Ese otoño hace tiempo se ha transformado en invierno, aunque nunca acabe de congelar del todo. Tu vida es un largo purgatorio pero ni siquiera alcanza la categoría de infierno. Los infiernos son extremos e intensos, mientras tu purgatorio es largo, denso y sin variaciones como esta interminable carretera mexicana por donde hoy transitas a bordo de este pestilente camión. Han llegado a la puta aduana de un pueblo en medio de la arena que colinda con Arizona. Sonoyta se llama este arrabal en donde hay un puerto fronterizo donde los hacen bajar. Levantarte del asiento es un suplico, pero los oficiales están husmeando como perros arriba del camión. Para ti solo hay miradas de sospecha y desconfianza, aunque cara de narco no tienes. Ante ellos eres un gringo loco que ha venido a México a buscar mota barata.
Saturday, February 06, 2016
Friday, February 05, 2016
Es de mala educación leer correspondencia ajena, lo sé, pero muy a menudo cedo al vicio del fisgoneo. Para algunos es literatura complementaria, curiosidades para fans aferrados y jarcoreros, pero no pocas veces las mejores ideas brotan en el carteo. Vaya, desde el fundador del cristianismo, un tal Pablo de Tarso, hasta Malcolm Lowry, fueron obsesivos escritores de cartas y la obra literaria que más suicidios ha inspirado –Los sufrimientos del joven Werther- es un epistolario ficticio. Ahora, por cortesía de Rodolfo Pataky, hurgo en la correspondencia de Joseph Roth y Stefan Zweig, quienes encarnan el espíritu del crepúsculo austrohúngaro. Son por cierto muchas más las cartas firmadas por Joseph cuya vocación teporocha preocupa a Stefan. Ahogado en deudas y encarnando en la vida diaria al personaje del Santísimo Bebedor, Roth, siempre caballeroso y elegante hasta en el quebranto, escribe sobreexcitado y posiblemente borracho. Stefan le sugiere que no escriba en ese estado y que considere al telégrafo como algo nunca inventado. Lo que escribiría Roth si hubiera tenido a la mano un WhatsApp. Ignoro si se haya publicado ya el primer epistolario moderno que desnude los delirios e improperios whastapperos o los desvaríos de inbox entre dos escritores con faltas de ortografía incluidas. ¿Quiénes inaugurarán la nueva tradición epistolar?
Thursday, February 04, 2016
Irrumpió el Pacífico, abrazo voraz en los tentáculos de su resaca, revolcadero verdugo, olas oaxaqueñas reventando en la blancura del sillón. Furiosos océanos de duermevela, capaces de hacerte despertar con los labios cubiertos de agua salada.
Deep Purple no toca en Montreux sino en un piojoso hotel pordiosero de Rosarito. Alguien ha reservado un pase rayado con plumón a nombre de Guillermo Daniel. Sobre gradas de alfombra tatemada cuatro o cinco cholos fuman aburridos. Mi cigarro rueda en la alfombra entre un mar de colillas y polvo, pero el asco no es tan fuerte que me impida seguir fumando. Intento sin éxito en enviar un texto. Deep Purple no sale.
Tuesday, February 02, 2016
Carcomida por un cáncer voraz, una vieja fichera agoniza en el camastro de una clínica del Seguro Social en Coahuila mientras su hijo, Julián Herbert –guardián y sepulturero- escribe al pie del lecho mortuorio.
Un estudiante esquizofrénico salta al vacío desde el sexto piso de un edificio neoyorquino y a su madre, Piedad Bonett, no le queda más remedio que narrar su descenso al dinfierno con una prosa carente de lamentos y vestigios de autocompasivos.
El cerebro de un filósofo llamado José María Pérez Gay se va sumergiendo sin remedio en la límbica región de una enfermedad neurodegenerativa mientras su hermano, Rafael, quien empuja la silla de ruedas, describe con lujo de detalles su caída.
Una joven escritora llamada Aura Estrada encuentra una ola fatal en el Pacífico y su esposo y colega de oficio, Francisco Goldman, culpado de su muerte por omisión, da a luz una obra de más de 500 páginas en donde escribe la historia de su pasión y duelo.
Delphine de Vigan, escritora francesa, encuentra el cuerpo de su bipolar madre pintado de azul, rayando en la descomposición y el resultado es una constelación sobre un mórbido sistema familiar que incluye tres suicidios.
En todas las historias la muerte está ahí (blanca, en la silla, con su rostro, diría Revueltas). Llega lenta y reptante tras una agonía de pesadilla o irrumpe sin decir “agua va” en un destello. Como deudo queda un narrador a quien por herencia le han dejado una irreprimible necesidad de escribir la historia de su pérdida y su duelo.
Narrativa exhibicionista, acusan algunos. Eso es lucrar con el dolor ajeno y transformar en teatro un calvario familiar que debe ser reservado para la intimidad, dicen los críticos que nunca faltan. Acaso ignoren que en la escritura no siempre se manda y que la narrativa funge a menudo como analgésico o conjuro. Esas historias no se escriben como resultado de una racional decisión cotejada con la familia, sino como una necesidad impostergable, un exabrupto lacerante que no pocas veces acarrea serios conflictos con la parentela. Tal vez sea exagerado afirmar que son libros surgidos aún contra la racional voluntad del narrador. Se escribe porque realmente no queda otra alternativa. Es quizá una de las más descarnadas expresiones de la narrativa-exorcismo.
Monday, February 01, 2016
Hoy me parece difícil creerlo pero hubo un tiempo en que escribir fue esencialmente un acto onanista. A mano escribía páginas y páginas que no pretendía publicar y ni siquiera enseñarle a alguien. Tomaba la pluma y desparramaba intentos de cuentos o novelas consciente de ser la única persona en el mundo que las leería. Ni siquiera sentía la necesidad de mostrar o compartir lo hecho y ni por la cabeza me pasaba la posibilidad de publicarlo algún día. Escribía con el único fin de procurarme un inmediato placer al imaginar las historias que deseaba vivir. Eran historias que cargaban idénticas dosis de cachondería, pendejez, energía e inocencia. Eran justamente las historias que deseaba vivir a los trece o catorce años, lo que derivaba en un ridículo romanticismo porno, un XXX bañado por una insoportable cursilería. Más allá de los anhelos y fantasías que infestaban mi cabeza adolescente, lo trascendente de aquellos textos era su absoluta falta de ambición a posteriori. A estas alturas creo que dentro de su vergonzante inmadurez, aquello fue lo más honesto que hice en mi vida. Dentro de su cursilería calentona, fue algo absolutamente carente de pretensiones pues ni siquiera concebía como alternativa el que esos escritos llegaran a algún día a algo.