Eterno Retorno

Friday, December 28, 2007

Por siempre en nuestras almas
Morris
1992- La Eternidad

Un cuerpo muy pequeño para una personalidad tan grande. El código genético se equivocó: Nació con cuerpo de perrito, pero tenía el alma de un niño. Si alguien tuvo la osadía de considerarlo mascota, él jamás se enteró. Vivió, se comportó y se asumió siempre como un niño y así fue tratado siempre. No le hizo falta dominar el habla humana para establecer con nosotros la más estrecha comunicación que hemos sido capaces de entablar con un ser vivo. No sólo era capaz de leer nuestros pensamientos, sino que aplicaba la telepatía. No importaba que nuestros horarios se alteraran, pues él sabía siempre el momento exacto de nuestra llegada y conocía nuestro destino. Si salíamos a trabajar, nos despedía desde la escalera, pero si la salida era para divertirnos, entonces exigía ser llevado y sus deseos, he de admitirlo, solían ser leyes. Llegó al mundo el 3 de abril de 1992 en algún lugar del Sur de Monterrey y desde entonces se supo amado. Hiperactivo, goloso e infinitamente mimado, se dio a la tarea de seducirnos a todos e imponer su voluntad en toda circunstancia. Carolina lo tuvo en sus brazos desde que era un lactante. Yo lo conocí tres años después, en el verano de 1995 y mi primera impresión fue devastadora: Es bonito pero es simplemente insoportable y hace absolutamente lo que se le da la gana con la complacencia de todos. Lo que yo ignoraba ese verano, es que me casaría con su dueña (debo decir más bien su mamá, pues ¿quién era dueño de quién en realidad?) y que faltaban sólo cuatro años para que Morris estuviera a mi lado todas las noches.
Mitad maltés mitad french, ocupó el todo en nuestras vidas y su sitio durante los últimos nueve años fue en medio de los dos en la cama matrimonial, no en los píes por supuesto, sino bajo las cobijas y con la cabeza apoyada en la almohada. Aunque lo tenía y de sobra, a cada instante demandaba amor, atención y muestras de afecto. Bajo ninguna circunstancia toleró ser ignorado y fue más posesivo y celoso con Carol que un amante de novela romántica.
Un par de veces voló en avión la ruta Monterrey-Tijuana. La segunda llegó para quedarse y nunca volvió a su tierra natal. Lo suyo fue vivir la vida y sacarle jugo a sus placeres, aunque varias veces estuvo cerca de la muerte, algunas por su osadía y otras sin haberla ni temerla. En cualquier caso, Carolina siempre estuvo ahí para salvarlo.
El chocolate lo perdía hasta el delirio y sus amoríos fueron múltiples. Ni la vejez fue obstáculo para su compulsivo donjuanismo.

El ADN cometió la más aberrante injusticia al conceder a los perros un periodo tan corto de vida. Si hubiera un genio de la lámpara y me concediera sólo un deseo, hubiera pedido que viviera a la par nuestra, con un periodo humano. Con sus menos de cinco kilos tuvo un corazón de hierro y le sacó la lengua a la muerte. Se sabía amado, con razones de sobra para estar vivo y se aferró a la vida, aunque en los últimos meses fuimos nosotros quienes lo aferramos. Él ya quería marcharse y nosotros lo queríamos a nuestro lado. Se levantó contra todo pronóstico de una y otra recaída hasta hacernos creer en los milagros, pero a partir del pasado 30 de noviembre entró en una región límbica de donde ya no pudimos sacarlo. Cada día de diciembre significó bajar un peldaño. Cada una de estas heladas noches se fue en vela, con la lámpara permanentemente encendida y el corazón en un hilo, pensando que cada minuto podía ser el último.

