Leí otros muchos libros no tan recientes que también fueron buenísimos, pero que por no ser novedades editoriales no las incluí en esta lista. Destaco La velocidad de la luz de Javier Cercas, una novela mayor que era un pendiente en mi vida y que sin duda está entre lo mejor que devoré en el año, lo mismo que Los culpables de Juan Villoro, de los más originales cuentos que ha creado este polifacético autor, El último lector de David Toscana y Réquiem de Tabucchi. También leí Estrella distante de Bolaño, que sin ser excelso, me parece de lo mejor de este sobrevalorado chileno. Confieso que esperaba mucho más del Mr Gwyn de Baricco, de Las Poseídas de Betina González y de Naturaleza de la novela de Goytisolo. Claro, el año aun no termina y las lecturas que tengo a medias en este diciembre pintan más que apetecibles. Destaca por su originalidad y su imaginación Los ingrávidos de Valeria Luiselli que lo llevo a la mitad del camino y acabo de conseguir uno de los libros que más esperaba en el año: Librerías de Jorge Carrión. Aclaro que aun no leo la nueva novela de Ricardo Piglia, De ida y vuelta y todo lo de Adrogue siempre me ha volado la cabeza. Así las cosas, auguro un diciembre lleno de sorpresas literarias y acaso a esta lista de trece deba sumar al menos tres más. Algo me hace sospechar que hay más conejos ocultos bajo ese sombrero.
Saturday, November 30, 2013
Wacken había terminado y nos quedaba una semana en Europa antes de retornar a Chile. Nos hubiera encantado peinar el Viejo Continente, pero nuestros ahorros no daban para más. Pasamos tres días en Ámsterdam y otro par en Brujas. Los labios de la croata permanecían aferrados a mis recuerdos mientras fumábamos hash en un cofee shop de la Damrack y paseábamos entre las vitrinas. Cuando deambulábamos entre los caprichos góticos de Brujas, la idea me tomó por asalto. No era algo que meditara con pros y contras, sino un impulso, una corazonada que me invitaba a saltar al vacío. El último día antes de nuestra partida lo pasamos recorriendo Hamburgo. Llamé al teléfono móvil de la croata, pero una voz en alemán me indicó algo que interpreté como que el número no estaba disponible o se encontraba fuera del área. Esa llamada no contestada debió tener la contundencia para disuadirme. También las palabras entusiastas de Claudio, cuando íbamos camino al aeropuerto. Nuestra actuación en Wacken marcaba un umbral en nuestra carrera y a partir de ahora vendrían tiempos mejores. Lo primero que haríamos al retornar a Chile sería emprender una gira por todo el país y tal vez por Argentina y después grabar un disco. Claudio hablaba y hablaba, mientras yo me desvanecía hacia la zona más irracional de mi cabeza mirando el cielo nublado por la ventana. Justo cuando ya hacíamos fila frente al mostrador de la aerolínea y Claudio se preparaba para registrar su bajo en el equipaje, el impulso acabó por ganarle la partida al razonamiento del tipo prudente. La contundencia de mis palabras me sorprendió a mi mismo, como si el que hubiera alzado la voz fuera otro. “Claudio, yo me quedo”, dije sin dar mayores explicaciones. Mi amigo llegó al extremo de desentenderse de su bajo por dos minutos para mirarme con intensidad a los ojos y decirme pendejo, chiflado, zafado de la mente. ¿Quedarme a qué? ¿Con quién? ¿Con la rusita flaca esa que te ligaste? El tecladista y el guitarrista intervinieron. Estás demente Orlando. Ya volveremos a Europa cuando hagamos nuestra primera gira mundial. Claudio intentó jalarme el brazo, empujarme hasta el mostrador de la aerolínea. Los empleados de seguridad nos miraron inquisitivos. No había mucho tiempo que perder. Mi decisión estaba tomada. Le di un apretón de manos a cada uno y cargando mi vieja mochila de excursionista salí del aeropuerto.
