Friday, November 08, 2013
Thursday, November 07, 2013
¿Corrosión de la conformidad?
¿Corrosión de la conformidad? ¿Qué carajos es eso? Lo fui sabiendo a mis tardíos treinta, cuando mi matrimonio cumplió más de una década y el tiempo empezó a transcurrir en cámara rápida. Las semanas corrían veloces y el día a día transcurría en una cómoda pachorra. La corrosión de la conformidad era mi gordura imparable, que de una ordinaria panza de cervecero empezó a tomar tintes mórbidos cuando me acerqué a la cuarentena. Eran los golpes de modorra que me caían de sopetón como a las dos de la tarde y me sumergían en una burocrática siesta sobre mi escritorio mientras esperaba la hora de checar tarjeta de salida; el sudor frío que me despertaba por las noches; la taquicardia traidora ante cualquier mínimo esfuerzo. La corrosión de la conformidad eran mis ideas abotagadas frente al vaso de brandy con coca que vaciaba ante las fichas de dominó en los jueves de club de Toby con mis cuñados los López Malo y su palomilla mafiosa. Eran los juegos de futbol y las peleas de box que a medias seguía frente a mi pantalla plana, con una caguama en la mano y un plato de chicharrones con salsa. La corrosión de la conformidad fue minando mi cuerpo como el salitre va carcomiendo un poste frente al mar.
LA CIUDAD DE LAS PALABRAS
Hablemos ahora de La ciudad de las palabras de Alberto Manguel, sin duda el mejor ensayo literario que he leído en el 2013. La ciudad de las palabras es la contundente respuesta a los no pocos idiotas que me han preguntado de qué me sirve leer tantos cuentos y novelas. La gente de mente corta y utilitaria, tiende a ver en la literatura de ficción un vil escape o una pérdida de tiempo. Pues bien, este ensayo hace ver a toda esas personas, que la literatura nos define y refleja como sociedad y que el alcance y la capacidad de reinvención y transformación del lenguaje literario, le permite alcanzar una trascendencia y una atemporalidad a la que jamás podrán aspirar ni el discurso político ni la perorata publicitaria. Solo al concluir la lectura de este libro, reparé en que casi agoto la tinta de mi pluma con tantos subrayados y anotaciones al margen. Alberto Manguel hizo lo que pido y agradezco a un ensayista: picar la cresta, confrontar pensamientos, jugársela con un planteamiento donde hay erudición y apasionamiento en dosis semejantes. La ciudad de las palabras tiene mil y un frases e ideas realmente demoledoras sobre el efecto que las ficciones literarias tienen en el desarrollo de la sociedad. El hilo conductor de la obra es la forma en que la gran literatura nos ayuda no solamente a definirnos a nosotros mismos, sino a entender y asimilar la otredad. Partiendo desde una exhaustiva reflexión sobre el sentido de la más ancestral de las ficciones -la mesopotámica Epopeya del Gilgamesh- Manguel se sumerge en aguas profundas para desentrañar el sentido ontológico de los antiguos mitos y fábulas, hasta llegar al legado de las primeras novelas clásicas. El sembrado de una duda sobre la naturaleza y el contenido del canto de las sirenas que intentaron hechizar a Ulises o el repaso a las doctas disertaciones de algunos sabios (San Agustín incluido) sobre los hombres cabeza de perro, son los distintos hilos de los que Manguel va tirando para demostrar cómo la literatura busca siempre explicar al otro y desdoblar o multiplicar nuestra personalidad hacia el exterior. Tras el mal sabor de boca que me dejó el ensayo Naturaleza de la novela de Luis Goytisolo, me topo de frente con una obra donde hay garra, inteligencia y sentimiento. Una auténtica declaración de principios a favor de las buenas letras. La literatura es lo contrario del dogma. Un texto literario está constantemente abierto a otras lecturas, a otras interpretaciones, quizá porque la literatura, a diferencia de los dogmas, permite tanto la libertad de pensamiento como la libertad de expresión, y, como esos genes esenciales que nos dieron el poder de la imaginación, se reproduce a sí misma . Es por párrafos como éste por los que meto las manos al fuego por La ciudad de las palabras y lo considero desde ya el mejor ensayo que he leído en este azaroso 2013.