Subió la cuesta y llegó al cumpleaños de Carolina, aunque ya sin poder caminar. Cada día se volvió un desafío, un océano tormentoso que debía cruzar, pero aún así llegó a la Navidad, su Navidad número 16 con la familia, la Navidad más triste de nuestras vidas. Estuve con él toda la tarde del 24. Nunca el brillo de los arbolitos fue tan lúgubre y jamás la música de los villancicos nos había parecido tan desoladora. La noche del 26 de diciembre la Muerte tocó a la puerta y por un interminable minuto creímos que se había ido, pero increíblemente volvió, de algún lugar del más allá volvió y nos hizo creer en los milagros. Gélida fue la mañana del 27 de diciembre. Las esperanzas se agotaban pero aún había un hilito de vida. Era la llamita de una vela en medio de una tormenta en océano oscuro. Y nos miraba, pese a todo nos miraba. El ritmo de sus ojos era el último vínculo, el único cable a tierra. Aquella mañana, en el consultorio de la doctora, lo tuve en mis brazos, con el suero intravenoso drenando los últimos vestigios de esperanza, pero por fortuna no se quedó ahí. Él siempre hizo su voluntad y su voluntad fue despedirse en casa y no en un hospital. Unos últimos minutos de relativa lucidez, una última salida al patio en donde a medias logró ponerse de píe, antes de volver a la cama. Y entonces sobrevino el Final, súbito, silencioso, entrando de puntitas al cuarto. A las 4:40 de la tarde su corazón se detuvo. Fue cuestión de segundos y lució lindo hasta en la Muerte. En su rostro había la paz de quien duerme un sueño plácido. Anoche fue nuestra última noche a su lado. Hoy por la mañana enfilamos rumbo a Ensenada, único sitio donde dimos con un crematorio para mascotas. La mañana era helada, azul, sin una nube en el cielo y el Pacífico brillaba. Nunca el camino a Ensenada había resultado tan infinitamente triste. Ayer nos despedimos de su alma. Hoy nos despedimos de su cuerpo y sólo nos quedarán por herencia las cenizas.
Terminó su agonía. Ahora empieza la nuestra. No, no nos tomó por sorpresa su fin, pero no por eso podemos resignarnos. Sí, fue una larga agonía, un sufrimiento alargado, pero no por ello lo sufrimos menos. Sí, es un descanso, pero el abismal vacío que ha quedado por herencia no podemos cubrirlo con nada.

Esta será nuestra primera noche sin él y la idea me aterra. Durante años fuimos tres en una cama. A partir de hoy sólo dormimos dos. La vida, mantenida como un suspiro dentro de ese cuerpo que fue luz en nuestras vidas, se ha ido. ¿Dónde estás esta noche? ¿En qué cielo debemos buscarte?

