Javier Valdez puso nombre y rostro a quienes en una guerra son sólo estadística. Contó las profundidades de la historia de los que están condenados a ser nota roja de cuatro párrafos y reflejó en la mejor narrativa periodística el alma de aquellos que estaban destinados a ser morboso escándalo de página policiaca. Javier retrató a niños sicarios y a reinas de la belleza transformadas en matronas de la mafia y las narró con sangre en las venas y sudor en el rostro. Nos contó las vidas de los mil y un reporteros de tropa, soldados de trinchera como él que dejan la piel y la vida en un reportaje. Lo conocí en noviembre de 2013 en Mochis cuando me acompañó a presentar el Tigre Blanco en la Plazuela 27 de Septiembre. Una noche inolvidable. Un año después tuve la fortuna de volver a compartir la mesa con él en una charla al aire libre en el Jardín Velasco de La Paz. Hace un par de años coincidimos en el estudio de Síntesis Televisión y le di aventón a la feria de Tijuana. Nos agarró un tráfico perro en la rampa de la UABC y tuvimos más de una hora para platicar largo y tendido. Nunca dejé de admirar su fortaleza y su vocación de reportero partisano, su aferrado compromiso con el oficio, su don natural de contador de historias pero sobre todo su sencillez tan norteña, su trato tan franco. Ni los premios ganados en racimo ni sus libros siempre exitosos le quitaron la esencia y el espíritu de reportero de a pie y así, caminando y reporteando en una calle de Culiacán fue acribillado esta mañana. No sé si la tristeza es más fuerte que la rabia o la impotencia o las pinches ganas de pegarle a la pared y gritarle al vacío o a Los Pinos o a Bucareli que esta tierra y este oficio se están desangrando, que en este infierno estamos ardiendo todos, que hoy estamos a merced de los cobardes que acribillaron a Javier por la espalda, a disposición de la basura humana que impone su ley de plomo en este país. ¿Llegará el día en que este horror sea historia? Hoy el doceavo río de Sinaloa es el de la eternidad, por el que ahora navega Javier. Grande colega. De acero en la vida y en la muerte. Este río no dejará nunca de fluir.
Monday, May 15, 2017
Un atardecer de verano, mientras un diluvio estilo Altiplano retumbaba en el tragaluz de su biblioteca, le pregunté a Federico Campbell qué papel ha jugado Tijuana en su narrativa.
La Tijuana sobre la que yo escribo –me respondió Federico- es una Tijuana que dejó de existir hace mucho tiempo, pero a estas alturas me pregunto si alguna vez existió. Es muy posible que esa ciudad ni siquiera haya sido real.
A casi seis años de esa entrevista sus palabras hacen eco en mi mente y fungen como punto de partida a la hora de tratar de encuadrar a Tijuana como territorio narrativo. Acaso la Tijuana reconstruida y reinventada en los párrafos de Campbell es una ciudad onírica, una urbe trazada en un furtivo destello de duermevela inmerso en la hora lobuna Una urbe de ficción emparentada con las Ciudades Invisibles de Italo Calvino. Las calles de nuestra infancia suelen ser idílicas, fascinantes, misteriosas o acaso terroríficas. La arquitectura del subconsciente se aferra a sus propios caprichos.
¿Cómo definir la literatura de una región o de un país? ¿A qué nos referimos exactamente? Si hablamos de literatura tijuanense ¿estamos hablando de literatura hecha en Tijuana? ¿O nos referimos a aquel cuento, novela o poema donde Tijuana es mencionada? ¿Son los libros escritos por gente nacida o radicada en la ciudad? Y si es así ¿podremos acaso trazar ese hipotético canon?
Más allá de esa imposible columna vertebral, yo prefiero creer que la literatura de Tijuana es aquella que Tijuana inspira. Pongo un hipotético ejemplo: puedo jugármela a apostar, por pura ley de la probabilidad, a que entre los cerca de 10 mil haitianos que han llegado a la ciudad, hay alguno que ha escrito ya un poema, un testimonio o acaso una ficción inspirada por Tijuana. Es un texto escrito en francés o en creole garabateado sobre la hoja arrugada de un cuaderno. Los párrafos prófugos de la pluma de este migrante han sido inspirados por la ciudad, cuyo rostro - ante su mirada forastera- tiene muy poco que ver con el que los tijuanenses solemos dibujar. Para millones de personas en el mundo, nuestra ciudad ha sido un umbral un simple ritual de paso, un accidente en el camino. Hay cientos de miles de ojos que solamente han contemplado Tijuana por unas horas y lo que de ella queda por herencia es un difuso recuerdo. Sin embargo a veces una insignificante evocación puede traer acarrear consigo un incontinente torrente narrativo.
Hace algunos meses, mi colega yaqui-cachanilla Jaime Delgado, encontró en una librería de Donceles un carcomido ejemplar de la novela Tijuana, la ciudad maldita escrita en 1956 por Carlos Ortega. La novela habla sobre dos periodistas – Manuel Acosta Meza y Rafael Márquez- asesinados por órdenes de Braulio Maldonado, primer gobernador de la historia del estado de Baja California. Lo fascinante de este hallazgo aleatorio es que Jaime ha dado con una novela sepultada por la posteridad. A más de 60 años de su publicación no es un libro y un autor que tengamos en el radar o la lupa de nuestra arqueología literaria. Más allá de los inocultables vasos comunicantes con mi Vientos de Santa Ana, lo que esta historia me deja por herencia es la sospecha (o acaso sea la certidumbre) de que siempre habrá libros prófugos del canon y las listas y acaso nunca podremos escribir una historia plena de la literatura en una ciudad, mucho menos de Tijuana.
A Jorge Luis Borges le gustaba imaginar un cimiento de la mejor literatura argentina yaciente en las servilletas garabateadas por la pluma de Macedonio Fernández, olvidadas en mesas de cafetines barriales o cuartuchos de hoteles. A mí me gusta imaginar – y creo que tenemos razones y argumentos de sobra para hacerlo- una historia paralela y oculta de la literatura en Tijuana. Una suerte de Biblioteca Brautigan de los mil y un libros inspirados en por el espíritu tijuanense.
Estamos - o queremos estar- más o menos de acuerdo en que Hernán de la Roca y su Tijuana In inauguraron la literatura en la ciudad. La primera novela escenificada en nuestras calles donde Tijuana es escenario y personaje. Una novela contaminada por la moralina y el afán redentor. Tijuana como una idílica Sodoma, la infernal sin city por donde camina Gloria Zaragoza entre tahúres y lenones pero a mí me gusta creer que en algún cuaderno existe o existió el borrador escrito a mano de una narración caótica y alucinante desparramada por la pluma temblorosa de un crápula delirante. Un amanecido de corazón roto que en un hotel malamuertero, creyéndose inmerso en una iluminación, se dio a la tarea de garabatear la historia de un descenso a los avernos en búsqueda de un amor en fuga…(luego continuamos)