Voraz, omnívoro y catastrófico
Me gusta ser un lector omnívoro y asumir que en cuestión de letras soy como un tlacuache, un animal capaz de comer vorazmente carne, frutos, huevos o basura. Puedo alternar con éxito la lectura de un entremés de Cervantes, un poema de Pizarnik o cuento de Rubem Fonseca o Daniel Sada, con los irreverentes desvaríos de un millenial veinteañero que será olvidado el mes entrante. En mi dieta bibliófila hay clásicos y best sellers; autores jóvenes y viejos; vivos y muertos; pulcros y escatológicos; malabaristas prosísticos y desparramadores de palabrería; poetas y periodistas; académicos y fabuladores; sabihondos de Facebook y anacoretas enclaustrados. No suelo hacerle ascos a nada y eso llega a ser un problema, pues sucede que además de omnívoro me he vuelto terriblemente disperso, por no decir catastrófico. Aquí un resumen de las lecturas cruzadas al azar en esta lluviosa mañana de enero: leo en el ensayo Los libros secretos de Jacobo Siruela sobre un extraño volumen llamado L’ architecture naturelle escrito por un tal Petrus Talemarianus en donde se habla de números cabalísticos y de la regla aurea según los principios del tantrismo, taoísmo y pitagorismo. El número es la esencia verdadera y oculta tras la apariencia de todas las cosas naturales que pueblan el espacio, sostienen los pitagóricos. El concepto me interesa, pero para entonces me he distraído, pues las redes sociales ya me están bombardeando con furiosos debates en torno al huachicoleo y la Cartilla moral de Alfonso Reyes. Leo la entrevista que Diego Osorno hace a un ex sicario transformado en huachicolero y un antiguo texto de Guillermo Scheridan en torno a la devoción del Peje por la Cartilla moral reyista. Leo en La virgen cabeza de Gabriela Cabezón Cámara sobre el estado bioplasmático de la materia y los experimentos del ruso Kirlian, capaz de captar los halos de luz del aura en una fotografía (aunque lo extraño es que la lectura en cuestión, muy recomendable por cierto, es una novela desarrollada en entornos barriales marginales que baila con el lenguaje y las imágenes). Después mi hijo Iker me hace alguna pregunta sobre el dios Tláloc y la providencial lluvia que lo liberó de ir a la escuela esta mañana, y entonces voy en busca de viejísimo libro sobre deidades prehispánicas de México que hace más de una década no tomo en mis manos, y me encuentro con el Quetzalcóatl que se muerde la cola, símbolo del principio y el fin en perfecta conjunción que me remite a la serpiente representante del Mito del Eterno Retorno. Me entretengo leyendo sobre dioses bicéfalos y mundos duales y me entero que Netflix estrenará una serie sobre reporteros tijuanenses dirigida por Carlos Rincones, aunque en teoría debo dejar todo eso y apurarme a completar los perfiles biográficos de unos empresarios bajacalifornianos y a ordenar en prosa legible varias horas de charla grabada en torno los cuartos de guerra digitales en la política actual. Pronto serán las doce del mediodía (hora del Ángelus), una intensa luz invernal ha derrotado a la lluvia, yo he bebido el enésimo café del día y aunque estoy a punto de ceder a la tentación de jugar una solitaria reta en mi futbolito de madera, el demonio capataz de las tareas me dice que es tiempo de ponerme a trabajar y reparo en que de no ser por esta compulsiva columna, lo leído esta mañana se habría embarcado sin remedio en la nave del olvido.