Eterno Retorno

Friday, September 18, 2009

A veces al Pacífico le da por llevarse pesado conmigo. Sí, soy su amigo, su fiel admirador y me dedico a promover por el mundo la belleza de sus atardeceres, pero igual a este mar rebelde le da por jugar bromas rudas de vez en cuando y el pasado 15 de septiembre me jugó una de aquellas.

Claro, justo es recordar que el asunto no es nuevo y que no es la primera vez que este vecino me da una desconocida. Este mar es como esos perros que se fingen cariñosos y en el momento menos pensado te tiran una mordida. Así es el Pacífico. Si alguna vez he estado cerca de la muerte ha sido en sus aguas. Siendo niño, las olas me revolcaron en Mazatlán y fue mi padre el que me salvó en aquella ocasión. Era 1982, meses antes de la devaluación lopezportillesca. Pero si alguna vez en mi vida he sentido que me voy de este mundo fue en agosto de 1993, en la playa de Zicatela, en Puerto Escondido, Oaxaca. Aquella vez el Pacífico me revolcó y me arrastró en forma cruel. Por primera y acaso única vez en toda mi existencia, tuve conciencia de que había perdido la batalla. La costa se veía cada vez más lejos, yo estaba perdiendo la fuerza y la esperanza e irremediablemente me ahogaba. Fue gracias a la ayuda de un providencial pescador que logré salir de ahí.

Pese a ello, yo le sigo teniendo cariño a este desalmado océano y como la burra al maíz, cada que puedo me doy una escapada a sus aguas. La del martes parecía ser la tarde perfecta. Salí temprano del trabajo en medio de un atardecer sabroso, así que fui a aprovechar los últimos vestigios del verano, pero el 15 de septiembre el Pacífico estaba encabronado. Tal vez estaría preparando su grito de Independencia o acaso habría tomado unos tequilas, pero el caso es que el marecito andaba en plan de mírame y no me toques. Yo, imprudente, no fui capaz de medir la magnitud de sus pocas pulgas y ahí me tienes nadando en sus aguas la tarde del 15 de septiembre. A veces uno comete acciones suicidas y ese atardecer cometí una de ellas. Hay en la playa de Baja Malibú algunas rocas que me sirven como asiento. Una de ellas se encuentra muy cerca de la orilla y tradicionalmente, cuando la marea está baja, el agua apenas la baña por los costados. Sin embargo, la tarde del martes la marea estaba particularmente alta y la roca estaba casi totalmente cubierta. Apenas sobresalía un bordecito en la superficie y yo tuve la estúpida idea de irme a sentar ahí. Jamás lo hubiera hecho. No llevaba un minuto subido en la roca cuando una ola furiosa cayó sobre mí. Lo peor fue que en su furia, la ola me hizo rodar por la roca hasta caer al agua. La superficie de esas rocas no suele ser de nalga de princesa o rostro de crema Nivea. Atiborradas de almejas, choros y de más moluscos que son la delicia de las gaviotas, esas piedras no son el mejor sitio del mundo para ser tallado con la fuerza del océano. Caí revolcado al agua y tal vez por el efecto anestésico de la adrenalina, tardé en reparar en mi lamentable estado. Mi lado derecho, llámese costado, espalda, brazo y mano, era un sangrerío. También había heridas en la pantorrilla y dedos del píe. Para acabar de joder el asunto, las llaves de mi casa, que según yo estaban seguras en la bolsa del traje de baño, fueron tomadas prestadas por el ambicioso mar.