Monday, December 24, 2007

Escucho discos, invento que escribo, juego a que leo y, aunque usted no lo crea, estoy pendiente de la lavadora y la secadora. Hay ropa sucia que debo lavar en casa. Morris en su camita, durmiendo en esa región límbica de donde no ha salido en todo diciembre. Carol en su trabajo. En unas horas será la cena de Nochebuena. Comeré poco. Mi apetito se ha reducido a un pretexto. Soy la única persona que conozco capaz de perder kilos en Navidad. Podría beber un vaso de Jack o podría no beber nada. Luego de seis u ocho vasos de te, creo que mi sed está saciada. Soilwork, Stabbing the Drama, suena en las bocinas. Desde anoche comencé un maratón de discos que he tocado completos y en orden. Unreal Estate de Entombed, Once Only Imagine de The Agonist, My Arms your Hearse de Opeth, Dopethrone (vaya densidad de riffs) de Electric Wizard. Hoy desayuné con una recopilación de demos y rarezas de Cathedral, seguí con el Lunar Womb de The Obsessed, continué con el rarísimo y ultrapacheco Be de Pain of Salvation y ahora me deleito con Soilwork. Candlemass, Tiamat o My Dying Bride me están llamando. Cae la tarde. Las sombras se van dibujando en el patio y el frío poco a poco nos recuerda que aunque hubo un poco de Sol, él es el único rey del Invierno. Mi chamarra y mi sombrero cuelgan del respaldo de una silla. La pluma y la moleskine aguardando alertas el asalto de la fatal inspiración. Desde la pared las máscaras me contemplan. Seis en la pared de la escalera, tres en la del comedor. Africanas, europeas, cubanas, mexicanas. De madera, de barro, con rostros felinos o humanos. Su mirada omnipresente es parte del espíritu de esta casa. La primera máscara de la colección es auténticamente africana. Se la compramos a unos nigerianos en Roma en mayo de 2001. Así empezó todo. Después compramos otro par en La Habana. Luego Carol trajo una de Teotihuacan y fabricó otra con sus propias manos. A la mitad del Karlovamost, sobre el Río Moldava en Praga, compramos una máscara de león. El artesano dijo que era su cabalística última venta del día y nos regaló un calendario en checo. Las flores, casi siempre casablancas, son omnipresentes. Cuando en esta casa faltan flores, su espíritu empieza a marchitarse. Además de las primaverales casablancas, traje una maseta de nochebuenas por cierto compromiso con la época, mismas que han reemplazado las amarrillas hojas de noviembre. Justo a mi lado, en la pared que está a menos de un metro de donde escribo, los cuadros. El gaucho del bandoneón, el tenista jorobado, el alfil cornudo y el caballo galopante sobre el tablero. Aún no me queda claro quién fue el autor del jaque mate. Bajo la máscara, oculta entre la planta y el baúl, se asoma, justo frente a mí, la Jirafa. Surrealismo o deseos de evocar una selva del Congo en nuestra sala? La Jirafa es parte del alma de este hogar. And please let me die in solitude. Candlemass suena en las bocinas y la oscuridad poco a poco lo invade todo. This was the last night of my life. Carajo, quieres tocar el soundtrack de mis pensamientos y mi estado de ánimo actual? Pon un disco de Candlemass y entenderás lo que hay adentro de esta cabeza. I,m at the Gallows End. Carajo, quién más se pasa la víspera de la Nochebuena escuchando Doom. La Condena. No hay dentro de la música pesada un género tan introspectivo. Envuelta en la fuerza e infinita tristeza de estos riffs tu mente desciende a las tinieblas.
Atardeceres con luz de epílogo. Retorno, Eterno Retorno. El Sol de un diciembre mentiroso está agonizante. Hubiera deseado ser cazador furtivo, pero el deseo, el demonio que no duerme ni se pliega a mis ideas, se burla de mí. Es cierto Kureishi: El deseo es el anarquista primigenio. El primer agente secreto.

Killing the Dragon

Los dragones no han vuelto. Me cuentan que alguno arrojó al cielo su última llamarada cuando sintió las hachas del populacho desgarrando su vientre. Dicen que ese día se consumó su extinción y hoy hay quien se atreve a afirmar que nunca existieron, que las alas, las escamas, los cuernos y hasta nuestra carne quemada por su lumbre fue producto de una alucinación. (Inspirada ahora mismo por la camisa del Killing the Dragon de DIO que llevo puesta)

(Si volvieran los dragones cantó Fito)

Hubo un tiempo en que fui….pero ese tiempo no lo es más.

Fue entonces cuando la historia se volvió idéntica a sí misma. Aferrado como estoy a la rama, no puedo precisar si han transcurrido un par de días o tres mil…la tolerancia puede convertirse en un hábito pernicioso.

Cualquier avance en la conquista de eso que llaman sabiduría, requiere (dice Hannif) una dosis de impudor.

Buscas dioses que te rediman, buscas bautizos, buscas realizarte, consagrarte. Buscas que el ascetismo te ilumine o esperas acaso que planchando tu tarjeta en las tiendas sandieguinas encuentres algo más o menos parecido al placer. Buscas y juras que te bastas a ti mismo, que tu mayor placer es la autosatisfacción intelectual. Déjate de chingaderas y admite de una buena vez por todas que el alivio sexual es el mayor grado de misticismo y el único alivio que la mayoría de la gente puede alcanzar.

