Eterno Retorno

Thursday, May 22, 2014

La mirada del forastero yace sobre el bronce de ese caballo que parece suspendido en el aire. El genio del escultor valenciano Manuel Tolsá ha conseguido trasmitir la sensación de perpetuo movimiento en su obra. Sobre la bestia cabalga un emperador ataviado en una túnica romana y coronado con laurel. Es –o aún cree ser- el monarca más poderoso de la Tierra, el que rige un imperio más extenso, que comienza en su metrópoli castellana y llega hasta el Estrecho de Magallanes y las Islas Filipinas. Un monarca bobo, timorato y cornudo que muy pronto será destronado. Un rey inocultablemente mediocre, que jamás conquistó reino alguno ni lució como romano y ni siquiera fue buen jinete, lo cual no le impidió firmar su pacto con la inmortalidad en la obra de dos grandes creadores: uno es Tolsá, artista del bronce, y el otro, genio del óleo, es Francisco de Goya y Lucientes, el pintor oficial de la decadente familia real y de una época en donde la Historia tuvo prisa. El forastero que contempla la estatua es también un hombre extraordinario, un fuera de serie cuya mirada descifró e iluminó su mundo como nadie lo había hecho. Se llama Alexander von Humboldt y es visitante distinguido en el virreinato de la Nueva España. Ha pasado los últimos cuatro años de su vida viajando por el Nuevo Mundo, navegando los ríos Orinoco y Magdelena, escalando el Chimborazo, desafiando selvas, pantanos y cumbres montañosas, acompañado siempre del sextante, la brújula, el termómetro, el higrómetro, el magnetómetro y de su inseparable colega francés, Aimé Bonpland. A la estatua de Tolsá y los cuadros de Goya, el atolondrado monarca debe sumar la dedicatoria en la primera página del libro que el joven prusiano escribirá como resultado de sus travesías: Ensayo político sobre el Reino de la Nueva España. Es el 9 de diciembre de 1803 y el tope de lo tope de la sociedad novohispana se ha congregado en la Plaza Mayor de la capital de virreinato para admirar la recién develada estatúa ecuestre de su rey Carlos IV. Humboldt, que ha visto más mundo que la mayoría de los seres humanos de su época, afirma que la obra de Tolsá está por encima de la célebre estatúa ecuestre del emperador Marco Aurelio en Roma o la de Erasmo de Gattamelata en Padua, elaborada por el mismísimo Donatello. La estatua del Caballito en el corazón de la Ciudad de los Palacios es una de las grandes maravillas que el barón prusiano ha contemplado durante su peregrinaje por América, donde lo mismo ha diseccionado insectos que medido el diámetro de volcanes.

Tuesday, May 20, 2014

Estoy convencido de la existencia de cierto hechizo en las cacerías bibliófilas. No sé si atribuirlo a caprichos cada vez más sofisticados de la aleatoriedad o a una suerte de mágica predestinación, pero hoy tengo plena certeza de que los libros nos acechan y nos encuentran cuando a ellos les da la gana. Sí, no pocas veces he sido un cazador que husmea en mil y un libreros en busca de una pieza huidiza y rejega que jamás aparece. Sin embargo, creo que lo mejor de las cacerías es llegar sin un objetivo predeterminado a donde yacen los libros y colocarse en medio del camino para que la más improbable lectura nos salte al cuello como una fiera. Un pez en el hielo es el primer cuento de Ricardo Piglia donde aparece su alter ego Emilio Renzi. Es una narración juvenil contenida en el libro La invasión, en la que Renzi deambula por Turín siguiendo las huellas del escritor suicida Cesare Pavese. Releí ese cuento luego de topar en la obra de Federico Campbell con no pocas pistas y señuelos que me llevaban hasta el narrador turinés como quien encuentra el mapa en clave o los mostrencos acertijos para llegar a un tesoro. Días después, sin haberlo estado buscando, saltó frente a mí en librería El Día el mostrenco e improbable ejemplar de La luna y las hogueras de Pavese en una hermosa edición de la editorial Pre-Textos. La serendipia me ha llevado a uno de los arroyos fundamentales de donde abrevaron Campbell y Piglia, un misterioso narrador italiano que hasta ahora ha sido un enigma para mí. El último libro que compré en la década de mis treinta fue Nocturno de Chile de Roberto Bolaño y el primero que compré en la década de mis cuarenta fue La novela murió, compilación de crónicas de Rubem Fonseca. Hace diez años despedí la década de los veinte con Al sur de la frontera al oeste del sol de Murakami y recibí los 30 con De los niños nada se sabe de la joven narradora italiana Simona Vinci. Hace un par de semanas, la serendipia me llevó a topar con El libro de Monelle del siempre extraño Marcel Schwob y hace tres días fui encontrado y cazado por Opiniones mohicanas, la bitácora de vuelo de Jorge Herralde, el gran caudillo de Anagrama. Elegante detalle de un editor genial el no publicar su libro en su propia editorial. Un buen editor que respete su oficio jamás debe autopublicarse. En realidad el libro de Herralde, publicado por editorial Aldus, vio la luz por la insistencia de Juan Villoro, pues al líder de Anagrama no le apetecía en un principio la idea de dar forma a un volumen con sus opiniones de último mohicano de la edición independiente. En sus páginas está la historia de las semillas de Anagrama, la cacería de la obra de Nabokov, Tabucchhi, Bukowski y Patricia Highsmith entre otros. Deleite puro para quienes nos basta ver el sello de la casa de Herralde para arrojarnos ciegamente a las páginas de un libro. Disfrutable al máximo El taller de no ficción del canadiense renegado Bruno Piché y La fábula de las regiones de Alejandro Rossi. Al paso que vamos, ya no sé qué nuevas sorpresas me tomarán por asalto en los próximos días. La serendipia literaria anda desatada esta primavera.