Por siempre en nuestras almas
Morris
1992- La Eternidad
Un cuerpo muy pequeño para una personalidad tan grande. El código genético se equivocó: Nació con cuerpo de perrito, pero tenía el alma de un niño. Si alguien tuvo la osadía de considerarlo mascota, él jamás se enteró. Vivió, se comportó y se asumió siempre como un niño y así fue tratado siempre. No le hizo falta dominar el habla humana para establecer con nosotros la más estrecha comunicación que hemos sido capaces de entablar con un ser vivo. No sólo era capaz de leer nuestros pensamientos, sino que aplicaba la telepatía. No importaba que nuestros horarios se alteraran, pues él sabía siempre el momento exacto de nuestra llegada y conocía nuestro destino. Si salíamos a trabajar, nos despedía desde la escalera, pero si la salida era para divertirnos, entonces exigía ser llevado y sus deseos, he de admitirlo, solían ser leyes. Llegó al mundo el 3 de abril de 1992 en algún lugar del Sur de Monterrey y desde entonces se supo amado. Hiperactivo, goloso e infinitamente mimado, se dio a la tarea de seducirnos a todos e imponer su voluntad en toda circunstancia. Carolina lo tuvo en sus brazos desde que era un lactante. Yo lo conocí tres años después, en el verano de 1995 y mi primera impresión fue devastadora: Es bonito pero es simplemente insoportable y hace absolutamente lo que se le da la gana con la complacencia de todos. Lo que yo ignoraba ese verano, es que me casaría con su dueña (debo decir más bien su mamá, pues ¿quién era dueño de quién en realidad?) y que faltaban sólo cuatro años para que Morris estuviera a mi lado todas las noches.
Mitad maltés mitad french, ocupó el todo en nuestras vidas y su sitio durante los últimos nueve años fue en medio de los dos en la cama matrimonial, no en los píes por supuesto, sino bajo las cobijas y con la cabeza apoyada en la almohada. Aunque lo tenía y de sobra, a cada instante demandaba amor, atención y muestras de afecto. Bajo ninguna circunstancia toleró ser ignorado y fue más posesivo y celoso con Carol que un amante de novela romántica.
Un par de veces voló en avión la ruta Monterrey-Tijuana. La segunda llegó para quedarse y nunca volvió a su tierra natal. Lo suyo fue vivir la vida y sacarle jugo a sus placeres, aunque varias veces estuvo cerca de la muerte, algunas por su osadía y otras sin haberla ni temerla. En cualquier caso, Carolina siempre estuvo ahí para salvarlo.
El chocolate lo perdía hasta el delirio y sus amoríos fueron múltiples. Ni la vejez fue obstáculo para su compulsivo donjuanismo.
El ADN cometió la más aberrante injusticia al conceder a los perros un periodo tan corto de vida. Si hubiera un genio de la lámpara y me concediera sólo un deseo, hubiera pedido que viviera a la par nuestra, con un periodo humano. Con sus menos de cinco kilos tuvo un corazón de hierro y le sacó la lengua a la muerte. Se sabía amado, con razones de sobra para estar vivo y se aferró a la vida, aunque en los últimos meses fuimos nosotros quienes lo aferramos. Él ya quería marcharse y nosotros lo queríamos a nuestro lado. Se levantó contra todo pronóstico de una y otra recaída hasta hacernos creer en los milagros, pero a partir del pasado 30 de noviembre entró en una región límbica de donde ya no pudimos sacarlo. Cada día de diciembre significó bajar un peldaño. Cada una de estas heladas noches se fue en vela, con la lámpara permanentemente encendida y el corazón en un hilo, pensando que cada minuto podía ser el último.