El deseo me hace reír, porque nos convierte a todos en idiotas. Cuánta razón tienes Hannif.

Hay pocos instrumentos más exquisitos que una pluma deslizándose sobre un papel de calidad como un dedo sobre una piel joven.



Alguna Navidad, muchos diciembres después, recordarás la tarde del 24 de diciembre de 1987, cuando caminaste por Calzada San Pedro (llevabas una sudadera roja con cierto escudo dorado en el centro) cruzaste el Puente Miravalle y aferrabas a tus manos una navaja (era una navaja?) e inventaste un amor, porque a esa edad era necesario inventarse uno.

Algún día, muchos diciembres después (si es que en los territorios del Apocalipsis Now Total caben muchos diciembres) te acordarás de la tarde que pasaste en casa, la menos fría en muchas semanas, sin una nube en el cielo, con el monstruo magnético en las bocinas , el arbolito encendido, un te helado en el vaso y las casablancas a medio abrir. Algún día recordarás que esta fue una de las últimas tardes que pasaste con Morris.

El Infierno llega en entregas y lo vas pagando en cómodas mensualidades. El Infierno te es administrado primero en microdosis, una cosita de nada, apenas lo necesario para dejar de ver las puertas siempre abiertas de tu cárcel. La dosis aumenta gradualmente, cada vez más y hoy tu cuerpo está lleno de Infierno. I,m full of Hell.

