A veces al Pacífico le da por llevarse pesado conmigo. Sí, soy su amigo, su fiel admirador y me dedico a promover por el mundo la belleza de sus atardeceres, pero igual a este mar rebelde le da por jugar bromas rudas de vez en cuando y el pasado 15 de septiembre me jugó una de aquellas.
Claro, justo es recordar que el asunto no es nuevo y que no es la primera vez que este vecino me da una desconocida. Este mar es como esos perros que se fingen cariñosos y en el momento menos pensado te tiran una mordida. Así es el Pacífico. Si alguna vez he estado cerca de la muerte ha sido en sus aguas. Siendo niño, las olas me revolcaron en Mazatlán y fue mi padre el que me salvó en aquella ocasión. Era 1982, meses antes de la devaluación lopezportillesca. Pero si alguna vez en mi vida he sentido que me voy de este mundo fue en agosto de 1993, en la playa de Zicatela, en Puerto Escondido, Oaxaca. Aquella vez el Pacífico me revolcó y me arrastró en forma cruel. Por primera y acaso única vez en toda mi existencia, tuve conciencia de que había perdido la batalla. La costa se veía cada vez más lejos, yo estaba perdiendo la fuerza y la esperanza e irremediablemente me ahogaba. Fue gracias a la ayuda de un providencial pescador que logré salir de ahí.
Pese a ello, yo le sigo teniendo cariño a este desalmado océano y como la burra al maíz, cada que puedo me doy una escapada a sus aguas. La del martes parecía ser la tarde perfecta. Salí temprano del trabajo en medio de un atardecer sabroso, así que fui a aprovechar los últimos vestigios del verano, pero el 15 de septiembre el Pacífico estaba encabronado. Tal vez estaría preparando su grito de Independencia o acaso habría tomado unos tequilas, pero el caso es que el marecito andaba en plan de mírame y no me toques. Yo, imprudente, no fui capaz de medir la magnitud de sus pocas pulgas y ahí me tienes nadando en sus aguas la tarde del 15 de septiembre. A veces uno comete acciones suicidas y ese atardecer cometí una de ellas. Hay en la playa de Baja Malibú algunas rocas que me sirven como asiento. Una de ellas se encuentra muy cerca de la orilla y tradicionalmente, cuando la marea está baja, el agua apenas la baña por los costados. Sin embargo, la tarde del martes la marea estaba particularmente alta y la roca estaba casi totalmente cubierta. Apenas sobresalía un bordecito en la superficie y yo tuve la estúpida idea de irme a sentar ahí. Jamás lo hubiera hecho. No llevaba un minuto subido en la roca cuando una ola furiosa cayó sobre mí. Lo peor fue que en su furia, la ola me hizo rodar por la roca hasta caer al agua. La superficie de esas rocas no suele ser de nalga de princesa o rostro de crema Nivea. Atiborradas de almejas, choros y de más moluscos que son la delicia de las gaviotas, esas piedras no son el mejor sitio del mundo para ser tallado con la fuerza del océano. Caí revolcado al agua y tal vez por el efecto anestésico de la adrenalina, tardé en reparar en mi lamentable estado. Mi lado derecho, llámese costado, espalda, brazo y mano, era un sangrerío. También había heridas en la pantorrilla y dedos del píe. Para acabar de joder el asunto, las llaves de mi casa, que según yo estaban seguras en la bolsa del traje de baño, fueron tomadas prestadas por el ambicioso mar.
Ahí estaba yo en la playa, puteado, sangrante y sin llaves para entrar a la casa. Por fortuna había dejado un libro y 50 pesos en la arena. No me restó más que comprar unas cervezas y ponerme a leer mientras el Sol de septiembre se ocultaba tras las Islas Coronado. Carolina retornó del trabajo al anochecer y me encontró hecho una porquería en el jardín de la casa. Aún así, justo sería agradecerle a Neptuno, dios de los mares, el haber sido considerado conmigo. Si yo hubiera estado parado y no sentado en la roca al momento en que cayó la furiosa ola, lo más probable es que hubiera caído como tabla golpeándome la cabeza contra uno de los bordes. Sí, tal vez en un mal día el Pacífico me habría jugado la más pesada de sus bromas, acaso la última, y la marea me habría arrojado verde e hinchado allá por los rumbos de Imperial Beach. El mar se lleva pesado, pero no me mata. Por fortuna, todo quedó en una anécdota para contarle a Iker Santiago.
