Eterno Retorno

Friday, November 24, 2017

Escribir sobre la frigidez de las palabras. Escribir sobre un flácido pene narrativo que ya no se pone duro. Escribir sobre un deseo eternamente amodorrado. La escritura como un espejismo en el desierto, una alucinación en altamar, destellos de historias insinuadas como relámpagos en el negro cielo, colas de delfín entre el oleaje un Pacífico insurrecto. Podría cazar al vuelo una idea como quien atrapa un ave sólo para verla transformarse en ceniza mojada sobre la palma de mi mano. Intuyo historias ocultas entre las piedras, pero al final queda el bostezo. De pronto los mil pajarracos se transformado en niebla o humo de cigarro. No hay ya aleteos ni graznidos insinuando una historia desgarradora. Sobre mi escritorio quedan algunas plumas recogidas del suelo y con ellas intento invocar a la prófuga parvada. Es inútil. El demencial cuento que escribí caminando se ha hecho humo. Nada queda entre mis manos. Mis dedos danzan torpes sobre el teclado. Las palabras brotan sosas, burocráticas, vacías insuficientes. En mi inventario sólo tengo eso: palabras-ladrillo, palabras-lego pero hoy no me sirven de nada Escribir una y otra vez que no puedo escribir.

¿Cómo definir el limbo? Como un desfilar de insomnes madrugadas en cuartos de hotel. Mil madrugadas, mil insomnios y mil cuartos que son uno mismo, tomadas por las mórbidas imágenes que irrumpen entre la tropa de minutos zombie. Una habitación en Washington o en Gómez Palacio; en Buenos Aires o en Xalapa. Oscuridades pobladas por amigos imaginarios e inoportunos visitantes. Un caminar sonámbulo por la madrugada juarense en busca de un yogur para beber, un deambular autómata por Paseo de la Reforma a las cuatro de la mañana buscando un elíxir para mi infierno estomacal. Hoteles, aeropuertos, obsesiones e historias nonatas insinuándose como putas petulantes

Monday, November 20, 2017

“Cuánto plomo mal gastado en cuerpos innecesarios”, cantaban hace dos décadas y media los radicales vascos de Eskorbuto. La frase me parece el epígrafe perfecto para esa catarsis del caos llamada Revolución Mexicana que un siglo después seguimos festejando con asueto y desfile. ¿De verdad debemos sentirnos orgullosos de esa carnicería? ¿Hay razones para estar de fiesta por una matazón ciega? Los sinsentidos se pintan solos. Pareciera que en México disfrutamos la fiesta de las balas. En las calles de una ciudad como Tijuana donde en promedio matan cinco personas diarias y donde cientos de personas mueren de la forma más absurda, festejamos el supuesto aniversario de un exabrupto violento que sembró el país de cadáveres. Duele decirlo, pero mucho más que eso no obtuvimos. Muertos y más muertos, la mayoría de los cuales cayeron sin saber exactamente por qué combatían o qué defendían. ¿Democracia? ¿Justicia social? Ja, ja. La fase más sangrienta de la Revolución irrumpió en el momento en que las facciones triunfantes del constitucionalismo se enfrentaron entre sí. El México de 1910 era un país de 15 millones de habitantes de los cuales el 80% eran analfabetas y en donde la industria y la clase obrera estaban en fase embrionaria. En diez años de guerra murieron más de un millón de mexicanos, lo que tomando en cuenta la población de entonces representa un verdadero holocausto demográfico. ¿Valió la pena sufrirlo?

La madrugada en el desierto seguía idéntica a sí misma. Intactos el manto de estrellas, la canción del viento y el silencio de Leo, que con inusitada rapidez encontró los primeros jícuris. Con su navaja partió la biznaga y le pasó unos gajos a Balbina. Quiso decir algo como “no, cómo crees, estás loco Leo, ya no estamos para estas loqueras”, pero al ver los pedazos de la cactácea en la palma de su mano pensó que a lo mejor esta vez el Pequeño Venado podría enseñarle un camino ¿Le daría Mezcalito respuesta a sus dudas de treintañera extraviada? ¿Cruzaría un umbral que la arrancara de su zona de confort y esclavitud? Cerró los ojos y se metió el primer gajo a la boca con el ánimo de quien salta al vacío desde un trampolín. Aquello volvió a saberle a mil carajos y el retrogusto amargo fue una máquina del tiempo más potente que las estrellas y las sonrisas silenciosas de Leo. ¿Qué pensarían en la oficina si se enteraran que la contadora Balbina Ramos se fue de madrugada a pepenar peyotes al desierto? ¿Alguien de su entorno actual se la imagina en esas circunstancias? Leo rompió su mutismo para decir algo sobre el infinito poder de un verdadero iniciado para poder moverse en la oscuridad y la capacidad de un guerrero para correr en las tinieblas. Algo dijo sobre un jabalí que lo perseguiría, sobre el encuentro con su nagual, el salto a la realidad aparte y otros mantras castanedianos. De pronto empezó a acelerar el paso y sólo entonces Balbina reaccionó. - Espérame Leo, no tan rápido, me voy a tropezar, pero aquel ya iba en franca carrera, en plan de maratonista y pronto dejó de verlo y oírlo. Ya regresará, pensó Balbina y algo la hizo creer que la mejor alternativa era quedarse en ese lugar y no moverse. Fue entonces cuando el tiempo empezó con tretas y disfraces. Minutos mentirosos en donde el instante tiene cara de eternidad. El amanecer irrumpió sin avisar y cuando de repente todo era claridad a su alrededor, Balbina tuvo la certidumbre de que Leo no regresaría y que la única alternativa posible era caminar y salir de ahí.