Latinoamérica es hoy en día la región más violenta del mundo. Miras las listas mundiales de las 50 ciudades con más homicidios por cada cien mil habitantes, y resulta que 40 son latinoamericanas y el resto son estadounidenses o sudafricanas. Tijuana ocupaba el primer lugar en 2018. Acapulco y Ciudad Juárez lo han ocupado en años recientes. También San Pedro Sula en Honduras, Caracas y no pocas ciudades brasileñas. Tomando en cuenta esos factores, podemos concluir que la novela negra latinoamericana es la historia de nuestra vida cotidiana. Incluso una novela ajena a lo criminal no podría sustraerse a esa realidad, porque el crimen todo lo envuelve. Parafraseando a Federico Campbell, que fue profeta, vivimos en la era de la criminalidad, en estados fallidos de cimientos criminales. La novela negra latinoamericana es realismo puro, crónica periodística. No hay razones para la invención. En contraparte, Europa es la región más segura del mundo, en donde menos homicidios se cometen. De hecho a nivel histórico, nunca antes se habían cometido tan pocos homicidios en Europa, o al menos eso dicen las estadísticas. Hay crimen, hay mafia, pero el homicidio es atípico. Dentro de la ya de por sí segura Europa, la región más pacífica es Escandinavia. Vaya paradoja. Posiblemente en una semana en Baja California se cometen más crímenes que en los cinco países escandinavos juntos en un año. Por ello los novelistas europeos aún deben centrarse en la trama, el rompecabezas, la invención, la sorpresa. En Estados Unidos hay una enorme diversidad. Tomo como parámetro la antología Vivir y morir en USA, con los mejores relatos de Akashic Noir y encuentras de dulce, chile y de manteca, desde Don Winslow y Connelly, a Joyce Carol Oates o Dennis Lehane.
Tijuana está bendita y condenada por la geografía. Pase lo que pase, siempre seremos la joya de la corona para cualquier gran negocio criminal, para cualquier forma de tráfico, porque somos la puerta de entrada a la abundancia californiana, el mercado que todos desean. Hemos estado en primer lugar como la ciudad más violenta del mundo. Yo mismo, que ya he dejado de ser reportero, he visto en el último año tres cadáveres de ejecutados en la carretera donde vivo. Antes los veía casi todos los días, pero porque trabajaba en eso, pero ahora aunque trates de ser ajeno, no puede sustraerte. La violencia está en todos lados y todo lo envuelve. Nuestras costumbres, nuestros temas de conversación, nuestra forma de vida. Es omnipresente.
Saturday, January 25, 2020
Thursday, January 23, 2020
Aunque juro que peregrinaré ahí antes de morir, hasta ahora no he tenido la fortuna de visitar ningún país de la ex Yugoslavia y tampoco tengo sangre balcánica. Claro, ello no fue impedimento para que hace algunos años publicara una novelita corta llamada Predrag, cuyo personaje es un hooligan serbio reclutado por un comando paramilitar dedicado al exterminio de minorías durante la guerra de los noventa. La cultura balcánica siempre me ha apasionado, pero mi conocimiento se reduce hasta ahora a lo literario, lo periodístico y lo futbolístico. Por supuesto, no viví en carne propia el horror y el trauma del sitio de Sarajevo o los bombardeos sobre Kosovo, pero a mí me valió madre, me brinqué las trancas y escribí el relato. Pues bien, ahora resulta que bajo el criterio de la moral hipster-chaira-millenial-antirracista- eternamente ofendida por todo, yo no tendría derecho a escribir esa historia porque estoy cometiendo apropiación o expropiación cultural (o no sé cómo carajos le llaman al nuevo tren del mame que inventaron). También escribí un cuento cuya trama ocurre en Kazajistán y al parecer podrían acusarme de lo mismo, porque como no soy kazajo, entonces solamente estoy explotando estereotipos y clichés. El tribunal del santo oficio de los siempre indignados, humillados y ofendidos, quiere quemar en leña verde a American Dirt, el libro de una gringuita llamada Jeanine Cummins por cometer apropiación cultural y lucrar con el drama y el sufrimiento de los migrantes mexicanos, sin ser ella mexicana y por cometer el abominable pecado de ser blanca y anglosajona. Fieles a su estilo, el santo tribunal pide censura y boicot. Ya ven que a ellos les gusta quemar libros. En teoría, alguien que no ha vivido en carne propia el calvario migrante, no tiene derecho a escribir sobre ellos. No conozco a la autora ni me interesa gran cosa conocerla y para ser honesto, no está en mis planes leer esa novela. Vaya, teniendo tan buena literatura en sala de espera, no voy perder mi tiempo con chatarra de aeropuerto. Tampoco leo a Don Winslow (que sin duda también debe cometer apropiación cultural por escribir sobre el narco mexicano) y (por cierto) tampoco leo a Valeria Lusielli, (a quien sí es políticamente correcto leer de acuerdo a la moral hípster) aunque según creo ella jamás ha sido detenida por la Border Patrol mientras brinca la barda por el Cañón del Matadero. Lo que no entiendo es la gran ofensa y el eterno afán de censura. Carajo, es solo una novela desechable, no periodismo. Reclámenle a un reportero cuando falta a la verdad o a la objetividad. Claro, de hueva cómo funciona la máquina hacedora de best sellers gringos con Oprah, Stephen King y la despistada Yalitza de promotores, pero en México y España no es muy distinto. No la lean y punto. Por cierto, Shakespeare nunca fue a Dinamarca ni a Verona. Vamos a quemar Hamlet y Romeo y Julieta por apropiación cultural.