Ahí estaba yo en la playa, puteado, sangrante y sin llaves para entrar a la casa. Por fortuna había dejado un libro y 50 pesos en la arena. No me restó más que comprar unas cervezas y ponerme a leer mientras el Sol de septiembre se ocultaba tras las Islas Coronado. Carolina retornó del trabajo al anochecer y me encontró hecho una porquería en el jardín de la casa. Aún así, justo sería agradecerle a Neptuno, dios de los mares, el haber sido considerado conmigo. Si yo hubiera estado parado y no sentado en la roca al momento en que cayó la furiosa ola, lo más probable es que hubiera caído como tabla golpeándome la cabeza contra uno de los bordes. Sí, tal vez en un mal día el Pacífico me habría jugado la más pesada de sus bromas, acaso la última, y la marea me habría arrojado verde e hinchado allá por los rumbos de Imperial Beach. El mar se lleva pesado, pero no me mata. Por fortuna, todo quedó en una anécdota para contarle a Iker Santiago.

Además, justo es recordar que el Día de la Independencia suele ser para mí una ceremonia de sangre y dolor. Dos de mis tatuajes fueron hechos en esta fecha. Parece ser que el mar quiso contribuir en esta loable labor de agarrar mi cuerpo de pizarrón.

Tuesday, September 15, 2009

Me gustaría poder realizar una pretemporada para la paternidad. Cuando los equipos van a enfrentar un largo torneo o una competencia de alto rendimiento, se preparan realizando una pretemporada con afán de estar física, mental y espiritualmente al punto. Si todo va bien, dentro de diez semanas nuestra vida dará el giro más radical de toda nuestra historia y me gustaría poder estar al 100% para darle al señor Iker Santiago la bienvenida que se merece y no hacerlo padecer las torpezas de un padre inexperto. Siendo adolescente me tocó cuidar a mis hermanos y puedo decir que estaba demasiado habituado a la convivencia con bebés. En 1996 trabajé en la guardería Peace of Mind Day Care en Littletton, Massachussets en donde acabé demasiado bien entrenado para atender las necesidades de los pequeños. Pero desde un tiempo para acá, digamos en los últimos doce o trece años, llevo una existencia demasiado adulta. Estoy absolutamente desencanchado. Ser padre es el oficio más intenso y con mayor nivel de responsabilidad que tiene la existencia humana y nadie nos prepara para ello.

Monday, September 14, 2009

Dentro del santoral de la mitología histórica mexicana, ningún capítulo tan rimbombante como el de los Niños Héroes. Lo nuestro, ya lo sabemos, no es historiografía sino pastorela, pandemonio mitológico. No es, por cierto, falta de historiadores o testimonios lo que adolecemos, pues sabemos perfectamente lo que ocurrió en 1847. Sucede que lo nuestro es transformar cada desgracia nacional en poema épico, en declamación de asamblea.
El néctar de nuestros mitos yace en la falsa imagen de Juan Escutia arrojándose al vacío envuelto en el lábaro patrio. Ahí se resume nuestra cursilona concepción de la historia. Un suicidio ritual, que ni siquiera ocurrió, es lo que exaltamos ante los niños como máximo símbolo de valores patrios. Usted, general Duarte Mújica ¿exhortaría a un niño a suicidarse para evitar la profanación de una bandera? Un adolescente, en la flor de la existencia, con todo el futuro por delante, prefiere quitarse la vida antes que ver mancillado un símbolo nacional. Eso es patriotismo según nuestro cursi poema de asamblea.
Ojo, el pretendido y exaltado sacrificio de Juan Escutia no tiene ni siquiera un fin práctico. Con su muerte no logra rechazar al invasor o evitar que tomen el Castillo de Chapultepec. Vaya, ni siquiera les causa una baja o hiere algún gringuito. No; se trata de un simple símbolo: que el invasor no toque con su mano impura un trapo sagrado. El objeto elevado a divinidad. La tela tricolor transformada en piel de Dios. El Castillo de todas formas es tomado y a lo largo de cinco meses ondea en él la bandera de las barras y las estrellas. Estados Unidos nos invadió, nos pulverizó y nos mutiló el territorio. Pudo haberse quedado con el país entero y nadie le hubiera opuesto resistencia. En 1847, con un estado mexicano recién nacido, que un día amanecía federalista, se acostaba centralista y en la madrugada padecía delirios monárquicos, era difícil tener un sentimiento de identidad nacional.