Una hora después, cuando desde una esquina de Hamburgo vi aviones surcando el cielo, tuve por vez primera conciencia de la amarra cortada. Estaba en altamar sin salvavidas o suspendido en el aire sin cable a tierra. Vi pordioseros africanos afuera del metro y me di cuenta que a partir de ese momento estaba ingresando en su equipo. Hacía unas horas era un músico chileno que acababa de cumplir un compromiso artístico en Europa. Ahora era un inmigrante con 91 euros en la bolsa y un papelito doblado con el teléfono de una mujer croata que me había invitado a integrarme a su banda. Cuando estuve parado frente al bar del Reperbahn donde Alenka Bozena me dijo que su grupo tocaba por las noches, supe que el resto de mi vida estaba comenzando.
Monday, November 25, 2013
¿Alguien quiere saber de qué carajos trata Austral Hades?
Lo que ocurrió después desencadenó mi salto al abismo. Ahora que lo pienso, si me hubiera largado a tiempo de ahí tal vez todo esto no hubiera ocurrido y ahora mismo yo estaría de vuelta en Chile, pero la lógica historia de lo que debió haber sido empezó a torcer su rumbo hacia los parajes de lo irracional. Alguien me había regalado un cigarro y a alguien yo le había mendigado una cerveza. Sobre el escenario una banda neozelandesa de black metal escupía blasfemias mientras intentaba un pastiche de la Valquiria wagneriana. Perdí de vista a mis compañeros y yo meditaba seriamente si valía la pena intentar dormir un par de horas para poder estar fresco a la hora en que las bestias sagradas del festival tomaran el escenario principal. Daba una calada a mi cigarro y a mi manera disfrutaba mi Disneylandia metalera cuando ella apareció atrás de mí y puso el mundo patas arriba. Hay mil y un formas cursis de comenzar una historia romántica, pero creo que ninguna de ellas contempla el conocer a la chica de tus sueños cuando ella te embarra un terrón de lodo en la cabeza y acto seguido te arrebata tu cerveza. Aquello fue como cuando te rompen un huevo de Pascua en el cráneo, solo que en lugar del huevo había sobre mi pelo un puño de lodo. Cuando la voltee a ver con furia y le receté un “qué carajos te pasa pendeja”, ella estalló en carcajadas como una niña festejando su diablura. Sí, era ella, la flaca correosa de la camiseta de Croacia, a la que no se le había ocurrido una mejor forma de acercarse que embarrando un terrón en mi nuca. “Chileno, chileno. Bataco chileno enojón, dame un poco de cerveza”, me dijo en español con su fuerte acento eslavo mientras me arrebataba mi lata de St Pauli. “Qué pasa chileno ¿Estás enojado? Esto es Wacken chileno y ahora prepárate para boxear”, me dijo la flaca haciendo ademán de ponerse en guardia con los puños por delante. Supuse que estaba demasiado peda y algún reducto de sentido común me hizo ver que no me convenía pelear con una mujer estando en territorio extraño, así que opté por marcharme de ahí sin decir más nada, pero en eso ella me abrazó e hizo ademán de sobarme la cabeza como una madre consoladora: “Ya, ya, ya pasó chilenito llorón, buu, buu, sana sana, que no te ha pasado nada. Venga ¿quieres otra cerveza? Venga que ahora yo invitaré”. Diez minutos después estaba bebiendo con ella en unas de las carpas improvisadas como bar.
Dijo que me había visto tocar y le había llamado poderosamente la atención. “Eres un bataco impresionante, chileno”, me dijo, pensando acaso que el elogio podría hacer olvidar el puño de lodo en mi pelo. Después me tendió la mano. “Me llamo Alenka. Alenka Bozena. Tres cervezas después yo sabía algunas cosas de su vida: Croata, concretamente de la ciudad de Split; 29 años, casi 30; habitante de Hamburgo desde hacía casi dos años; antes había vivido en Málaga, España, donde aprendió a hablar en castellano. El que ahora hubiera cantado con sus compatriotas de Atomic Virgin era una casualidad. Apenas los acababa de conocer y era la primera vez que actuaba con ellos. La cantante del grupo había enfermado y alguien la contactó de urgencia hace un par de días para reemplazarla. “¿No lo notaste chileno? Ni siquiera me sabía las canciones.” Me dijo que se ganaba la vida tocando con una banda local en un bar del Reperbahn. “¿Ya fuiste al Reperbanh? ¿Ya fuiste visitar a las putas, chilenito?”. De pronto sentía como si estuviera charlando con un camarada rudo de borrachera y no con una mujer hermosísima. Ojos verdes, como de charco con lama y un rostro en donde sobrevivían pecas adolescentes alrededor de la nariz. Boca grande, sonrisa fácil y muy amplia. Gestuda y dada a las muecas exageradas que adornaban sus cambios de voces cuando hacía ademán de imitar a alguien o contar un chiste.