Tuesday, November 05, 2013
Al parecer los escritores no somos muy apreciados por las compañías aseguradoras. Hace un par de meses tramité un seguro médico para mi familia. A la hora de estar llenando los formularios y llegar al renglón donde debía anotar mi ocupación, se me ocurrió poner escritor. El agente me sugirió que mejor anotara cualquier otro oficio, pues eso de escritor podía sonarle “rarito” a la compañía de seguros y a lo mejor operaba en mi contra. No sé exactamente cuál sea el riesgo de aprobarle un seguro médico a un escritor o por qué se nos considera un mal negocio. ¿Será porque el hablarnos de tú con nuestros demonios nos convierte en potenciales suicidas? ¿O acaso dan por hecho que no tenemos un centavo partido por la mitad para pagar puntualmente las mensualidades? Lo cierto es que el escritor, al igual que el policía, no aplica para el seguro médico. Ese oficio, pensarán los altos ejecutivos de la compañía de seguros, no es de gente decente o normal. Alguien cuyo camino de vida es desparramar frases como si se le fuera el alma en ello e inventar amigos imaginarios que acaban por volverse entrañables, no puede ser una persona en sus cabales. A un escritor, pensarán los ejecutivos, necesariamente le falta un tornillo. Algo debe andar muy mal con él para que opte por un quehacer propio de lunáticos sin cable a tierra para quienes dos más dos no siempre resulta cuatro. Anoté entonces periodista, pero el agente me dijo que aquello resultaba peor. El periodismo es considerado oficio de alto riesgo y había altas probabilidades de que la compañía me rechazara la solicitud. Así las cosas, no me quedó otra alternativa que declararme de oficio abogado, lo cual, después de todo, no es una mentira. Mi cédula profesional, que es una pieza de literatura de ficción, me acredita como Licenciado en Ciencias Jurídicas.
Tener un bibliófilo en casa no es un buen negocio. Es algo peor que vivir con un drogadicto y en verdad no se lo deseo a nadie. Créanme: se de lo que hablo. Cierto, vivir con un adicto a la metanfetamina o la heroína puede traducirse en robo compulsivo de joyería o aparatos electrónicos, pero vivir con un bibliófilo significa que no pasa una semana de la vida sin que el vicioso arrime nuevos libros a la casa, lo cual puede ser una catástrofe, sobre todo si la vivienda es pequeña y la acumulación de papeles con tinta empieza a ganarle terreno al espacio vital. La desgracia, es que eso es algo que al bibliófilo no le importa y para ser francos, le tiene sin el menor cuidado. Sería capaz de quedarse sin cama o sin mesa de comedor antes que desprenderse de sus libros. De pronto, cada lugar de la casa se va transformando en una extensión de la biblioteca. Hay libros en el comedor, en la sala, en la cocina, en los baños y qué decir del montón que se agiganta sobre la mesita de noche. De carro ni hablar, pues hace tiempo que se convirtió en una librería sobre ruedas. En cualquier caso, el bibliófilo no se detiene. Su adicción es más fuerte que su elemental sentido del acomodo. Los libros van formando cerros, murallas, cataratas. Algunos se convierten en cultivo de hongos, en recipientes salitrosos. Dicen que el primer paso para recuperarse de una adicción es aceptarla. Pues bien, yo hace tiempo que acepté mi bibliofilia. El problema, es que la aceptación no trajo consigo la cura. Para los bibliófilos no hay centro de rehabilitación que sirva. Sí, me he asumido como un enfermo, un vil tecato de los libros que puede imaginar mil y un vidas posibles, pero ni una de ellas sin literatura en la mano. En mi descargo, diré que la mía fue una adicción heredada. Crecí inundado por los libros de una de las bibliotecas más fascinantes del mundo entero, sin duda la más grande y diversa que hay en México en materia de filosofía. La biblioteca personal de mi abuelo Agustín Basave. Hoy me parece como si estuviera narrando un cuento, pero mi origen mismo se remonta a esa biblioteca que hace más de 30 años fue mi casa. Una vivienda dentro de la cual había cerca de 30 mil libros. Hasta la fecha, muchos de mis sueños se escenifican entre las paredes de esa casa, lo que pone en evidencia cuan atado permanece mi subconsciente a la biblioteca fundacional. La casa a la que mis sueños me trasladan no existe más. Estaba en la calle Río San Juan en la Colonia Miravalle de Monterrey y hoy en día es un hospital. La casa fue demolida y la biblioteca fue donada a la Universidad de Nuevo León cuando murió mi abuelo. El recuerdo de esas paredes tapizadas de libros se quedó tatuado en alguna profundidad de mi alma y hoy doy rienda suelta a mi obsesión a esta esquina de la patria y ni siquiera se me ha ocurrido disponer a dónde irá a parar el fruto de mi vicio cuando yo esté muerto.

