islas Coronado cuyos contornos emergen afilados de un Pacífico azulísimo. Hoy la claridad horada como punta de navaja. Este enero tardío tiene el rostro y la esencia de los primeros días de marzo... de los Idus de marzo y el viento sabe a Miércoles de Ceniza. Si de pronto despertara, podría jurar que estamos en cuaresma. Un enero corriendo con prisa hacia su abismo.
Los proto chairos del matadero
Releo El matadero, brutal relato del argentino Esteban Echeverría. Escrito alrededor de 1838, El matadero tiene todos los elementos para ser considerado el primer cuento moderno escrito en Hispanoamérica, según el académico Seymour Menton. Por lo que a mí respecta, me sorprende y me aterra su actualidad. Teniendo como escenario un matadero de reses en la periferia del antiguo Buenos Aires, la narración de Echeverría refleja la sinrazón y la bestialidad de la dictadura de Juan Manuel de Rosas, el Restaurador, el hombre todopoderoso de la Argentina de 1820 a 1852.
El matadero muestra un país polarizado en donde el fanatismo ha inmolado a la razón. ¿Les resulta familiar? Rosas, posiblemente el primer mandatario populista en la historia de Latinoamérica, fue un dictador cuyo poder estaba sustentado en el apoyo incondicional y sectario de los pobres. De estirpe gauchesca, Rosas fue objeto de adoración del “pueblo bueno” de aquel naciente país. Como sucede en toda dictadura, el hombre fuerte y el “pueblo bueno” deben tener un enemigo que encarne y represente todos los males, toda la corrupción y toda la vileza, y en el tiempo de Rosas los enemigos eran los unitarios. Los adversarios de Rosas eran burgueses ilustrados. Hoy les llamarían fifís, fascistas mezquinos, neoliberales, pero en aquel entonces eran perros unitarios y merecían la muerte por el solo hecho de serlo. El clímax del cuento de Echeverría (un antirosista de cepa) es cuando una embrutecida turba adicta al dictador, asesina cruelmente a un unitario, desollándolo como si fuera una res, solamente por no llevar una insignia de apoyo al Restaurador. El unitario es rico, es culto y es blanco y eso es algo que la turba rosista odia. Da escalofríos ver a la muchedumbre fanatizada linchando al indefenso unitario mientras gritan vivas a Rosas. El gran acierto de Echeverría, y el elemento que con desparpajo muestra el terror de aquella dictadura, es que en lugar de soldados fuertemente armados o esbirros de un siniestro servicio secreto (personajes infaltables en los relatos de tiranos) en este cuento el asesino es el “pueblo bueno”. Es un crimen de odio cometido por una horda fanática que ama e idolatra a su dictador como a un dios y que por lo tanto odia a todo aquel que no lo apoye. Con 180 años de anticipación, Echeverría está describiendo a los chairos mexicanos del 2018. El primer cuento hispanoamericano describe un escenario y un ánimo social que podría perfectamente ser aplicable al México de la cuarta transformación. Lo que más me asquea de los gobiernos totalitarios no es ver al tirano, sino a las masas que lo apoyan incondicionalmente. Líderes orates y megalómanos van y vienen, pero lo verdaderamente repugnante es ver cómo las multitudes ciegas les entregan su fe y su dignidad.
Pd- Si quieren saber más sobre Esteban Echeverría les recomiendo la biografía novelada que ha escrito Martín Caparrós y si quieren dimensionar a Rosas, nada como el retrato que Tomás Eloy Martínez hizo de sus últimos días en Southampton.
Thursday, January 24, 2019
En su ensayo Los demasiados libros, mi paisano Gabriel Zaid construye una interesante analogía para referirse a quienes pese a saber leer, no han adquirido el hábito de la lectura. En México hay millones de personas con títulos universitarios que nunca, ni por casualidad, leen un libro. Conocen las letras, saben distinguir las palabras, pueden escribir una frase y sin embargo sufren demasiado cuando se enfrentan a un libro, pues se sienten inmersos en un territorio hostil. No pueden concentrarse y a menudo acaban interrumpiendo la lectura por considerarla aburrida o tediosa. Lo que sucede con esas personas, dice Zaid, es que “no le han dado el golpe al libro”, de la misma forma que un no fumador que intenta fumar, se coloca el cigarro entre los labios sin jalar el humo y dar el golpe. Las personas ajenas al cigarro, no pueden entender el placer que experimenta un fumador con el humo en sus pulmones y las ansias que lo invaden cuando no tiene un cigarro. Los libros, a diferencia del tabaco, no dañan los pulmones ni contaminan el entorno, pero adquirir el gusto por la lectura se parece mucho al proceso de una adicción. Quien ha encontrado ya el placer de la lectura, difícilmente podrá dejarlo. En contraparte, quien nunca se ha sumergido en ese hedonismo incomparable, difícilmente podrá de buenas a primeras concentrarse en un libro y disfrutarlo.