Además, justo es recordar que el Día de la Independencia suele ser para mí una ceremonia de sangre y dolor. Dos de mis tatuajes fueron hechos en esta fecha. Parece ser que el mar quiso contribuir en esta loable labor de agarrar mi cuerpo de pizarrón.
Claro, justo es recordar que el asunto no es nuevo y que no es la primera vez que este vecino me da una desconocida. Este mar es como esos perros que se fingen cariñosos y en el momento menos pensado te tiran una mordida. Así es el Pacífico. Si alguna vez he estado cerca de la muerte ha sido en sus aguas. Siendo niño, las olas me revolcaron en Mazatlán y fue mi padre el que me salvó en aquella ocasión. Era 1982, meses antes de la devaluación lopezportillesca. Pero si alguna vez en mi vida he sentido que me voy de este mundo fue en agosto de 1993, en la playa de Zicatela, en Puerto Escondido, Oaxaca. Aquella vez el Pacífico me revolcó y me arrastró en forma cruel. Por primera y acaso única vez en toda mi existencia, tuve conciencia de que había perdido la batalla. La costa se veía cada vez más lejos, yo estaba perdiendo la fuerza y la esperanza e irremediablemente me ahogaba. Fue gracias a la ayuda de un providencial pescador que logré salir de ahí.
Pese a ello, yo le sigo teniendo cariño a este desalmado océano y como la burra al maíz, cada que puedo me doy una escapada a sus aguas. La del martes parecía ser la tarde perfecta. Salí temprano del trabajo en medio de un atardecer sabroso, así que fui a aprovechar los últimos vestigios del verano, pero el 15 de septiembre el Pacífico estaba encabronado. Tal vez estaría preparando su grito de Independencia o acaso habría tomado unos tequilas, pero el caso es que el marecito andaba en plan de mírame y no me toques. Yo, imprudente, no fui capaz de medir la magnitud de sus pocas pulgas y ahí me tienes nadando en sus aguas la tarde del 15 de septiembre. A veces uno comete acciones suicidas y ese atardecer cometí una de ellas. Hay en la playa de Baja Malibú algunas rocas que me sirven como asiento. Una de ellas se encuentra muy cerca de la orilla y tradicionalmente, cuando la marea está baja, el agua apenas la baña por los costados. Sin embargo, la tarde del martes la marea estaba particularmente alta y la roca estaba casi totalmente cubierta. Apenas sobresalía un bordecito en la superficie y yo tuve la estúpida idea de irme a sentar ahí. Jamás lo hubiera hecho. No llevaba un minuto subido en la roca cuando una ola furiosa cayó sobre mí. Lo peor fue que en su furia, la ola me hizo rodar por la roca hasta caer al agua. La superficie de esas rocas no suele ser de nalga de princesa o rostro de crema Nivea. Atiborradas de almejas, choros y de más moluscos que son la delicia de las gaviotas, esas piedras no son el mejor sitio del mundo para ser tallado con la fuerza del océano. Caí revolcado al agua y tal vez por el efecto anestésico de la adrenalina, tardé en reparar en mi lamentable estado. Mi lado derecho, llámese costado, espalda, brazo y mano, era un sangrerío. También había heridas en la pantorrilla y dedos del píe. Para acabar de joder el asunto, las llaves de mi casa, que según yo estaban seguras en la bolsa del traje de baño, fueron tomadas prestadas por el ambicioso mar.
Ahí estaba yo en la playa, puteado, sangrante y sin llaves para entrar a la casa. Por fortuna había dejado un libro y 50 pesos en la arena. No me restó más que comprar unas cervezas y ponerme a leer mientras el Sol de septiembre se ocultaba tras las Islas Coronado. Carolina retornó del trabajo al anochecer y me encontró hecho una porquería en el jardín de la casa. Aún así, justo sería agradecerle a Neptuno, dios de los mares, el haber sido considerado conmigo. Si yo hubiera estado parado y no sentado en la roca al momento en que cayó la furiosa ola, lo más probable es que hubiera caído como tabla golpeándome la cabeza contra uno de los bordes. Sí, tal vez en un mal día el Pacífico me habría jugado la más pesada de sus bromas, acaso la última, y la marea me habría arrojado verde e hinchado allá por los rumbos de Imperial Beach. El mar se lleva pesado, pero no me mata. Por fortuna, todo quedó en una anécdota para contarle a Iker Santiago.
Además, justo es recordar que el Día de la Independencia suele ser para mí una ceremonia de sangre y dolor. Dos de mis tatuajes fueron hechos en esta fecha. Parece ser que el mar quiso contribuir en esta loable labor de agarrar mi cuerpo de pizarrón.