Nada, ni nuestras diez mil fotos en Facebook ni el puntual registro de nuestras cotidianas nimiedades, nos salvará del olvido que seremos. La película Coco habla de la segunda muerte, la definitiva, aquella que se produce cuando el muerto es por completo olvidado. Para la inmensa mayoría de los seres humanos esa segunda muerte es inevitable. Hagas lo que hagas, el manto del olvido acabará por imponerse. Hagamos un ejercicio: ¿sabes cómo se llama alguno de tus tatarabuelos? En caso de que lo sepas, ¿serías capaz de evocar dos momentos de su vida? Sí, puede que tengas una referencia, pero en cualquier caso será vaga, nebulosa e indirecta. ¿Cuántas fotos existen tu bisabuelo? Poquísimas, tal vez ninguna. Si a mí me diera de pronto por investigar a fondo los detalles de la vida de una tatarabuela en afán de contar su historia, lo más probable es que me quede con las manos vacías y deba recurrir a la ficción. ¿A qué documentos tendría acceso? Tal vez una apergaminada fe de bautizo o una borrosa acta de nacimiento o de matrimonio. Hace muy pocos años un ser humano se iba del mundo sin dejar registro. Su legado eran sus hijos. Acostumbrados como estamos a que el foco de la Historia se concentra en acontecimientos o personajes de la política o la farándula, el retrato de los seres sin huella ni legado sigue siendo un desafío. En contraparte, si dentro de cien años un historiador quisiera escribir la biografía de una persona común que haya vivido en las primeras décadas del Siglo XXI, tendría un montón de hilos disponibles de dónde jalar y una multiplicidad de fuentes a las cuales recurrir. Ahora las huellas de nuestro paso por la vida son múltiples. Además de las incontables fotos en redes, hemos sido registrados en instituciones, comercios, agrupaciones. El SAT tiene un código de barras con el iris de nuestros ojos. SRE, INE, USA-GOV tienen nuestras fotos y huellas digitales. Nuestra imagen ha quedado registrada en las cámaras de vigilancia de centros comerciales y edificios públicos y nuestro nombre queda impreso y digitalizado en miles de nimias transacciones comerciales cada que pagamos con tarjeta. Por discreto que sea tu rol en la vida y por bajo que sea tu perfil, es muy posible que haya mínimo algún registro tuyo en Google. Si un historiador se da a la tarea de hacerlo, tiene fuentes de sobra para narrar la historia de tu vida. Lo paradójico es que aún con todas esas huellas, nada nos rescatará del olvido que seremos. Un día, morirá la última persona en el mundo que te recuerde. ¿Qué pasará dentro de cincuenta o cien años con esas miles de fotografías que subimos a Facebook? ¿Qué ocurrirá con todos esos twits incendiarios? ¿Quién se tomará el tiempo de ver esa seductora foto en Instagram? Acaso la verdadera hazaña del mundo moderno sea poder navegar por la vida sin dejar huellas ni registro.