Por lo que a mí respecta, juro que hice esfuerzos por aprender a leer en bicicleta y mi manera puse en práctica la poesía. Lo recuerdo justo ahora, cuando el Reloj de Sol marca que este día Gabriel Zaid le ha dado 85 vueltas al astro rey. Pocos emprendimientos intelectuales tan sui generis como el de mi paisano, sin duda uno de los grandes disidentes, un salmón absoluto, un católico con inteligencia práctica y una atípica vocación ontológica a lo Tolstoi. Zaid es un raro entre los raros y en estos tiempos regresivos, donde fanatismo e intolerancia se cotizan tan alto, se extraña esa sosegada audacia del gran solitario que nunca se tomó una foto ni concedió una entrevista. En este país no es bien vista la ingeniería de la cultura, pero hace tanta falta. Quienes son capaces de elevarse con la poesía suelen topar con pared cuando se enfrentan a los problemas que requieren inteligencia práctica para ser resueltos. En el bestiario intelectual mexicano, Zaid es tan raro de encontrar como un monotrema y su finísima ironía nos hace falta en estos tiempos mojigatos.
Demasiados libros diría el cumpleañero Zaid y sí, en efecto, son demasiados, un chingamadral. Son cerca de 4 mil en un espacio muy reducido (sin contar los cientos de ejemplares que he regalado, donado o cedido en usufructo). Los primeros ejemplares fueron adquiridos a mediados de los 80 y el último fue adquirido ayer. Los más antiguos son un poemario de Juan de Dios Peza de 1898 y una edición juvenil de Los Lusiadas de Camões de 1914; los más nuevos fueron editados en otoño de 2018. Esta mañana ordené un poco mi biblioteca (ordenar es un decir; en realidad es solo revolver el caos) y por un momento volví a tomar conciencia del tamaño de la catástrofe que este vicio se me ha dejado por herencia. Libros en el comedor, en el buró, dentro de los baúles, en el carro. Aquí hay de dulce, chile y de manteca, pero si una constante une a cada uno de esos 4 mil libros que he pepenado a lo largo de más de 35 años, es que ni uno solo ha sido comprado en Amazon. Cada libro que he adquirido en mi vida ha salido de una librería. Ferias, remates, puestos callejeros, supermercados, pero nunca en línea. Todavía no compro mi primer libro por internet y es posible que nunca lo haga. Ojo, nada tengo que ver con el conservacionismo hipster y las mentirosas nostalgias millenials. Por ejemplo, hasta 2009 solía comprar un promedio de dos discos por semana, pero hace diez años que no compro uno solo. Soy melómano y el primer trabajo de mi vida fue en una tienda de discos, pero acepté de mil amores la conversión a la música on line. Durante década y media trabajé en medios impresos y sin embargo hace años que no compro un periódico o una revista. En casa hay cuatro iPads, tres iPhones, unas cinco lap tops, tres iPods de los viejitos y en realidad me llevo bastante bien con los productos de la manzanita mordida para ser honesto y sin embargo no tengo ni tendré un kindle ni me gusta leer libros en pantalla (a veces tengo que hacerlo forzado por las circunstancias).
Acepto la tecnología de muy buena gana, pero por lo que a los libros respecta me mantendré en mi trinchera. Ayer leía un artículo sobre centenarias librerías españolas que han debido cerrar sus puertas inmoladas en el altar de Amazon. Bueno, al menos de ese holocausto no soy cómplice. Jeff Bezos todavía no recibe un centavo salido de mi bolsa y posiblemente no lo reciba nunca (yo sé bien que eso a Jeff Bezos le hace padecer depresión e insomnio pues lo pone al borde de la bancarrota). Y sí, como bibliófilo tengo mis pequeños rituales: si el mismo libro está en Gandhi o El Día, lo compro en El Día, y nunca (salvo rarísimas ocasiones) compro en Sanborns. En cualquier ciudad que visito busco su librería, llevo algo y bueno…la pepena libresca nunca se acaba.
