La muerte estaba ahí, blanca, en la silla, con su rostro. Las primeras palabras de El luto humano de José Revueltas son omnipresentes. La muerte siempre está ahí, ocupando su sitio en el más improbable u ordinario cuadro de la vida cotidiana. Aún en aquellas escenas donde aparentemente hay un derroche de vitalidad ella está presente, reloj en mano, aguardando paciente el instante sin conjuro posible en que su manto lo cubra todo. Al azar recorro los grabados de Hans Holbein (el joven) contenidos en el volumen La Danza de la Muerte en Ediciones Coyoacán. Frente a mis ojos desfilan el rey y el labrador, el cardenal y el guerrero, las princesas y los sabios, inmersos todos en la aparente eternidad de lo efímero, seguidos de cerca por un esqueleto que se dispone a abrazarlos.
Las danzas de la muerte o danzas macabras conforman un subgénero artístico y poético surgido en el ocaso de la Edad Media a raíz de la gran peste negra del Siglo XIV. Conformadas siempre por un grabado y un verso, las danzas macabras espetan la omnipresencia de la muerte frente la soberbia y la inconsciencia humana. Un esqueleto baila, camina o se monta sobre seres que yacen inmersos en goces terrenales u ocupaciones impostergables. El mensaje es claro: no hay riqueza, título nobiliario, fuerza física o sabiduría que pueda evadir a la gran justiciera, la única capaz de igualar a ricos y pobres, príncipes y plebeyos. En una Europa medieval donde más de la tercera parte de la población fue diezmada por la peste bubónica lo mejor era ser humilde y caminar por la vida llevando a cuestas una callada resignación. De una u otra forma la Danza de la Muerte ha perdurado en casi todas las culturas. Desde los grabados de José Guadalupe Posada y las lúdicas calaveras mexicanas hasta El Séptimo Sello de Ingmar Bergman el mensaje es el mismo: todos estamos desahuciados.
La obsesión por conjurar a la muerte va encarnada en el homo sapiens. El más antiguo poema de la humanidad narra el descenso del rey sumerio Gilgamesh al inframundo para arrancar a su íntimo amigo Enkidu del valle de los muertos. Más de cinco milenios después de aquel poema Gilgamesh quiere proclamar su triunfo. La ciencia moderna quiere sacar a la muerte del grabado. Tanto Michiu Kaku en La física del futuro como Yuval Noah Harari en De animales a dioses coinciden en afirmar que en unas cuantas décadas no será atípico ver personas de 150 años de edad. En el 2015 habrá en el planeta cerca de 50 millones de personas mayores de 100 años. La cartografía del genoma humano y los avances en materia de clonación y nanotecnología podrían conjurar las enfermedades terminales y crónico degenerativas. Noah Harari habla del surgimiento de los amortales, una estirpe capaz de conjurar su final. No serán inmortales, pues siempre estará latente la posibilidad del asesinato o el accidente, pero sí podrán ir exorcizando a los demonios del cáncer, la diabetes, las cardiopatías y las insuficiencias renales. De ser cierta esta teoría, la muerte dejará de ser la gran justiciera pues tendremos amortales millonarios jugando golf a los 150 años de edad, mientras los pobres seguiremos siendo mortales condenados a dejar el mundo a los 70 devastados por las enfermedades que aún nos flagelan. ¿Será gozosa la danza de los amortales? ¿O acaso estaremos a las puertas de la primera raza de émulos de Melmoth El Errabundo?
Friday, January 22, 2016
Monday, January 18, 2016
Un octubre cualquiera, coronado por el rojo del otoño bostoniano, te subes a un avión islandés y llegas como Juan por su casa a Reykjavík. Una tarde de primavera, mientras viajas por una mojada carretera de Shanghai a Nanjing, recibes la noticia de que serás padre y el sentido de tu existencia y tu universo entero cambian para siempre. Pero tampoco es que necesite uno ir tan lejos para firmar pactos con la eternidad e inmortalizar postales. La vida diaria es un permanente exilio a sitios tan familiares como Sárdica, Yadivia o la absurda Daxdalia. Mi gratitud total a Gerardo Ortega por este viajero retrato de un errabundo que desde un tiempo para acá se la pasa inmerso en la autopista que lleva de la cama al living.
http://yadivia.blogspot.mx/2016/01/daniel-el-viajero.html
De la pluma de mi amigo y cómplice...
A inicios de los noventa, para el joven Daniel el territorio de sus viajes eran las calles de Monterrey, de punta a punta. Sus aficiones siempre han sido el metal y en ese entonces los toquines en Factores Mutuos, o los que se armaban en El Clan, un antro de Monterrey, o los de algún rave en el Deambulatorio, donde explotaban los sonidos industriales dentro de la apagada Fundidora, y a donde alguna vez lo acompañé.
La juventud y la mesura nunca han sido grandes amigas, por ello nadie presagiaba al padre modelo y al esposo de Carolina con quien está casado desde el siglo pasado. Lo que sí parecía un anticipo eran sus lecturas infantiles y el santuario de la biblioteca de su abuelo, augurio de los cientos de libros que amueblarían su cabeza.
Octubre de 1996.
El vuelo es Boston–Reijkavik–Londres. Primer brinco al charco. Daniel el viajero se gradúa con un bautizo sobre el Atlántico. Tiene 22 años.
Visité siete países con mención honorífica a Islandia, Escocia y norte de España. Volví a Euruapan en 1999, el primero de muchos viajes con Carolina. El viaje por República Checa y Austria en 2004 fue punto y aparte. Fui a Italia en 2001; los tres viajes a Sudamérica y el de China en 2009.
*
Bajacaliforniano por adopción, la vida lo hizo periodista, las lecturas lo volvieron escritor, y la curiosidad le regaló ser viajero, un viajero que busca perderse.
Qué clase de viajero eres, le pregunto, ahora con media película filmada. Soy mochilero y caminador, porque viaje sin caminata no es viaje. Uno de los máximos placeres que tiene la vida humana es caminar por vez primera una ciudad y caminarla sin rumbo ni guía, buscando intencionalmente perderte.
Es evidente que no prefiere las rutas establecidas. ¿Qué evitas?, le pregunto.
Evito lo descaradamente turístico. Evito lo hecho a priori para el turista. Tomar un tour con guía bilingüe es una aberración.
El sábado 8 de mayo de 1999 Daniel y Carolina se establecieron en Playas de Tijuana, en una casa a 20 metros del mar. Hasta esta tarde han pasado 20 años, 8 meses y 20 días desde aquel hallazgo profundo de un niño rubiecito de cuatro años en Puerto Isabel, pero su impresión está intacta.
Se puede afirmar que desde entonces, Daniel viaja con el mar todos los días.