Eterno Retorno

Thursday, March 03, 2022

El prosista más endiabladamente pulcro y educado que le quedaba a la literatura mexicana

 



El prosista más endiabladamente pulcro y educado que le quedaba a la literatura mexicana ha dicho adiós este día. ¿Dimensionamos acaso el tamaño del vacío que deja? Para que se den una idea, si hubiera sido músico de rock (y por cierto lo fue en una breve etapa de su vida) habría sido el equivalente a un Rush, un King Crimson o un Dream Theatre. Cuando se lee una prosa semejante, sólo cabe imaginar que en Álvaro Uribe hay una suerte de relojero suizo de las palabras, un sastre obsesivo que se encarga de tejer con pulcritud cada letra como si fueran los mínimos engranes de un TAG Heuer. Álvaro Uribe es de los poquísimos autores mexicanos contemporáneos de los que nunca he leído un libro mediocre o prescindible. De muy escasos narradores puedo decir que me he leído nueve libros y todos sin excepción me han parecido sólidos. Descubrí a Uribe en una antología de excéntricos titulada Paisajes del limbo, compilada por Mario González Suárez, en donde me topé con dos cuentos de engranaje perfecto. Después, durante un viaje a La Habana en 2002, leí la novela titulada Por su nombre y sólo pude admitir que me aterró esa vocación de matemático de la lengua.

Para cuando leí La lotería de San Jorge, llegué a sospechar que este hombre construye sus párrafos con ecuaciones algebraicas. Disfruté muchísimo su colección de ensayos Leo a Biorges, sobre todo el texto dedicado al acto de rebelión que significa ser un peatón en una ciudad como México. La figura del flâneur, término francés para designar al caminante compulsivo y vagabundo que deambula sin rumbo fijo, es quizá uno de los más acabados ejemplos de desafío y subversión en una sociedad gobernada por la inclemente tiranía de las prisas y el automóvil. El flâneur se adueña de las calles y del tiempo y Uribe fue uno de ellos.

Hace poco, mi colega paraguayo Sebastián Ocampos me pidió que escribiera para Revista Y una reseña sobre la mejor novela leída durante el 2021 y yo no tuve duda alguna: reseñé Los que no de Álvaro Uribe. Una novela dedicada “A los que no llegaron, aunque no sea posible decir exactamente adónde. Los que no alcanzaron la plenitud que prometían. Los que no”. Personajes que en la frontera entre la adolescencia y los veintitantos asombraban por su chispa e ingenio, que pintaban para dejar huella y trascender y que de pronto, en la zona de turbulencias de los treinta, en la etapa que Conrad llama la línea de sombra, extraviaron el rumbo y se desbarrancaron. Conozco a tantos.

Es uno de mis autores mexicanos de cabecera y sin embargo nunca lo conocí personalmente y no lo vi ni siquiera de lejos, pero tengo la sospecha de que lo voy a estar releyendo siempre.

 

Tuesday, March 01, 2022

Los libros peregrinos han encontrado un nuevo y acogedor espacio

 

 

¿Recuerdan que hace unas cuantas semanas les platiqué sobre la inminente mudanza de la mitad de mi biblioteca? Pues bien colegas, los libros peregrinos han encontrado un nuevo y acogedor espacio frente al mar y este viernes por la tarde lo inauguraremos. Se trata de un proyecto integral que irá avanzando por etapas. Mis amigos de Editorial Ferdel han dispuesto un espacio físico dentro de sus oficinas, mismo que será el inicio de lo que, en un futuro, puede llegar a ser un lugar abierto a la comunidad lectora de la ciudad. El 4 de marzo a las seis de la tarde, Gustavo Fernández de León, el equipo de Ferdel y yo estaremos platicando con un grupo de alumnos de secundaria y prepa mientras empezamos a acomodar los libros en su nuevo hogar. Platicaremos de lo que significa emprender un camino de vida acompañado siempre por estos amigos de papel y tinta y tal vez demos algunas pistas sobre un nuevo proyecto editorial que estamos cocinando a fuego no tan lento. Gracias a Gustavo Fernández De León, Angélica y Liliana Ospina, Claudia Moca, Brenda Fernandez de Leon y todo el equipo Ferdel por creer en este proyecto.

Acompáñenos en la trasmisión en vivo a partir de las seis de la tarde. Los esperamos.



Monday, February 28, 2022

Los fusilamientos michoacanos y la masacre de las bananeras

 


La historia de los fusilamientos en San José de Gracia, Michoacán, me ha hecho recordar un célebre pasaje de Cien Años de Soledad. Me refiero a la masacre de las bananeras, cuando una muchedumbre huelguista es ametrallada en una plaza. José Arcadio Segundo es testigo de la matanza.

“¡Cabrones, les regalamos el minuto que falta! El capitán dio la orden de fuego y catorce nidos de ametralladoras le respondieron en el acto. Pero todo parecía una farsa. Era como si las ametralladoras hubieran estado cargadas con engañifas de pirotecnia, porque se escuchaba su anhelante tableteo, y se veían sus escupitajos incandescentes, pero no se percibía la más leve reacción, ni una voz, ni siquiera un suspiro, entre la muchedumbre compacta que parecía petrificada por una invulnerabilidad instantánea”. La plaza quedó sembrada de cadáveres. José Arcadio Segundo salva la vida de puro milagro. Fue dado por muerto y arrojado a un tren.