Monday, January 21, 2019
Intuyo que no es fácil ser colibrí en invierno. Bueno, ni siquiera estoy seguro de si es fácil ser colibrí, o si semejante juicio de valor sea aplicable a la vida de un pajarito. Tal vez él piense que mi vida no está tan curada como la suya (¿acaso es fácil haber cruzado la mitad del camino de vida dedicado a la pepena de palabrería en un voraz mundo digital donde casi todos somos prescindibles?). Bueno, el caso es que el colibrí en cuestión se puso en un atípico plan contemplativo. Lo común es ver a estos animalitos en su fase de mini helicópteros ultrarevolucionados, girando a mil aleteos por segundo en torno a una flor, pero no es cosa de todos los días verlos parados sobre una ramita oteando el paisaje y cavilando posibles alternativas a seguir en medio de una lluviosa mañana de enero. Pero el caso es que el colibrí posó sobre la enredadera y hasta se dejó retratar con su piquito alfiler al aire, recortando la oscuridad del cielo con su mínima silueta. A veces quisiera poseer por un minuto la carta de navegación de un ser que comparte nuestro entorno pero lo mira de una forma radicalmente distinta a la nuestra. La ciudad contemplada desde los ojos de un colibrí que tiene perfectamente inventariadas las flores del barrio, o de un topo, que conoce y domina un laberinto de pasadizos subterráneos yacientes bajo nuestros pies. La línea del horizonte urbano que contemplan los delfines que saltan frente al Malecón de Playas de Tijuana, y la divina ignorancia sobre límites geopolíticos ostentada por la gaviota que observa el Pacífico parada sobre el muro fronterizo, para quien el helicóptero de la Border Patrol es solo un zumbido monserga y el aburrido migra de la colina un patético espantapájaros.
Los mil ojos de una mosca, la iluminada ceguera del microorganismo, los lentes un millón de artefactos digitales cazando escenas e instantes, la ciudad de construida, diseccionada, fragmentada en un millón de legos.
¿Conque reto Anagrama, eh? Se ponen con Sansón a las patadas. Sobres, ahí les voy. Acaso deba empezar por decir que es la editorial con una mayor representación en el parlamento de mi biblioteca. No me da por hacer inventarios muy a menudo, pero hace rato debemos haber superado los 350 representantes. En algún momento, a mediados de los 90, era un vicio simplemente impagable. No es sencillo para un estudihambre pagar más de 400 pesos por un libro (en aquel entonces me parecían más caros que los Acantilado, Atalanta e Impedimenta de la actualidad). Con mis primeros sueldos de reportero en El Norte pude comprar los ejemplares inaugurales de mi colección en 1997. Empecé Irvine Welsh (Trainspotting y Acid House) y Bukowski (en aquel entonces me podía). Ya después descubriría a Piglia, Tabucchi, Auster, Vila-Matas, Houellebecq, Calasso, Carrére, Kureishi. Mi última adquisición, hace dos semanas, fue Ahora me rindo y eso es todo de Enrigue que todavía no leo. A la fecha sigue siendo la única editorial que compro a ciegas, aún sin tener referencia alguna del autor o del libro, confiado solamente en el poder de la bendición de Jorge Herralde. Justo es señalar que el porcentaje de decepción ha sido mínimo (tal vez Knausgard y algunos españoles recientes haya sido lo único más o menos soso). La distribución de Colofón (y ahora de Océano) y la mejora en mis ingresos aligeraron el costo de la adicción anagramil. A la editorial de Herralde le debo la lectura de muchos de los libros que me han marcado el camino y que más me han influido. Tal vez un injusto y subjetivísimo top de Anagramas podría ser este.
Plata quemada o El último lector de Ricardo Piglia (casi todos los de Piglia para ser honesto)
Leviatán o Diario de invierno de Paul Auster (casi todo Auster para andar sin rodeos)
Sueño de sueños o Sostiene Pereira de Tabucchi
Casi nunca o Ese modo que colma de Daniel Sada
Las partículas elementales o El mapa y el territorio de Houellebecq
Limónov de Emmanuel Carrére
Tren nocturno de Martin Amis
Intimidad o El Buda de los suburbios de Kureishi
El hombre sin cabeza de Sergio González Rodríguez
Viva de Patrick Deville
París no se acaba nunca de Vila-Matas
Zona de obras de Leila Guerriero
Los cínicos no sirven para este oficio de Kapuscinski
Fiebre en las gradas de Nick Hornby
Librerías de Jorge Carrión
Los living de Martín Caparrós
El vals de Mefisto de Pitol
En la orilla de Rafael Chirbes
Las cosas que perdimos en el fuego de Mariana Enríquez
Seda de Baricco
De eso se trata o La utilidad del deseo de Juan Villoro
Nada se opone a la noche de Delphine de Vigan
Windows of the world de Beigbeder
Acid House de Irvine Welsh
Llamadas telefónicas de Bolaño
Por supuesto faltan un montón y como toda clasificación es pavorosamente subjetiva e injusta. En cualquier caso, contra este vicio no hay centro de rehabilitación posible. Queremos tanto a Anagrama. Felices 50 editorial favorita.