Subió la cuesta y llegó al cumpleaños de Carolina, aunque ya sin poder caminar. Cada día se volvió un desafío, un océano tormentoso que debía cruzar, pero aún así llegó a la Navidad, su Navidad número 16 con la familia, la Navidad más triste de nuestras vidas. Estuve con él toda la tarde del 24. Nunca el brillo de los arbolitos fue tan lúgubre y jamás la música de los villancicos nos había parecido tan desoladora. La noche del 26 de diciembre la Muerte tocó a la puerta y por un interminable minuto creímos que se había ido, pero increíblemente volvió, de algún lugar del más allá volvió y nos hizo creer en los milagros. Gélida fue la mañana del 27 de diciembre. Las esperanzas se agotaban pero aún había un hilito de vida. Era la llamita de una vela en medio de una tormenta en océano oscuro. Y nos miraba, pese a todo nos miraba. El ritmo de sus ojos era el último vínculo, el único cable a tierra. Aquella mañana, en el consultorio de la doctora, lo tuve en mis brazos, con el suero intravenoso drenando los últimos vestigios de esperanza, pero por fortuna no se quedó ahí. Él siempre hizo su voluntad y su voluntad fue despedirse en casa y no en un hospital. Unos últimos minutos de relativa lucidez, una última salida al patio en donde a medias logró ponerse de píe, antes de volver a la cama. Y entonces sobrevino el Final, súbito, silencioso, entrando de puntitas al cuarto. A las 4:40 de la tarde su corazón se detuvo. Fue cuestión de segundos y lució lindo hasta en la Muerte. En su rostro había la paz de quien duerme un sueño plácido. Anoche fue nuestra última noche a su lado. Hoy por la mañana enfilamos rumbo a Ensenada, único sitio donde dimos con un crematorio para mascotas. La mañana era helada, azul, sin una nube en el cielo y el Pacífico brillaba. Nunca el camino a Ensenada había resultado tan infinitamente triste. Ayer nos despedimos de su alma. Hoy nos despedimos de su cuerpo y sólo nos quedarán por herencia las cenizas.
Terminó su agonía. Ahora empieza la nuestra. No, no nos tomó por sorpresa su fin, pero no por eso podemos resignarnos. Sí, fue una larga agonía, un sufrimiento alargado, pero no por ello lo sufrimos menos. Sí, es un descanso, pero el abismal vacío que ha quedado por herencia no podemos cubrirlo con nada.
Esta será nuestra primera noche sin él y la idea me aterra. Durante años fuimos tres en una cama. A partir de hoy sólo dormimos dos. La vida, mantenida como un suspiro dentro de ese cuerpo que fue luz en nuestras vidas, se ha ido. ¿Dónde estás esta noche? ¿En qué cielo debemos buscarte?
Morris
1992- La Eternidad
Un cuerpo muy pequeño para una personalidad tan grande. El código genético se equivocó: Nació con cuerpo de perrito, pero tenía el alma de un niño. Si alguien tuvo la osadía de considerarlo mascota, él jamás se enteró. Vivió, se comportó y se asumió siempre como un niño y así fue tratado siempre. No le hizo falta dominar el habla humana para establecer con nosotros la más estrecha comunicación que hemos sido capaces de entablar con un ser vivo. No sólo era capaz de leer nuestros pensamientos, sino que aplicaba la telepatía. No importaba que nuestros horarios se alteraran, pues él sabía siempre el momento exacto de nuestra llegada y conocía nuestro destino. Si salíamos a trabajar, nos despedía desde la escalera, pero si la salida era para divertirnos, entonces exigía ser llevado y sus deseos, he de admitirlo, solían ser leyes. Llegó al mundo el 3 de abril de 1992 en algún lugar del Sur de Monterrey y desde entonces se supo amado. Hiperactivo, goloso e infinitamente mimado, se dio a la tarea de seducirnos a todos e imponer su voluntad en toda circunstancia. Carolina lo tuvo en sus brazos desde que era un lactante. Yo lo conocí tres años después, en el verano de 1995 y mi primera impresión fue devastadora: Es bonito pero es simplemente insoportable y hace absolutamente lo que se le da la gana con la complacencia de todos. Lo que yo ignoraba ese verano, es que me casaría con su dueña (debo decir más bien su mamá, pues ¿quién era dueño de quién en realidad?) y que faltaban sólo cuatro años para que Morris estuviera a mi lado todas las noches.
Mitad maltés mitad french, ocupó el todo en nuestras vidas y su sitio durante los últimos nueve años fue en medio de los dos en la cama matrimonial, no en los píes por supuesto, sino bajo las cobijas y con la cabeza apoyada en la almohada. Aunque lo tenía y de sobra, a cada instante demandaba amor, atención y muestras de afecto. Bajo ninguna circunstancia toleró ser ignorado y fue más posesivo y celoso con Carol que un amante de novela romántica.