De pronto me olvidé que estaba en Wacken y que frente a mí estaba tocando una alineación de bandas a las que toda la vida había soñado con escuchar en vivo. Ahí estaba yo, el ilusionado baterista en el día más grande de su carrera artística, bebiendo y fumando con una croata a la que no le paraba el pico, indiferente ante el pedazo de conciertazo que Motorhead estaba dando a unos metros de ahí. Hay veces que la charla puede tornarse embriagante. La croata me contaba chistes, me narraba anécdotas, me platicaba su vida entera. Yo reía y escuchaba. También se permitía hacerme invitaciones. “En mi banda necesitamos un baterista. El que tenemos es tan incumplido. Deberías quedarte en Alemania chileno, ya quisiera yo tener un baterista como tú tocando en nuestra banda”.
En el verano hamburgués el sol se oculta casi a las diez de la noche y lo único que recuerdo es que ya la luz se desteñía cuando abandonamos el puesto de cervezas y nos dedicamos a caminar entre los prados atiborrados por la gente que se había congregado a escuchar a Blind Guardian que a unos cincuenta metros de nosotros tomaban el escenario y se adueñaban de la noche. Tal vez si no hubiera sonado la canción de los bardos nada hubiera sucedido, pero ahí estaba el rudo Wacken, en plan romántico, entre un mar de brazos alzados con sus encendedores y sus teléfonos celulares cantando a coro esa romanza medieval en medio de la noche alemana. En cuestión de mujeres yo nunca he sabido tomar la iniciativa y aquella noche yo no buscaba ni pretendía nada y si por una fracción de segundo lo pensé, imaginé que cualquier avance amoroso con esa chica croata derivaría en una tremenda patada en los huevos. Fue ella, Alenka Bozena, quien tomó la iniciativa. “Oh, esa canción me pone la piel sensible”, dijo cuando se escucharon en guitarra acústica los primeros acordes de The Bard Song. No, nada me hacía intuir ni pizca de vena romántica en esa mujer y sin embargo Alenka Bozena me abrazó, tomó mi rostro en sus manos y sin decir agua va, como si tal cosa, empezó a besarme en los labios. Un beso demasiado dulce que no hubiera esperado de alguien que horas antes puteaba al mundo arriba de un escenario y se había permitido llenarme la cabeza de lodo. Un beso donde había ternura y deseo al mismo tiempo. No, no puedo presumir un largo kilometraje amoroso, pero lo cierto es que en 25 años nunca una mujer me había besado así. Como si el beso mismo fuera un lenguaje, una declaración de principios, todo un símbolo en sí mismo. Toda la noche nos la pasamos besándonos. Ni siquiera hice por meter mano bajo la blusa para buscar tetas o culo. El simple juego de labios era embriagante. Como un ruido de fondo escuchaba Imaginations from the Other Side, Mirror, Mirror y la despedida de Blind Guardian en alemán: Danke Waken, recordándome que estaba a muchos kilómetros de casa, besando a una cantante croata en medio de un prado alemán tomado por decenas de miles de metaleros de todo el mundo. Nunca antes como esa noche había besado tanto a una mujer. Tal vez la cereza en el pastel hubiera sido terminar esa noche en la cama, pero cuando Iron Maiden estaba por concluir su actuación en los primeros minutos de la madrugada, me dijo que debía regresar a Hamburgo pues al día siguiente había cosas que hacer. Antes de despedirnos me dio un papel con su dirección y teléfono en Hamburgo: “si decides quedarte en Alemania tú ya sabes una batería que te está esperando”, me dijo antes de subirse a una combi con una horda de croatas demasiado borrachos.