De trenes y muertos

A lo largo de mi vida he visto muchos, muchísimos cadáveres. El comentario resulta una obviedad tomando en cuenta que soy reportero en Tijuana. Sin embargo, desde que era un mocoso (y ni en pesadillas podía intuir mi caída en los pantanos sin salida del periodismo) la casualidad me ponía cerca de los muertos. Acaso porque viví cerca de sitios donde ocurrían accidentes, aunque Carolina me diría (basada en Hellinger?) que en el mundo no hay casualidades y hasta los accidentes reflejan nuestra voluntad y deseo. Deseaba yo ver muertos? El caso es que los cadáveres suelen llamarme.
El primer muerto fue el viejito de la basura. Bueno, el primer muerto fue en realidad pedazos de muerto o lo que puede quedar de una humanidad enclenque cuando un tren carguero te pasa por encima. Crecí frente a las vías del tren, donde Monterrey iba acabando y comenzaba la carretera a Saltillo. En mi infancia me volví experto en ferrocarriles. No sólo conocía sus horarios, sino que reconocía el sonido de cada máquina. Hoy en día me cuesta trabajo creer que insomne como soy, haya dormido tan deliciosamente en el ardiente verano regiomontano con el retumbar de trenes que pasaban a unos metros de mi cuarto. El Regiomontano pasaba casi puntualmente a las seis de la tarde (puedes creerlo o no, pero los trenes de pasajeros mexicanos no eran tan impuntuales como dice la leyenda negra) Después viajé algunas veces a México en el Regiomontano, lo cual fue un anhelo cumplido, pero eso es otra historia, pues estábamos en los trenes y, por favor no lo olviden, en los muertos. Frente a la casa pasaba una máquina vieja, casi siempre a las tres de la tarde. Esa máquina me intranquilizaba, por no hablar del franco terror que me producía. La intuía como una suerte de heraldo negro, un fantasma anunciante de tragedias. Era una máquina chica, cuadrada y ruidosa que hoy en día debe yacer en un cementerio de Ferrocarriles Nacionales. Ignoro de dónde partía el miedo, pero debo confesarles que desde chico fui terriblemente supersticioso. Muy racional, muy ateo, pero hasta la fecha normo mi vida por presagios e intuiciones generadas por los signos más absurdos e inverosímiles. De chico era mucho peor. Había horas del día, sonidos, canciones, lugares de la ciudad que acarreaban consigo malos presagios. Pero no estábamos hablando de mis supersticiones (que aún padezco bastantes) sino de la máquina vieja y si llegamos a la máquina vieja, fue porque hablábamos de los trenes que pasaban frente a la casa y si hablábamos de los trenes que pasaban frente a la casa, fue porque uno de ellos despedazó al viejito de la basura. Uno de los acontecimientos más emocionantes de mi vida, emocionante por atípico, era que un tren se parara justo frente a mi casa. Yo solía salir a la terraza cuando pasaban los trenes (únicamente me escondía cuando pasaba la máquina vieja) La misma terraza desde la cual, en un día (supongo) de 1951, mi Abuela vio en vivo y en palco privilegiado un choque de trenes. Un carguero contra un tren de pasajeros que según entiendo causó decenas de muertos y pasó a la historia como la mayor tragedia ferroviaria de Monterrey. Viví frente a las vías del tren desde 1974 hasta 1982 y acudí con regularidad a esa casa hasta el día en que fue derrumbada en 1992 (hoy en día hay un hospital en ese lugar) y jamás vi un choque de trenes como el que tantas veces me contó mi abuela. Tal vez mi oscuro deseo inconfesable era algún día ver un choque así (aunque allá por 1995, un camión de la antierótica Ruta 69 en el que yo viajaba, estuvo a centímetros de estamparse contra la máquina) pero no, jamás tuve el privilegio de ver en vivo semejante cataclismo. Lo que sí pude ver, y a muy temprana edad, fue lo que queda de un hombre embestido por mil toneladas de acero. El viejito de la basura pasaba regularmente por nuestra casa con una carretilla. Aunque no lo recuerdo tan sucio como un pepenador, supongo que su modus vivendi eran los desperdicios. No estoy seguro si era cartonero (y es que esa época aún no llegaban a México las latas de Coca Cola) o si le sacaba algún provecho a cualquier tipo de basura. Sólo recuerdo que era muy anciano y algo me dice que era simpático conmigo. La cuestión es que esa tarde el tren se detuvo a la hora fatídica, las tres de la tarde. La carretilla del anciano, su herramienta de sustento, había quedado atorada entre los rieles y él intentó rescatarla hasta el último momento. Nosotros ignorábamos lo que había sucedido. Si hubiéramos sabido que íbamos a toparnos con pedazos de tórax y extremidades desparramadas, sin duda Jos no me hubiera llevado. Pero salimos, cruzamos a píe la carretera que nos separaba de las vías y algún rincón de mi subconsciente me dice que eso que ví era una cabeza aplastada y un pedazo de pierna, sangre, jirones de piel y ropa. El viejito de la basura fue el primer muerto. Después vería muchos más. Una noche del verano de 1986, en plena euforia mundialista, estaba yo en nuestro departamento de Avenida Vasconcelos viendo la repetición del Francia vs Italia (los galos de Platini despacharon 2-0 en el estadio de Pumas a los campeones de Conti y Altobelli) cuando escuché el desesperado chillar de frenos que antecede al retumbar de las carrocerías impactadas. Vasconcelos siempre ha sido mortífera, pero ese crucero era el triángulo sampetrino de las Bermudas. Salí corriendo y fui de los primeros curiosos en llegar a ver a un hombre despanzurrado entre volante y tablero. El copiloto yacía con la roja cara cubierta por los restos del parabrisas pulverizado. Después vi más muertos. Atropellados, en mas choques, un infartado que rodó escaleras abajo en el edificio de Correos. Y después me hice reportero. Mi primer ejecutado lo recuerdo muy bien, pues los sicarios decidieron acabar con su vida en un sitio de esos que son material de postal regia y son visitados por miles de hambrientos turistas: El Rey del Cabrito. Yo estaba en Palacio Municipal, poniéndole marca personal al corruptísimo alcalde Chema Elizondo, cuando se escucharon los plomazos. Cuando has escuchado el traquetear de una ametralladora, nunca volverás a confundirlo con cohetes. Salimos corriendo (al Palacio Municipal regio y al Rey del Cabrito sólo los separa el Museo Marco) y ahí estaba en el estacionamiento, con los brazos en cruz, sobre su respectivo charco rojo. El sombrero texano voló varios metros. Era un ganadero y murió con la panza llena, pues cuando lo mataron iba saliendo del restaurante. Era 1998 y en Monterrey los ejecutados no eran todavía tan comunes como ahora (el último, creo, había sido Polo del Real, asesinado en el café Florian en 1996) Algún periódico amarillista cabeceó: “Como en Tijuana” y los tijuanenses, doy por hecho, se enfurecieron. Después llegaron más muertos. Dos atropellados: un anciano en Pino Suárez y una viejita en Ruiz Cortinez. Recuerdo un suicidado en San Bernabé. Era un joven, no más de 20. Se colgó en su cuarto. Los ahorcados se tornan púrpuras y los ojos parecen salir de sus órbitas. Esos muertos fueron en Monterrey. Luego me fui a Tijuana y los cuerpos desfilaron en cascada, pero esa es oootra historia.