Horas después se despierta a bordo de un vagón donde yace sobre una pila de cadáveres. “Debían de haber pasado varias horas después de la masacre, porque los cadáveres tenían la misma temperatura del yeso en otoño, y su misma consistencia de espuma petrificada, y quienes los habían puesto en el vagón tuvieron tiempo de arrumarlos en el orden y el sentido en que se transportaban los racimos de banano”.

José Arcadio salta del tren en plena marcha, retorna a Macondo y se encuentra con que nadie le cree cuando habla del horror que ha vivido. La masacre no había sucedido nunca. Los militares anunciaron que cuando escampara firmarían el acuerdo de paz. Y entonces empezó a llover y “llovió cuatro años, once meses y dos días”.

En Michoacán, el José Arcadio Segundo que funge como testigo es la cámara que graba a las 17 víctimas a la hora de ser formadas en el paredón y las ametralladoras al momento de apuntar. Irrumpen las detonaciones, los gritos, la cámara tiembla y solo se ve el humo. Después, la nada absoluta. El relato presidencial habla de casquillos, vehículos baleados, una bolsa con restos humanos, pero no cuerpos y si no hay cuerpos, entonces no existió la masacre, al menos no para la historia oficial. El eterno enfrentamiento entre la verdad legal contra la verdad de la calle. Los aplaudidores oficialistas sugieren un montaje. En Macondo los cuerpos fueron apilados en un tren y en San José de Gracia se los llevaron en camionetas. La masacre yace en esa difusa y espectral penumbra tan latinoamericana, un límbico territorio donde las fiscalías se vuelven creadoras de alucinantes ficciones. Así transcurren nuestras vidas en el realismo mágico.

Martes de carnestolendas

 


 

Ocurrió un 28 de febrero y sabemos que era Martes de Carnaval o de carnestolendas. Destronado, prisionero y con los pies quemados, Cuauhtémoc (o Guatemuz, Guatemuzin o Cuauthimoc) murió colgado de una ceiba, árbol sagrado maya. Yo sigo recurriendo a Bernal Díaz del Castillo como la fuente fundamental cuando de la Conquista hablamos, aunque hoy digan que fue un impostor o un prestanombres.

Nos dice Bernal que “sin saber más probanzas, Cortés mandó ahorcar a Guatemuz y al señor de Tacuba, que era su primo. Antes de que los ahorcasen, los frailes franciscanos los fueron esforzando y encomendando a Dios con la lengua doña Marina. Y cuando le ahorcaban, dijo Guatemuz: “¡Oh Malinche, días hacía que yo tenía entendido que esta muerte me habías de dar y había conocido tus falsas palabras porque me matas sin justicia!”

Su condición de soldado español, no impidió a Bernal lamentar la muerte del Águila que Cae en su crónica inmortal:

“Verdaderamente yo tuve gran lástima de Guatemuz y de su primo, por haberlos conocido tan grandes señores”.

En su Libro Rojo, Vicente Riva Palacio y Manuel Payno se permiten describir a Hernán Cortés cortando la soga de los ahorcados en un arrebato de arrepentimiento. Demasiado tarde: Cuauhtémoc y Tetlepanquetzal ya eran cadáveres.  En lo personal, creo que  Cuauhtémoc se debió dar muerte a sí mismo cuatro años antes, cuando fue capturado en una barca en el Lago de Texcoco o acaso Cortés le debió tomar la palabra cuando el derrotado emperador le pidió “toma ese puñal y mátame con él”. Después del 13 de agosto de 1521 lo que siguió para Cuauhtémoc fue tormento, cautiverio y humillación.

En su novela sobre tenistas del Renacimiento, Muerte súbita, Álvaro  Enrigue habla del caído emperador como el rey feo que debe morir en Martes de Carnaval. “Jugó, cojo, manco y encadenado, el papel más bien obvio de rey feo que debe morir para que el mundo se sumerja en las aguas originales del Miércoles de Ceniza al día siguiente y amanezca, cuarenta días después, salvado”.

Según Enrigue, Cortés le dio a Marina el pelo de Cuauhtémoc para que le hiciera un escapulario. Afirma que la cabeza fue clavada en la ceiba y el cuerpo cortado en pedacitos. También dice que el Águila murió en la penumbra “por garrote” y no colgado del árbol. Muerte súbita es sin duda una novela sui generis que vale la pena leer, aunque Enrigue comete muchos errores. Dice que Cortés murió de 67 años (en realidad tenía 62);  que fueron los tlaxcaltecas quienes apresaron a Cuauhtémoc; se refiere a la expedición a Las Hibueras como Hubieras (sospecho que es ironía o fino humor);  que todos los descendientes varones del conquistador (llamados Martín) fueron muriendo uno a uno ahorcados. Por inexactitudes no paramos. En fin, es novela, no historiografía y yo la he disfrutado. Y… ¿en qué estábamos? Pues eso, que hoy es 28 de febrero, hace sol en Tijuana e Ikercho ha vuelto a clases presenciales.