Por supuesto, lector de tiempo completísimo. Lector omnívoro, lector
hedonista, lector aferrado. Escritor he sido a veces, pero lector soy siempre y
en todo momento. Cuando a mí me preguntan cuál es mi profesión, les digo que soy un lector
que me he ganado la vida como reportero y todo lo demás, cualquier otra
cosa, llegó como consecuencia
inevitable. Ahora bien, hay que ser un auténtico tlacuache de la lectura. Me gustan los
tlacuaches porque comen de todo: frutos, carne, huevos, basura, carroña. Igual
los mapaches y los coyotes. No le hacen ascos a nada. Así es para mí el lector
ideal, alguien que le entra a con fe a cualquier sopa de letras y puede ser tan
feliz leyendo un autor de Anagrama, Sexto Piso o Acantilado como lo es leyendo un
best seller comprado en el súper. La clave es ser un lector hedonista, leer por
puro principio del placer. Leer es un fin en sí mismo, aunque es también un
medio. Es el viaje, pero es también el destino. La regla no escrita es que sobre mi buró
puede haber obras gourmet en promiscua convivencia con vil chatarra editorial.
Un umbral tan amplio de tolerancia acarrea ciertos riesgos inevitables. La
probabilidad de tragar textos podridos que inducen al vómito casi inmediato es
amplísima, pero acaso el gusanito que mantiene vivo este vicio es la
posibilidad siempre latente de encontrar un diamante en la más insospechada
piedra de carbón. Por fortuna en esta adicción no hay reglas inamovibles. De la
misma forma que un exquisito producto intelectual de vanguardia puede resultar
un bodrio, una novelucha de supermercado sin otro propósito que el
entretenimiento puede resultar una agradable sorpresa. Lo único que justifica
el vicio literario es el disfrute. Si en lugar de disfrutar sufres, es mejor
dejarlo. Lo importante es tratar de liberarse de prejuicios a la hora de
empezar a leer y dejar que el texto hable por sí mismo e intente defenderse
solo. Si el texto acaba por naufragar será como consecuencia de su lectura y no
de ideas preconcebidas. Esta condición de lector omnívoro y promiscuo ha dado
lugar a improbables vecindades. En uno de sus Seis paseos por los bosques
narrativos, Umberto Eco habla de lectores de primero y segundo nivel.
El de primer nivel se interna en un bosque siguiendo un camino que lo llevará a
un destino específico. El segundo se interna en el bosque para tratar de
entender cómo está formado y por qué unos senderos son accesibles y otros no.
En el bosque narrativo, el lector de primer nivel sigue un camino deseando
saber cómo termina la historia, mientras que el lector de segundo nivel intenta
descifrar la arquitectura y las claves del autor. El misterio no es cómo acaba
la historia sino cómo está construida. Como soy un lector hedonista que se
interna el bosque narrativo por puro principio del placer, no suelo hacer, al
menos de entrada, demasiados esfuerzos para acceder al segundo nivel. Avanzo en
mi lectura sin prisa por terminar o llegar a destino alguno y mentiría si
dijera que leo siempre con los ojos del detective que intenta descifrar una
clave. Hay quien disfruta y se entretiene viendo al mago sacar conejos del
sombrero y hay quien se pasa la función tratando de adivinar dónde está el
truquito. Toma también el ejemplo de los
grandes chefs. Anthony Bourdain era capaz de crear los platillos más suculentos
e innovadores porque era todo un vagabundo que iba de allá para acá y lo mismo lo podías ver en un puesto de
tacos en Ensenada que en un mercado popular de Tailandia siempre abierto a
experimentar nuevos sabores, igual de la
más humilde comida callejera que de los restaurantes más sofisticados. Qué
jodido y limitado sería un chef que dijera “yo solo ceno en restaurantes como
el Maxims o el Deus Magots y lo que no está a ese nivel no es digno de mí”. Al
contrario, un chef se vuelve mucho más creativo
en la medida que explora nuevos sabores y combinaciones.
A lo largo
de mi vida me he topado con muchísimos lectores selectivos. Hay quienes se
ponen en plan de eruditos mamones y te dicen que solo leen clásicos y que
después de Shakespeare y Cervantes no hay nada digno de ser comentado. Por el
contrario, hay quienes dicen que solo lo ultra moderno los divierte y que los clásicos y los decimonónicos son
soporíferos y aburridos, pastillas para dormir ideales para vejestorios. Hay quienes se presumen post –todo y se
regodean en sus narradores contra culturales de nombres impronunciables y otros
son felices con Stephen King. A mi manera de ver, si eres un lector
excesivamente selectivo tú eres el que te estás perdiendo de algo.