Un par de veces voló en avión la ruta Monterrey-Tijuana. La segunda llegó para quedarse y nunca volvió a su tierra natal. Lo suyo fue vivir la vida y sacarle jugo a sus placeres, aunque varias veces estuvo cerca de la muerte, algunas por su osadía y otras sin haberla ni temerla. En cualquier caso, Carolina siempre estuvo ahí para salvarlo.
El chocolate lo perdía hasta el delirio y sus amoríos fueron múltiples. Ni la vejez fue obstáculo para su compulsivo donjuanismo.
El ADN cometió la más aberrante injusticia al conceder a los perros un periodo tan corto de vida. Si hubiera un genio de la lámpara y me concediera sólo un deseo, hubiera pedido que viviera a la par nuestra, con un periodo humano. Con sus menos de cinco kilos tuvo un corazón de hierro y le sacó la lengua a la muerte. Se sabía amado, con razones de sobra para estar vivo y se aferró a la vida, aunque en los últimos meses fuimos nosotros quienes lo aferramos. Él ya quería marcharse y nosotros lo queríamos a nuestro lado. Se levantó contra todo pronóstico de una y otra recaída hasta hacernos creer en los milagros, pero a partir del pasado 30 de noviembre entró en una región límbica de donde ya no pudimos sacarlo. Cada día de diciembre significó bajar un peldaño. Cada una de estas heladas noches se fue en vela, con la lámpara permanentemente encendida y el corazón en un hilo, pensando que cada minuto podía ser el último.
Subió la cuesta y llegó al cumpleaños de Carolina, aunque ya sin poder caminar. Cada día se volvió un desafío, un océano tormentoso que debía cruzar, pero aún así llegó a la Navidad, su Navidad número 16 con la familia, la Navidad más triste de nuestras vidas. Estuve con él toda la tarde del 24. Nunca el brillo de los arbolitos fue tan lúgubre y jamás la música de los villancicos nos había parecido tan desoladora. La noche del 26 de diciembre la Muerte tocó a la puerta y por un interminable minuto creímos que se había ido, pero increíblemente volvió, de algún lugar del más allá volvió y nos hizo creer en los milagros. Gélida fue la mañana del 27 de diciembre. Las esperanzas se agotaban pero aún había un hilito de vida. Era la llamita de una vela en medio de una tormenta en océano oscuro. Y nos miraba, pese a todo nos miraba. El ritmo de sus ojos era el último vínculo, el único cable a tierra. Aquella mañana, en el consultorio de la doctora, lo tuve en mis brazos, con el suero intravenoso drenando los últimos vestigios de esperanza, pero por fortuna no se quedó ahí. Él siempre hizo su voluntad y su voluntad fue despedirse en casa y no en un hospital. Unos últimos minutos de relativa lucidez, una última salida al patio en donde a medias logró ponerse de píe, antes de volver a la cama. Y entonces sobrevino el Final, súbito, silencioso, entrando de puntitas al cuarto. A las 4:40 de la tarde su corazón se detuvo. Fue cuestión de segundos y lució lindo hasta en la Muerte. En su rostro había la paz de quien duerme un sueño plácido. Anoche fue nuestra última noche a su lado. Hoy por la mañana enfilamos rumbo a Ensenada, único sitio donde dimos con un crematorio para mascotas. La mañana era helada, azul, sin una nube en el cielo y el Pacífico brillaba. Nunca el camino a Ensenada había resultado tan infinitamente triste. Ayer nos despedimos de su alma. Hoy nos despedimos de su cuerpo y sólo nos quedarán por herencia las cenizas.
Terminó su agonía. Ahora empieza la nuestra. No, no nos tomó por sorpresa su fin, pero no por eso podemos resignarnos. Sí, fue una larga agonía, un sufrimiento alargado, pero no por ello lo sufrimos menos. Sí, es un descanso, pero el abismal vacío que ha quedado por herencia no podemos cubrirlo con nada.
Esta será nuestra primera noche sin él y la idea me aterra. Durante años fuimos tres en una cama. A partir de hoy sólo dormimos dos. La vida, mantenida como un suspiro dentro de ese cuerpo que fue luz en nuestras vidas, se ha ido. ¿Dónde estás esta noche? ¿En qué cielo debemos buscarte?