Henestrosa. Ese es el seudónimo y el hipster alcalde juez, capaz de trabajar hasta las dos de la mañana, lo llevaba bajo el brazo como presunto favorito, aunque acaso no sea una buena noticia ser gallo de mandatario alguno hoy en día. Por herencia nos quedaba una sala de cristales y cafecitos modernos en donde el munícipe se juraba dispuesto a trabajar sin descanso hasta la madrugada, por aquello del tendencioso tinterillo que en pleno ascenso por las escaleras eléctricas lo acusó de frívolo y desobligado, todo por el gorrito de leñador, comprado sin duda a precio de oro en alguna tienda de moda. Ese es tu padrino y acaso Henestrosa (y no Galaor Roa) sea tu pasaporte hacia la victoria.
Hubo un cimiento y no pocos andamios. Hubo varilla, ladrillo y la promesa de alcanzar babélicas nubes y proyectar su vertical sombra por todo Valle Oriente. Acaso hubo foso, puente levadizo y malencarados centinelas, pero nada de eso inhibió a las famélicas hordas, decididas a acampar y construir algo parecido a una vida bajo la sombra de la torre. La universalidad del sintecho, la multiplicación del sin vela en el entierro. La vida, la perrísima y circular vida.