Eterno Retorno

Wednesday, March 26, 2025

ENCICLOPEDIAS

 


Mi infancia estuvo rodeada de enciclopedias. Con cierta frecuencia me han preguntado cuáles fueron mis primeras lecturas y cuál fue el libro que me inició como lector y la respuesta es que mi iniciación fue con las enciclopedias de animales. Eran mi tesoro. Probablemente el regalo navideño que más recuerdo de mi niñez, fue cuando mi mamá y mi abuela me regalaron los 18 tomos de la Enciclopedia de la Vida Animal Bruguera. También fue fascinante coleccionar los doce tomos de la Enciclopedia de la Fauna de Félix Rodríguez de la Fuente. Recuerdo que cada quince días llegaba el nuevo tomo a las sucursales de Astra y Autodescuento en Monterrey y para mí era un día de fiesta. Era todo un ritual el ver por primera vez la portada expuesta a la entrada de la tienda, pagarlo y correr a casa a hojear el nuevo ejemplar. Mi primera gran pasión fueron los animales, con mención honorífica para los grandes carnívoros. Ya después me fui aficionando a la historia y a la literatura y entonces también le di vuelo a mi afán por coleccionar enciclopedias sobre el tema. Recuerdo los trece tomos de Historia de México de Salvat, con sus pastas rojas y sus letras doradas o la de los Doce Mil Grandes. Recuerdo también que me impresionaba un poco la Enciclopedia de la Vida de color amarillo y letras azules. Había demasiadas enciclopedias en casa y por muchos años fueron mi refugio favorito. Mi última gran adquisición fue un clásico de clásicos, México a Través de los Siglos, que me regalón Don Roque de Hoyos, abuelo de mi esposa.

Cuando de historiografía mexicana hablamos, hay un antes y después de México a Través de los Siglos. Fue en los albores del porfiriato, en 1882, cuando los editores Santiago Ballescá Farró y José Ballescá Casals proyectaron la creación de una enciclopedia total que abordara la historia de México desde la más remota antigüedad hasta el triunfo de la República liberal en 1867. Un proyecto descomunal, ambicioso, algo nunca antes visto.

El encargado de coordinar el esfuerzo fue el general cuentista Vicente Riva Palacio, apoyado por autores como de Enrique Olavarría, Alfredo Chavero, Julio Zárate, José María Vigil y muchos más.

Siete años después estuvieron listos los cinco tomos del primer gran monumento historiográfico nacional. Cierto, existió en el Siglo XVIII el jesuita Clavijero (tengo en mi librero su Historia Antigua de Méjico) y existieron en la república embrionaria las historias de conservador Lucas Alamán y el liberal José María Luis Mora, pero nunca se había tenido una enciclopedia que agotara aspectos políticos, militares, sociales, económicos y geográficos, apoyada con documentación, litografías, planos, mapas. Todo un portento editorial.

La letra impresa no murió, pero las enciclopedias pasaron a mejor vida. Su esencia es totalmente contraria al espíritu de la época. Creo que actualmente sería un pésimo negocio invertir en la creación de doce o quince tomos gordos y pesados que ocupan demasiado espacio en casa y cuyo contenido didáctico se puede consultar gratis en internet. Aún así, me siento afortunado de haber podido vivir la gran aventura de sumergirme en las alucinantes veredas de tantas enciclopedias. Tal vez les parezcan obsoletas, pero creo que las nuevas generaciones se están perdiendo de algo.

 

 

Sunday, March 23, 2025

Pudieron sea las jijoeputas deidades que controlan esa catástrofe permanente e ineludible llamada destino




En el cierre del telón de la fallida obra teatral que fue su vida, se puede decir que Ánimas Rocafuerte fue a un mismo tiempo bendecido y meado. ¿Quién lo bendijo y quién lo meo?  Da lo mismo. Pudieron sea las jijoeputas deidades que controlan esa catástrofe permanente e ineludible llamada destino o pudo ser la siempre caprichosa música del azar, tan aferrada a torcer caminos e introducir giros intempestivos en el guion existencial.

La bendición fue sin duda lo repentino de la muerte. Cierto, tal vez no fue una sensual caricia de manto negro o un tenue soplido para apagar la vela, pero ya bastante buen premio fue no agonizar con el culo cagado en la cama pestilente de un hospital público, con un tubo atravesándole el gaznate y una enfermera con cara de fuchi mentando madres por la enésima monserga cadavérica del día. La pandemia de  Covid-19 había hecho que la vida cotidiana se pareciera mucho a El triunfo de la muerte, la macabra obra del pintor flamenco Pieter Brueghel.

Ánimas tuvo a bien expirar en su casa  cuando invocaba unos minutos más de prófugo sueño. La muerte llegó cuando la irrupción de la primera luz era apenas un presagio, en la hora lobuna (o conejuna) que antaño tanto lo inspiraba  y cuando su esposa lo encontró, pasadas las ocho de la mañana, Ánimas estaba por cumplir tres horas de estar bien muerto. Esa muerte tan carente de burocracia y aspavientos fue el último de sus premios.

Pero claro, hemos dicho que Ánimas no solo fue bendecido sino también meado. La particular  meada que cayó sobre su muerte,  fue que incluso la más inmediata posteridad fue magra y esquiva a la hora de las fanfarrias y los arrumacos. Espetar pésames y escribir necrológicas se había transformado en un patético ritual de lo habitual en 2020. Estábamos tan acostumbrados a las condolencias, que era imposible aspirar a una dosis de originalidad en la palabrería funebrera. Si ya de por sí los pésames siempre están infestados de lugares comunes y frases hechas, en los tiempos del Covid parecían pronunciarse con machote, como viles formularios burocráticos espetados con inocultable deseo de olvidar y dar vuelta a la página.

La muerte de Ánimas  no tenía nada de especial y carecía de elementos morbosos o noticiosos como para convertirla en trend topic. Fuera de ordinarios y predecibles chilloteos  (yo lo conocí, tengo todos sus libros dedicados, gran escritor, amoroso padre de familia, apenas la semana pasada tuvimos una mesa redonda en Zoom, recién ayer  platicamos por Whats…) la realidad es que el asunto estuvo lejos de hacer arder al ágora digital. Ánimas ni siquiera alcanzó a generar un tren del mame en el que todos buscaran subirse y antes de tres días había sido reemplazado por otros muertos.

Poder conjurar una agonía demasiado dolorosa es algo que acaso cualquiera agradecería, pero para el egocentrista  Ánimas, con su ridícula vocación de creador artístico, la posteridad era un asunto de lo más importante. Casi podría decirse que había  trabajado a conciencia su rol como escritor muerto prematuramente. Su mejor obra, lo tenía muy claro, sería la póstuma. Estaba  seguro que una vez finado, sus libros adquirirían de un día para otro el estatus de objetos de culto, preludio de la edición de su vastísima obra inédita, con la consiguiente reedición de aquellos trabajos que en vida casi nadie peló. A Ánimas le gustaba la palabra póstumo y estatus de leyenda que adquiría el incomprendido genio inmolado en el altar del infortunio.   

Ánimas Rocafuerte no tenía duda alguna: su auge llegaría con su muerte. Parecía que estaba predispuesto a que su destino ineludible sería adelantarse en el camino. No era por supuesto un escritor joven y hacía mucho tiempo que había dejado atrás la posibilidad de hermanarse con el club de los 27, pero aún podía dar la falsa impresión de tener un buen trecho por andar. A Ánimas Rocafuerte le encantaba creerse la terrible mentira de que su gran obra, el libro que marcaría su antes y después, aún estaba por escribirse.