Sunday, December 23, 2007

Esta Navidad soy el único de los Salinas Basave que está en territorio nacional (si es que a Baja California se le puede considerar parte de la nación) Ana y Elisa en Francia y mis padres y Adrián en Boston. Yo, celebrando mi décima Navidad consecutiva en sweet home Rosarito, hogar de la langosta enfrijolada, los policías mafiosos (¿no es pleonasmo?) y los sicarios decapitadores.

Hace 21 años, el 20 de diciembre de 1986, cuando Elisa y Adrián aún no venían al mundo, emprendimos una travesía a Boston llena de contratiempos aeroportuarios. Fue mi primera Navidad con nieve. Hace 11 años, un 20 de diciembre de 1996, hice la ruta opuesta y arribé a Monterrey tras una travesía por tierra en Greyhound desde Boston (con paradas estratégicas en NYC, DC y New Orleans) Un día después Tigres se coronaba campeón de la Primera A batiendo al Atlético Hidalgo. En el helado diciembre de 1998 celebré mi primera Navidad bajacaliforniana y desde entonces no me he movido de aquí. Mis navidades se han vuelto rituales y no podría distinguir una de otra. De entrada celebro el cumpleaños de un dios en el que no creo, por lo que en términos espirituales esta fecha no significa un carajo para mí. Me acuesto temprano y bebo poco, pues al día siguiente siempre estoy trabajando. Invariablemente descanso en fin de año (laboralmente conviene mucho más)

Nuevos discos musicalizan mi Navidad. Mi amigo secreto me regaló en el intercambio el Unreal Estate de Entombed, un concierto ballet con la real Academia de Danza de Suecia. Debe a haber sido una noche inolvidable, ballet clásico a ritmo de Death Metal. Entombed suena soberbio en ese concierto. También escucho el Lord of Light de Hawkwind, la banda de donde corrieron por anfeto a Lemmy allá por 1974 y me he hecho del Once Only Imagined de The Agonist, banda canadiense de death-core con una bellísma cantante llamada Alissa que grita a lo Arch Enemy, pero con mensaje político-ecológico. Leo un chingo de libros a la vez, trabajo reportajes con desorden extremo al cuarto para las doce y aún así los publico a tiempo. Duermo poco, poquísimo y me levanto por gusto antes del amanecer.

Antes de que termine el 2007 quiero caminar mucho por la playa y beberme un buen malbec, brindar por una larga etapa de nuestras vidas que irremediablemente se nos va y prepararme para comer mi caldo de tripas corazón.

La Navidad más sobria, estoica y sacrificada de mi vida parece tener prisa por pasar tan rápida y desapercibida como le sea posible. Si me han de matar mañana, que me maten de una vez y si la Muerte ha de llegar, mejor que llegue temprano. Bienvenido el Apocalipsis 2008. Morris aún vive y celebrará su Navidad número 16 con la familia. Ese es sin duda nuestro mejor regalo.