Dinamitar el tren, más dudas que certezas. ¿Por qué dinamitarlo? Alguna hijaeputez había hecho esa locomotora. ¿Por qué inmolarse en plan de terrorista suicida? Aguardaba, sobre todo, la sordera que dejaría por herencia la explosión, el santísimo putazo, el metamorfosear en pedazo de carbón, pero el tren pasaba de largo y a mí solo me quedaba la urgencia de poner pies en polvorosa, de amontonar metros y metros de distancia entre la vía y mi cuerpo, porque la explosión como quiera se produciría pero yo sería la única víctima mientras el tren correría sano y salvo. Al final la bomba nos dejó esperando.
Wednesday, September 18, 2019
Tuesday, September 17, 2019
¿Les comenté ya que la posteridad es una jija de la chingada? Hablemos ahora de cómo doña Poste ha hecho de las suyas en el intrincado mundo de la literatura (y acaso de todas las artes). Ningún creador artístico, por célebre que llegue a ser en vida, tiene comprada su inmortalidad. Nadie tiene control o potestad alguna sobre la forma en que su obra trascenderá o se olvidará por completo después de su muerte. La posteridad tiene sus propias normas y en la perfección de su caos total suele ejecutar prodigios. “¿Genio? En este momento cien mil cerebros se conciben en sueños tan genios como yo y tal vez la historia no señale a ni uno, ni de tantas conquistas futuras quede más que estiércol”, dice el pessoano heterónimo Álvaro de Campos en su poema Tabaquería. Pessoa mismo pudo perfectamente ser uno de esos cien mil cerebros. ¿Imaginaría las decenas de selfies por minuto que se toman los turistas junto a su estatua en bronce afuera de la Brasilera? No lo creo. Después de una existencia tan mordelona e ingrata como la suya, ¿se imaginaba Cervantes que sería leído en el Siglo XXI? ¿Podría concebir a su Quijote reproducido en cómics, series de dibujos animados, óperas de Broadway y millones de cuadros y estatuillas en despachos de abogadetes que nunca lo han leído? Cervantes la perreó toda la vida y fue un milusos. En aquel entonces el famoso, el favorito y el estelar era Lope de Vega. Tampoco creo que Dante, malviviendo entre sus periódicos exilios, haya podido dimensionar su Comedia como una piedra angular del canon cultural occidental. ¿Qué o quién determina la valoración y la trascendencia póstuma de un libro? Si hablamos de literatura contemporánea el caso paradigmático de las jugarretas de la posteridad es Kafka. Franz murió creyéndose polvo e insignificancia pura. ¿Hay acaso muchos Pessoas y muchos Kafkas a los que nunca conoceremos? Un caso todavía más triste me parece el de Herman Melville. A diferencia de Kafka, Melville no mandó quemar manuscritos ni se aferraba al anonimato. Vaya que quiso trascender, pero su época le sacó la lengua y le dio la espalda. Herman tuvo tiempo de sobra para dimensionar su fracaso. A diferencia de otros genios incomprendidos, no murió joven e inédito, sino viejo y con bastantes libros. Sobrevivió cuarenta años a la publicación de su Moby Dick y en esas cuatro décadas el libro solo cosechó incomprensión, pésimas reseñas y ni una sola reedición o traducción, tiempo suficiente como para creer que tu obra cumbre se fue al basurero de la literatura y sin embargo, Moby Dick… es Moby Dick. Hoy en día damos por hecho que personajes como Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Philip Roth o Milan Kundera ya sacaron su pasaporte a la inmortalidad y sin duda pensamos que los leeremos dentro de dos siglos. ¿Será? Yo no estoy tan seguro. Siempre me pregunto si dentro de cien años todavía quedarán en el mundo lectores de novelas.
Monday, September 16, 2019
La posteridad es una grandísima hija de la chingada, rejega y caprichosa como ella sola. Nadie tiene control alguno sobre la forma en que será recordado u olvidado después de muerto, sobre todo con una mitología historiográfica tan sui géneris como la mexicana. Una ley infalible es que aquellos personajes que se obsesionan demasiado por su dimensión histórica acaban en calidad de parias o apestados. La posteridad les saca la lengua y les da la espalda. Los caudillos que en vida se erigieron monumentos, se cantaron himnos y bautizaron ciudades con su nombre, acaban marginados del gran banquete donde liban los héroes. Hay quienes llegaron a conocer el Olimpo en vida y tuvieron argumentos de sobra para creerse que la patria los tributaría por toda la eternidad. Pienso, sobre todo, en Agustín de Iturbide y en Porfirio Díaz. Al momento de coronarse emperador en 1822, Iturbide tenía razones para creerse el cuento de su inmortalidad. Vaya, llevaba el cetro de un imperio descomunal que lo aclamaba como libertador y aunque su gloria fue de lo más efímera, en algún momento se sentó en los cuernos de la luna. Mucha más duradera y sólida fue la gloria de Díaz. La noche en que celebró sus 80 años de vida y el Centenario de la Independencia, don Porfi era aclamado y respetado por mandatarios de todo el mundo, reconocido como el gran estadista de América. Le sobraban argumentos para pensar en que siglos después de su muerte México lo seguiría tributando y que las grandes avenidas del país llevarían su nombre. La otra cara de la moneda, es la de aquellos que se sacaron el premio mayor en la lotería de la posteridad. El caso más representativo de todos es por mucho el de Miguel Hidalgo. Al momento de morir, el cura de Dolores podía pensar que su destino sería el basurero de la historia. Su fallido alzamiento apenas había durado seis meses. No había una estrategia militar ni mucho menos objetivos políticos claros, fuera de salir a “coger gachupines”. Ambigüedad e improvisación fueron la esencia de su efímera revuelta y ni siquiera alcanzó a diseñar un esbozo de proyecto de nación independiente. No solo cargaba a cuestas con la derrota total y la traición, sino que al momento de ser capturado, Hidalgo había sido degradado y despojado del mando por sus propios subalternos que le perdieron la confianza y lo consideraban un inepto. De hecho, era ya una especie de prisionero de su diezmada tropa. Allende, quien se quedó con el mando, hizo lo posible por matarlo y lo trató de envenenar varias veces. Al momento del juicio, los caudillos se acusaron mutuamente y se repartieron culpas en afán de salvar el pellejo. Hidalgo no consiguió absolutamente nada (nadita de nada) pero aun así es el Padre de la Patria (de una patria que ni siquiera en su mente alcanzó a concebir). Lo dicho: el premio gordo en la canija ruleta de la posteridad. (DSB)