Eterno Retorno

Friday, April 07, 2023

La muerte parecía tener más prisa que la esquiva catarsis escritural

 


Ánimas  se aferraba a creer que así como la escultura yace dentro de una burda piedra, así en su interior (alma, subconsciente, tejido neuronal) habitaba una obra superior, un libro que pertenecía a otra escala, a una dimensión que hasta ahora no había podido alcanzar, como si todo lo anterior hubiera sido solo  una preparación o un preludio para llegar a ese arte mayor. Existía, quería creer que lo sentía latir en su interior, pero en cualquier caso la obra cumbre postergaba su irrupción.

Ánimas imaginaba aquello como una suerte de idilio arrebatador, una comunión absoluta con el acto creativo, un desdoblamiento interior  rayano en el viaje astral, una posesión demoniaca. Sustraerse por completo del entorno hasta olvidarse de comer y dormir por estar fundido en su desparrame de palabrería.  ¿Existiría esa magia? ¿Era posible? Claro, sin duda sería posible.  Rocafuerte quería ser secuestrado por su obra, abducido a una realidad aparte en donde todo lo exterior quedaría minimizado o anulado por su fiebre escritural. El verdadero arte debía poder sentirse y debía ser algo nunca experimentado,  la liberadora plenitud de un alpinista que va alcanzando  cumbres nunca escaladas y que de pronto vuelve la mirada solo para reparar que ha trascendido el manto de nubes y que nunca había estado tan cerca del cielo.

Claro, también podría cambiar la altura del alpinista por la profundidad del buceador o el espeleólogo. Escribir su obra cumbre podría parecerse mucho a tocar el  techo del mundo pero también a descender a sus más oscuros e ignotos abismos, como un submarinista que trasciende el recreativo esnorqueleo entre peces multicolores para descender a las cuevas oceánicas, a los negrísimos pozos donde ya ni siquiera se filtra la luz;  fondos casi extraterrestres en donde  aparecen de pronto monstruitos marinos con aspecto de criatura lovecraftiana. Así también podía ser la escritura, una inmersión en sus abismales hoyos ontológicos, las cuevas del subconsciente en donde sin duda habitan  esas bestezuelas de pesadilla. Esa catarsis llegaría y sería al mismo tiempo fiebre e interminable eyaculación, una erupción volcánica que lo dejaría en una letárgica placidez postorgásmica. Una obra mayor habría sido parida y entonces, solo entonces,  se sentiría por primera vez con derecho a descansar o a morir sin experimentar remordimientos. El problema es que la muerte parecía tener más prisa que la esquiva catarsis escritural.

Alguito para el Viernes Santo

 


Cuerpo. Cuerpo de Cristo. Cuerpo redentor. Cuerpo eternamente resucitado en la comunión. Cuerpo del Crucificado… cuerpo de Leo. Cuerpo tuyo, cuerpo mío, mío, mío. ¿Puedes creerlo? Las palabras cuerpo de Cristo irán encarnadas por siempre a tu recuerdo, a la insoportable nostalgia de tu cuerpo; la bendición y la condena de tu cuerpo. Porque tu cuerpo me condenó Leo, pero solo su huella en mi carne puede consolarme en estas horas bajas.

Este día he comulgado por vez primera en la capilla del reclusorio y cuando el capellán pronunció cuerpo de Cristo yo respondí cuerpo de Leo. Fue apenas un susurro, pero suficiente para ser escuchado. Lo siento, no pude evitarlo. La hostia en mi lengua fue como tu piel. Por eso demoré en tragarla y dejé que se desintegrara en mi boca.

Cuerpo de Cristo-Cuerpo de Leo. Tu recuerdo va encarnado a la comunión, acaso porque el primer juego de seducción comenzó con tus  manos sosteniendo las hostias y el cáliz. Tus largas manos, con sus dedos de pianista  apenas rozándome en el dorso mientras sostenías la copa y vertías el vino de consagrar.

La comunión nunca volverá a ser la misma en mi parroquia en donde las bancas delanteras estaban casi siempre ocupadas por jovencitas, muchachas de muy buen ver que acudían a la santa misa solo para mirarte y estar a unos centímetros de ti al momento de comulgar.

Leo,  el monaguillo más guapo de la arquidiócesis.  El seminarista estrella, el más elocuente, el más preparado de su generación. ¿Cómo podía ser yo tan afortunado de tenerte a mi lado?  Llenaste de vida la parroquia, la inundaste con tu presencia y con tu voz, tan elegante, tan modulada, derrochando siempre aplomo. La costumbre hecha ley es que te correspondía a ti dar la primera lectura y de sobra está decir que era esa la parte más fascinante de la liturgia; fascinante para mí y para toda la feligresía, en especial para las jóvenes que te miraban embobadas.

¿Por qué lo hacías Leo? ¿Qué necesidad tenías de consagrar tu vida al sacerdocio pudiendo hacerte de una novia bella y rica que resolviera tus problemas económicos?

Me dijiste que habías pedido una licencia en el Seminario diocesano para poder cuidar de tu madre enferma que convalecía en su casa, a un par de cuadras del templo. Mientras tanto, ayudando en mi parroquia te preparabas para el momento en que fueras finalmente ordenado sacerdote.

Qué pérdida tan grande para la Santa Madre Iglesia. Habrías sido un sacerdote excepcional. Me parecía verte en el futuro mediano: el Padre Leonardo, amo y señor de una parroquia de colonia burguesa, confesor de las damas de alta sociedad y de sus esposos, prominentes políticos y empresarios. Padre Leonardo. Bastaba con verte en el catecismo de los martes y los jueves. Pronto acabé por delegarte completamente a los dos grupos, pues estaba claro que estaban ahí para escucharte a ti, no a mí. Por primera vez en la historia de la parroquia no había cupo disponible para el catecismo. Niños, adolescentes y no pocas jovencitas veinteañeras como tú que pagaban por acudir de oyentes y estar de pie a la entrada del aula. Incrementaron los feligreses y por supuesto también las limosnas. Billetes de 500 colmaban las canastas en donde hace no mucho había solo monedas. Sí Leo, fuiste nuestro Ángel, mío y de toda la feligresía, pero las visitaciones de los ángeles suelen ser fugaces...

Wednesday, April 05, 2023

Vivir implicaba necesariamente narrar la vida

 


Tu diario comenzado en 1984 tuvo su punto final en la Navidad de 1990. En las últimas páginas hacías una letra microscópica, pues deseabas que el cuaderno concluyera al acabar el año. Empacaste un sexenio de vida en unas 200 páginas, pero justo es aclarar que aunado a tu letra  pequeñísima, los textos de aquel entonces no eran tan largos y tampoco tan constantes. A veces llegabas a pasar semanas sin escribir, sobre todo en los  primeros dos años del diario, pero con el correr del tiempo la escritura se fue tornando compulsión. Vivir implicaba necesariamente narrar la vida.