Déjame entrar
John Ajvide Lindqvist
Espasa
Por Daniel Salinas Basave
El horror, el horror. El eco de las palabras pronunciadas por capitán el Kurtz frente a Marlow al final del “Corazón de las Tinieblas” suena macabro en nuestro subconsciente. El horror, ese adictivo néctar oscuro que a cada momento buscamos, no siempre con éxito, en novelas y películas. Buscadores del horror somos, como cazadores de un diamante oculto entre la paja, como si esta aburrida y amodorrada tranquilidad reclamara cada cierto tiempo la necesaria dosis de perturbación e inquietud del alma. Nuestros demonios son compañeros fieles, pero a veces les da por dormir la mona. ¿De verdad queremos despertarlos? Camina por los pasillos de cualquier librería comercial y encuentra la respuesta. Haz la prueba y empieza a contar: ¿cuántos libros de vampiros hay en la mesa de novedades? Me atrevería a decir que más de la mitad de las portadas tienen que ver con principitos de la oscuridad. Al tren del fenómeno adolescente de Stephanie Meyer se han subido varios cientos de oportunistas. No sólo reeditaron toda la obra de la evangélica y arrepentida Anne Rice, que hoy reniega del vampirismo, sino que se dieron a la tarea de sacar bajo las piedras cuanta pluma abreve en los colmillos de los seductores hematófagos. Vaya, hasta el cuento “Vlad” de la celebérrima vaca sagrada Carlos Fuentes, incluido hace seis años en la colección “Inquieta compañía”, ha sido reeditado como novedad, con portada gótica ad hoc, como si el autor de “La región más transparente” se hubiera subido al trenecito del best seller vampiril. La industria editorial sigue sacando jugo -o sería más adecuado decir sangre- a ese viejo colmilludo, reciclado una y otra vez en la literatura. Ya perturbó a los discípulos del romanticismo en el Siglo XVIII con letras góticas fundacionales como El Castillo de Otranto y Bram Stoker se encargó de invitarlo a las húmedas pesadillas de las damas victorianas de finales de del Siglo XIX. Sí, el vampiro ha hecho un pacto con la eternidad y una vez más lo vemos salir de su ataúd, ahora vestido con trajecito de graduado de secundaria. Esos vampiritos “teenagers” de Stephanie Meyer, lindos yernos bien portados que toda madre mormona soñaría con llevar a casa, son la manifestación más ñoña y naif que se ha hecho de los seres de la oscuridad. En semejante panorama tan atiborrado de mordidas en el cuello: ¿vale la pena apostar por recomendar otro libro de vampiros? La respuesta es sí. Hay un libro de vampiros que escapa a cualquier cosa parecida al cliché. Su edición en español es muy reciente y sin embargo no está en la mesa de novedades editoriales. ¿Están preparados para el verdadero horror? Dejen entrar a John Ajvide Lindqvist. El narrador sueco habla de vampiros, pero nada tiene que ver con esta nueva moda de chupasangres. Antes de llegar a las yugulares desangradas, que las hay por cierto, el horror yace en la atmósfera, en el retrato de los sombríos habitantes de las páginas de “Déjame entrar” (Lat den ratte komma in en sueco y Let the right one in en inglés). El horror habita las heladas calles de Blackeberg, suburbio de Estocolmo. El horror es, de entrada, una intuición, apenas un presagio y sin embargo está ahí. Su esencia se respira, su espíritu se infiltra. Por alguna razón la novela inquieta desde los primeros párrafos, cuando nos topamos con un preadolescente solitario y alucinado llamado Oskar que colecciona recortes de prensa sobre macabros asesinatos, mientras soporta con estoicismo las burlas de sus compañeros de secundaria e imagina venganzas fantásticas en la profundidad del bosque. Un helado atardecer, Oskar encuentra a Eli, la nueva vecinita que se pasea descalza en la nieve impregnando su fuerte olor. Eli tiene doce años pero es tan ligerita y pequeña, que parece de menos edad aunque veces luce canas y una cara demacrada que a la noche siguiente contrasta con un rostro lozano de niña. En los bosques de Blackberg se comete un crimen que horroriza a la población y después desaparece un hombre. Un asesino en serie merodea el suburbio, mientras Eli y Oskar se entregan a sus fantasías. Estamos ante una novela de misterio y horror donde el juego de la tensión es factor clave, así que evitaré dar cualquier detalle. Baste señalar que el ágil estilo narrativo de Ajvide Lindqvist se sumerge en diálogos internos y fantasías de sus personajes al tiempo que alterna escenarios paralelos y planos secuenciales con miradas distintas. Ajvide Linqvist conquista lectores en pleno boom de la narrativa negra sueca. El color negro y el elemento misterio podrían inscribirlo en el catálogo de Mankell, Larsson, Lackberg y compañía. La diferencia, es que sus colegas policiales apuestan por la lógica racional deductiva de un Connan Doyle. En Mankell y Larsson hay asesinos seriales, psicópatas despiadados pero sometidos todos a un orden humano. Lindqvist en cambio apuesta por el elemento sobrenatural, si bien los escenarios e incluso la lógica de sus personajes es muy similar a la del policiaco nórdico tradicional. De hecho, si hay algo que hermana a Lindqvist con sus colegas detectivescos (aunque Lindqvist diga que lo único que tiene en común con Stieg Larsson es haber nacido en Suecia) es el contexto sociocultural de las novelas con esa dosis de crítica al sistema. Más allá del asesino serial o de la bestia, está retratada una sociedad triste de familias desintegradas, de derrumbes existenciales, de sueños eternamente postergados. En Blackberg hay un vampiro, es cierto, pero también hay drogadictos, proxenetas, fanáticos religiosos, alcohólicos y altos niveles de depresión, frente a los cuales el terror sobrenatural irrumpe de repente, como si de pronto emergieran a la superficie los demonios interiores dormidos en nuestras inexploradas profundidades ontológicas.