La Furia, embrión narrativo del whisky malevo (hasta ahora no publicado)
El primer guiño del horror por venir lo sentí al final de ese mes de junio, cuando llegaron todas las cuentas por pagar. La hipoteca de la casa en Madrid, la hipoteca de la casa en Marbella, el pago mínimo de las tarjetas de crédito. Por supuesto estaba el dinero del finiquito, pero solo hasta entonces intuí lo rápido que se consumiría si no hacía algo urgente para traer recursos a casa. Lo primero que debía hacer era inscribirme al paro. Durante años pensé que el paro era el non plus ultra de la humillación y la vergüenza. Veía a los parados como una especie de leprosos mendicantes en filas interminables que yo no estaba dispuesto a hacer, pero al final de ese verano la posibilidad de obtener ese cheque que me otorgaría el gobierno de mi país para aliviar mi condición de desempleado, empezó a no resultarme tan vergonzante como pensaba. Más allá del quebranto patrimonial, el desempleo significa ver reventar poco a poco las frágiles esferitas de cristal de lo que creíamos eran nuestras convicciones. Es, sobre todo, una cuestión de autoestima, de orgullo y de suficiencia que se va reflejando poco a poco en el tono de voz, en la manera de caminar, en la mirada, en la fuerza con la que estrechamos una mano al saludar a alguien en la calle. Al principio lo peor del desempleo no es la carestía sino el tener que desempeñar el papel de desempleado ante los ojos de los demás. Ese es el más amargo de los tragos, aceptar que en la magna obra teatral de la vida, el papel que nos toca representar es el de un parado que hace fila para que el estado lo compense por su condición de improductivo, de inútil, de incapaz de allegarse de recursos. Hay gente capaz de morirse de hambre con tal de no aceptarse ante los ojos del mundo como un lactante de la gran ubre estatal. La metamorfosis mental que sufre un desempleado puede ser lenta o al menos la mía así fue. Helena y yo tratábamos de aparentar que todo iba bien, que no pasaba nada y creo que muchos de nuestros vecinos en la pija urbanización que habitábamos hacían lo mismo. Por supuesto, yo no era el único desempleado de mi vecindario, pero en aquellos primeros tiempos de la crisis el mayor reto estaba en ver quién sabía disimular mejor su condición de paria. Ser burgués significa mostrar una suerte de despreocupación sofisticada, conducirse por la vida con la actitud de quien se sabe dueño absoluto de la situación. Lo peor de todo, es que al principio Helena y yo de verdad creíamos ser dueños de la situación y de nuestro destino. Pensábamos que se trataba simplemente de un incómodo bache que superaríamos de inmediato. Vaya, eso de la caridad social era para gitanos, para inmigrantes rumanos o ecuatorianos que hacían hasta lo imposible por comer gratis y recibir las limosnas del gobierno. Los españoles hechos y derechos como nosotros, que pagábamos miles de euros en impuestos y contribuíamos al desarrollo del país, no éramos la fauna tradicional de esas filas humillantes. Sin embargo, el español hecho y derecho que creía ser, fue a dar con su humanidad a ventanilla del paro al iniciar el otoño de aquel infausto 2008, en donde había otros tantos españoles hechos y derechos como yo, que hasta hacía muy poco tenían en sus manos algo que creían era un futuro sólido y asegurado.
Cuando la pobreza entra por la puerta el amor escapa por la ventana, dice una canción cursi que escuché hace algún tiempo y cuya sabiduría vivía ahora en carne propia. Ya pueden venirme a hablar a mí de la pureza de los sentimientos, de que lo verdaderamente importante en esta vida no cuesta, que el dinero no compra el amor. Ajá. Intenten vivir de luna de miel en un hogar donde el nivel de vida se cae drásticamente de un momento a otro y donde los centavos escasean. Los reto a poder mantener un ritmo normal de arrumacos, cariñitos y folladas más o menos normales con la pareja cuando el quebranto económico hace sentir sus efectos. Lo peor del cinturón apretado es el derrumbe de la autoestima, de la paz y de ese poderte echar cómodamente en tu sillón a beberte tu vaso de whisky mientras escuchas música o miras un partido. Si has sido pobre toda tu vida y has vivido siempre desayunando caldos de miseria, puede que tu manejo de la situación sea distinto, pero si eres un clasemediero convertido de pronto en pequeñoburgués que empieza a aprender a disfrutar las comodidades de lo que llaman buena vida y siente que su existencia cotidiana empieza a parecerse poco a poco a un comercial de televisión, te será peor que una crucifixión o una patada en los huevos situarte de buenas a primeras en los territorios de la pobreza y la austeridad extrema. Tal vez para Helena la señal de que nos estábamos volviendo pobres fue la venta de la casa de Marbella, pero para mí fue algo mucho más simple, aunque cargado de una siniestra simbología. Una tarde cualquiera estaba en el supermercado en la sección de vinos y licores dispuesto a surtir mi reglamentaria dotación de whisky que nunca, ni siquiera en crisis, falta en casa. Las botellas de Chivas y Black Label estaban ahí, como modelos en pasarela, contemplándome seductoras y apetecibles como putas en un burdel y de repente, sin reparar en lo improbable y catastrófico de semejante metamorfosis, mi mirada yacía posada sobre los whiskys baratos, comparando precios y haciendo cálculos. En mis manos estaban los McGregor, William Lawson o Vat 69 cuyo costo estaba por muy debajo de la mitad de los whiskys a los que estoy acostumbrado. Lo más humillante de todo, era la voz interior de mi yo miserable que me decía, venga es whisky, sabe a whisky y es de Escocia y después de todo no puede ser tan malo. El colmo de la bajeza ocurrió en el momento en que me acerqué a la caja a pagar un whisky malo, una botella barata de dudosa procedencia que se juraba escocesa y costaba la tercera parte de lo que me costaría un Black Label. Un hombre que empieza a beber whisky malo después pasar años sin aceptar ninguna botella que cueste menos de 50 euros, es un hombre que irremediablemente decae. Los adolescentes y los jóvenes, con sus estómagos nuevos y sus hormonas a tope, pueden darse el lujo de beber barato, pero un cuarentón con la vida hecha, las convicciones bien cimentadas y el estómago algo delicado por tanto estrés, no puede darse el lujo de beber tragos de lumbre y sin embargo, mi imagen a principios del 2010 era la de un tipo de 47 años bebiendo alcoholes de bajo precio en su casa mientras se pregunta qué mierdas hacer con la vida o lo que queda de ella.