Tuesday, January 21, 2020
Un cierto desasosiego es lo que sientes cuando pasas largos minutos leyendo cuentos portugueses en la antesala de un laboratorio aguardando a que te saquen sangre. ¿Quieren una cruel imagen de la cuesta de enero? No es tan solo la prototípica estampa de los glotones inscribiéndose al gym, sino la de la larga fila de pacientes que esperan turno para hacerse análisis. En laboratorios Certus debes sacar numerito como en carnicería y aguardar de pie, pues todas las sillas están ocupadas. Leo la caída de un ángel de Afonso Cruz (Af, así, sin L). Una mujer mayor va descendiendo por unos círculos infernales hechos de pura sustancia de duermevela. Narra que frente a su casa vivía un señor que se apellidaba Persona, pero que tenía dificultad en ser solo una persona (que si lo conoceré a ese tal poeta de nombre Fernando, Ricardo, Bernardo, Alberto...) La señora (alerta de spoiler) acaba saltado de un séptimo piso. Yo sigo aguardando mi turno y no me es dado saltar a ninguna parte. En las filas y salas de espera suelo llevar libros de cuentos como compañeros. Los leo en riguroso desorden. Sigo con Goncalo M. Tavares y su fotográfica historia del vampiro del Belgrado. He venido al laboratorio por mi propio pie. Nadie me ha mandado. Voy a poner a alguien a leer el hermético lenguaje de mi sangre. Bueno, hermético para mí, que no sé descifrar sus mensajes. Para un laboratorista ese lenguaje es lo más ordinario del mundo y lo que mi sangre tiene que decirle o gritarle está clarísimo. Pura vil y predecible rutina. Por fin llega mi turno. Hay un cierto desasosiego al sentir la liga presionando tu vena, al mirar a la enfermera destapar la aguja, al ver emerger el rojo fluido llenando el frasquito. Ahí está la sangre, lista para narrar derrumbes y catástrofes apocalípticas. Dos cuentos lusitanos después, todo ha concluido.
PD- Imaginé que mi sangre narraría una historia de horror y que en sus glóbulos estaría escrita una sentencia fatal, pero al final todo quedó en lo predecible. Las huellas de ciertos excesos están ahí, pero sobre mi cuello no se ha posado (todavía) la espada del abismal ángel de la condena. Claro, condenado estoy, como todos lo estamos, pero hasta ahora ha salido barato. Por herencia queda el desasosiego y tantísimos cuentos para ser leídos y otros tantos aguardando impacientes el siempre postergado momento en que de una puta vez me decida a escribirlos.
Sunday, January 19, 2020
Baricco y el futbolito
Con esa socarrona actitud de irónico profeta apocalíptico que tan bien se le da, Alessandro Baricco habla del momento histórico en que según él, Space Invaders llegó al mundo para desbancar al futbolín de mesa. El juego de las naves y los marcianitos, inventado por Nishikado Tomohiro, fue el equivalente a la primera gran huella geológica de un gran seísmo planetario que todo lo transformó, toda vez que inauguró la postura física y mental en la que el hombre del Siglo XXI pasa más tiempo: dedos en las teclas dando órdenes, ojos en la pantalla verificando resultados; el Zeitgeist de nuestra era, la imagen por excelencia del sapiens digital (mi propia imagen al momento de escribir este texto). Recuerdo el momento en que el Atari irrumpió en nuestra vida, en el verano del 83, cuando Pac-Man y los invasores espaciales se instalaron en nuestra casa de la Loma Larga. Sin embargo, la historia de mi vida contradice a Baricco. Si se hiciera una bitácora final de las horas ociosas de mi existencia dedicadas al futbolito o a cualquier clase de videojuego, la conclusión es que el futbolín gana por inmisericorde goleada. Ningún juego de Nintendo, Atari, Sega y similares ha podido hacer siquiera sombra al placer y la abstracción absoluta que me genera girar jugadores de madera que disputan una pelotita.Este futbolito de madera que me regalaron Carol e Iker por el Día del Padre, ha sido el mejor obsequio material que he recibido en mi vida adulta. Dice Baricco que “un futbolín no podía ser más que un futbolín” a diferencia del infinito menú de alternativas que ofrece un videojuego. El detalle es que el placer está precisamente en ello: un futbolín solo puede ser un futbolín y por eso mismo es perfecto y en la esfera de mis filias lúdicas nada puede superarlo. Leo esta Cartografía de la insurrección digital bautizada por Baricco simplemente como The Game, que nos lleva navegando por los continentes de la gran revolución digital. Baricco (el mismo que escribió Seda y Océano Mar) lo tiene claro: no solo cambiaron las reglas del juego, sino que cambió por completo el juego que jugamos. Cuando hago un inventario de las laptops, iPads, iPhones y dispositivos digitales diversos que hay en este hogar, me doy cuenta de que cuánta razón tiene el de Turín. Sí, lo digital rige nuestras vidas y sin embargo, hay una parte de mí que se aferra a la trinchera de la tradición: nunca he comprado un producto en Amazon y nunca he comprado un libro electrónico. Tampoco habrá artefacto digital por perfecto que sea (ni el FIFA 2030 o el FIFA 3000) que pueda arrancarme de mi perfecto y confortable futbolito de madera. ¿Me estás oyendo pinche Baricco?