Publicado ayer en El Informador
Por Daniel Salinas Basave
Hasta la saciedad hemos escuchado aquello de que los jóvenes de ahora ya no leen. Una afirmación así, obliga a pensar que los jóvenes de antes sí leían o que México pasó de ser un país de lectores a un país de no lectores. La verdad no estoy tan seguro. Posiblemente nuestros padres y nuestros abuelos tuvieron inculcado el hábito de la lectura y lo practicaron con mayor regularidad que nosotros, pero de ahí a pensar que México fue alguna vez esa Atenas que soñó José Vasconcelos hay un gran trecho. En realidad México ha sido históricamente un país donde las letras son simples adornos, dibujitos incomprensibles. Una cruel paradoja si tomamos en cuenta que fue aquí donde se estrenó la primera imprenta de la historia de América el 25 de septiembre de 1539, apenas 84 años después del nacimiento de la primera imprenta de Gutenberg en Maguncia, Alemania. Teníamos imprenta, cierto, pero casi no teníamos libros y mucho menos lectores. En una sociedad de castas como la virreinal, sólo los españoles peninsulares y los criollos leían, mientras que mestizos e indígenas permanecían institucionalmente en el analfabetismo, al igual que las mujeres. Lo de Sor Juana realmente fue heroico, una velita en un oscuro océano de ignorancia. Además, los libros que circulaban en el México virreinal eran limitadísimos y se reducían a misales, catecismos y biblias, pues ni siquiera las crónicas de los conquistadores, llámese la “verdadera historia” de Bernal Díaz del Castillo y las Cartas de Relación de Hernán Cortés eran de libre circulación. No debe extrañarnos que nuestros primeros caudillos insurgentes hayan sido sacerdotes, pues los eclesiásticos de cualquier nivel eran de los pocos privilegiados que sabían leer un libro en el virreinato, mientras que los hijos del pueblo como Vicente Guerrero permanecían en el analfabetismo. Alguien tuvo que leer Montesquieu y Rousseau para poder redactar los cimientos legislativos del embrión de país, llámese Sentimientos de la Nación y Constitución de Apatzingán, que casi nadie comprendía en 1814. Se podría simplificar el asunto y decir que el analfabetismo en México fue propiciado por el oscurantismo represor de la Iglesia Católica, pero bajo el imperio de la liberal y jacobina Constitución de 1857 las cosas no mejoraron demasiado. Ponciano Arriaga, de quien hablábamos en la columna anterior, fue de los pocos liberales que concibió un proyecto de educación pública y libro de texto gratuito en esa época, pero lo cierto es que en el México de Juárez el analfabetismo no fue abatido. Hace apenas cien años, cuando estalló la Revolución, en este país había un analfabetismo que rondaba el 90%. Francisco I. Madero era de los pocos señoritos cultos que leía y escribía, pero la inmensa mayoría de los mexicanos eran como Pancho Villa, hijos de la tierra formados a trancazos sin una sola letra a su alrededor. Visto en esa perspectiva, la cruzada cultural de José Vasconcelos fue un acto verdaderamente heroico, sin duda la mayor proeza de todo el movimiento revolucionario. Llevar las letras a los más abruptos confines de una nación sumergida en el más humillante atraso cultural. Vasconcelos logró mucho más que cualquier caudillo revolucionario, pero aun así su gran Arcadia de la raza cósmica quedó en una de las más fascinantes utopías que ha parido de nuestra historia. La república de los cultos del Ulises Criollo no existió nunca. No hay peor nostalgia que añorar aquello que jamás sucedió. México jamás fue un país de lectores, aunque es evidente que la juventud de los 60 leía más que la juventud de 2012. Hoy hay mucho menos analfabetismo que hace 50 años y sin embargo la gente lee menos libros. La encuesta hábitos de lectura de la Unesco ubica a México en el lugar 107 de 108 países estudiados. En su ensayo “La lectura como fracaso del sistema educativo”, Gabriel Zaid señala que hay 8.8 millones de mexicanos que han realizado estudios superiores o de posgrado, pero que el dieciocho por ciento de ellos (1.6 millones) nunca ha puesto pie en una librería. Cierto, nunca antes el nivel de alfabetización había sido mayor en el país si por alfabetización entendemos una persona que sabe la diferencia entre una A y una U y es capaz de leer y escribir una palabra, aunque su nivel de lectura nunca supere primero de primaria. Ojo, no se trata de tener un país de doctores en letras en donde en una fila de banco haya 30 personas leyendo a Daniel Sada o a Paul Auster, pero creo que al menos podríamos aspirar a vivir en una nación donde los diputados sean capaces de leer con fluidez un párrafo y donde el candidato favorito para la Presidencia de la República no sea un cabeza hueca con una cultura de telenovela y chatarra audiovisual. Y claro, no evado la culpa: los amantes a la lectura no hemos sido capaces de contagiar este placer cada vez más extravagante y sectario. Nos ha faltado creatividad y estamos huérfanos de ideas. Cuando de hacerla de promotor se trata, me limito a decir que le lectura no es un medio sino un fin en sí mismo, uno de los mayores placeres que tiene la vida cotidiana, un fascinante acto de hedonismo escapista, pero la gente no me cree y este tema de la crisis de la lectura no se agota en una sola columna, así que esto es solo el principio. Advertidos quedan.