Como no queriendo la cosa,
ayer se cumplieron 40 años de la muerte de Julio Cortázar. Sé, por lo que me
han contado, que la noticia de su muerte fue recibida con tremenda incredulidad
pero sobre todo con muchísima tristeza. Al mundo literario en verdad le dolió
la muerte de Julio, pues daba la sensación que a sus 69 años todavía le quedaba batería. Después
de casi una década de ausencia, Cortázar alcanzó a hacer un último viaje a
Buenos Aires en diciembre de 1983, cuando apenas le quedaban dos meses de vida.
La democracia acababa de volver a Argentina y Raúl Alfonsín estaba por asumir
como presidente. Hay quien dice que Julio ya intuía la inminencia de su muerte
y según narra Martín Caparrós, aquel inesperado viaje fue para despedirse de su
madre. Sin embargo, su correspondencia con amigos parece contradecir la teoría,
pues Julio derrochaba planes y tenía en agenda no pocos viajes, pero llegando
enero se empezó a sentir muy mal. En el 84 vivíamos todavía en un mundo cortazariano
y en los ecosistemas librescos todo mundo había leído Rayuela. Yo tenía nueve años de edad y mentiría si les
dijera que su muerte me conmocionó, pues entonces todavía me faltaban unos cuatro
añitos para toparme por primera vez con Casa tomada en El cuento
hispanoamericano, la antología compilada por Seymour Menton y seguir con La
continuidad de los parques. En cualquier caso, en los tiempos en que yo hacía
mis pininos en talleres literarios, Cortázar estaba entre las lecturas básicas
e ineludibles de todo aspirante a escritor. Creo que los setenteros fuimos todavía una generación
cronopia. Tal vez sea exagerado llamarlo autor generacional, pero era
imperdonable no haberlo leído (como imperdonable era no haber leído a José
Agustín). Corríjanme si me equivoco, pero me parece que los jóvenes escritores
de hoy se olvidaron de Cortázar. Los millenials alucinaron con Roberto Bolaño y
lo sobrevaloraron a niveles patológicos, pero dejaron de lado el mundo cortazariano.
Yo a Julio le entré por los
cuentos y llegué a su novela cumbre cuando era un joven reportero debutante en
El Norte. Leí Rayuela en las sierras del Sur de Nuevo León, cubriendo para El Norte
unos devastadores incendios. Me quedé una semana rolando entre Aramberri, Zaragoza
e Iturbide y Julio era mi compañero de viaje. Por eso Rayuela no me sabe a café
de Montmartre sino a huizache chamuscado. En cualquier caso, si tuviera que
salvar un solo libro de Cortázar para llevarme a un exilio a las Islas
Coronados (mis islas al mediodía), me quedo con los cuentos de Todos los fuegos
el fuego. Lo prescindible y lo peorcito de Julio (obvia decir) son sus escritos
políticos.
Paradójicamente, el más sentido homenaje narrativo
inspirado por la muerte de Cortázar, fue brindado por un sinaloense, Élmer Mendoza
Valenzuela en un cuento autobiográfico. En plena tarde de toros en la Plaza
México, Élmer se entera de la muerte de Julio y no puede contener el llanto. “…y no
vi salir al toro ni al torero recibirlo, pero sí vi el titular del periódico:
MURIÓ JULIO CORTÁZAR, y ay, cabrón, y quiero que me disculpes el exabrupto, ahí
sentí que me faltaban el piso el aire el amor la humanidad, que me faltaban
memoria futuro mis amigos. Me sentí vuelto mierda. Y jalé a Raúl. Raúl, ve lo
que dice ahí. ¿Por qué lloras? Murió Julio Cortázar, cabrón. ¿Te imaginas lo
que eso significa? Murió Cortázar, bato. Cortázar, loco, el autor del cuento
que te acabo de platicar
en la cantina”.