De toda la guerra 1846-1848, la única batalla en donde las fuerzas mexicanas opusieron resistencia fue en la Angostura e igual abandonamos el campo. También vale la pena destacar al batallón de San Patricio y la católica solidaridad de los irlandeses, o la batalla de Molino del Rey o el martirio del Batallón de San Blas. En Chapultepec murieron cientos de combatientes, no únicamente seis muchachos. Juan Escutia, que ni siquiera era un cadete, fue uno de tantos muertos y cayó abatido por las balas, como todos los demás. Lo del suicidio ritual, está comprobado, fue una falacia, una construcción adecuada a posteriori. Por supuesto, la historia oficial jamás habla de ese niño héroe llamado Miguel Miramón que fue herido en el Castillo de Chapultepec y sobrevivió, para convertirse en el presidente más joven del país y prestar grandes servicios a la patria desde su católica concepción. Miramón, tan héroe como Escutia, Melgar o Montes de Oca, está condenado a ser un traidor.

Aún recuerdo mi salón de clases en la primaria. La estampa de los Niños Héroes era infaltable en el mes patrio y todos los niños mexicanos debimos aprendernos los nombres de seis cadetes. En la estampa se veían sus seis caras y en el centro aparecía la imagen de Escutia cayendo por el barranco envuelto en la bandera. Sí, sabemos que todo esto es ficción, realismo mágico patriotero adaptado para poema y sin embargo miles de funcionarios en todo México siguen repitiendo cada 13 de septiembre esta letanía y cada 15 de septiembre gritan “Viva México” y no “Viva Fernando VII” como grito Hidalgo la mañana del día 16 en Dolores y seguirán exaltando valores cívicos y exhortarán a la juventud a seguir los pasos de personajes que desconocen absolutamente, pues al funcionario promedio le vale un carajo la historia.

Ayer domingo acudí temprano al campo militar para presenciar la máxima liturgia castrense de nuestro México. En las mañanas suelo ser más susceptible, pues a esa hora tengo destapada la válvula de la asimilación. Las cosas adquieren una intensidad extrema. “El clarín de guerra rompió el silencio de la mañana y una descarga de salvas al aire retumbó al píe de la gran Bandera Nacional en honor de los cadetes que ofrendaron la vida en defensa de la patria el 13 de septiembre de 1847”. Eso escribió mi otro yo, el tipo ese que se gana la vida y piensa mantener a su hijo redactando una historia oficial en la que no cree. Se cantó el himno del Colegio Militar (tú nombre sacrosanto) desfilaron cuerpos y batallones de infantería con contrastantes uniformes, caras pintadas, armas apuntando. Un país engalanado para la guerra, con uniformes camuflados para una ciudad huérfana de árboles y matorrales. Por momentos me sentí en un acto fascista de los años 30.

Un general de apellido Mederos pronunció un encendido discurso al más puro estilo de declamador antiguo. Tras las loas a los héroes y el “murió por la patria”, habló de esta nueva guerra que los abnegados militares sostienen contra el crimen organizado. Una guerra, afirmó, que tarde o temprano ganaremos. Esto es lo que me parece más idílico e iluso del asunto. El discurso oficial sostiene que la guerra contra ese ente amorfo llamado crimen organizado, en donde lo mismo cabe el narcotráfico que el secuestro o la extorsión, se ganará algún día, como si cupiera posibilidad de armisticio, rendición o tratado de paz. Como si enfrentáramos a un ejército regular sometidos a criterios de convenciones internacionales y no a una epidemia que tiene cada vez mejores condiciones para propagarse.

De pronto, palpé con horror la trascendencia del momento histórico que vivimos y olí en el viento el desastre. Pocas veces he sentido a mi país tan al borde de un abismo.