Eterno Retorno

Thursday, September 09, 2010


Déjame entrar
John Ajvide Lindqvist
Espasa

Por Daniel Salinas Basave

El horror, el horror. El eco de las palabras pronunciadas por capitán el Kurtz frente a Marlow al final del “Corazón de las Tinieblas” suena macabro en nuestro subconsciente. El horror, ese adictivo néctar oscuro que a cada momento buscamos, no siempre con éxito, en novelas y películas. Buscadores del horror somos, como cazadores de un diamante oculto entre la paja, como si esta aburrida y amodorrada tranquilidad reclamara cada cierto tiempo la necesaria dosis de perturbación e inquietud del alma. Nuestros demonios son compañeros fieles, pero a veces les da por dormir la mona. ¿De verdad queremos despertarlos? Camina por los pasillos de cualquier librería comercial y encuentra la respuesta. Haz la prueba y empieza a contar: ¿cuántos libros de vampiros hay en la mesa de novedades? Me atrevería a decir que más de la mitad de las portadas tienen que ver con principitos de la oscuridad. Al tren del fenómeno adolescente de Stephanie Meyer se han subido varios cientos de oportunistas. No sólo reeditaron toda la obra de la evangélica y arrepentida Anne Rice, que hoy reniega del vampirismo, sino que se dieron a la tarea de sacar bajo las piedras cuanta pluma abreve en los colmillos de los seductores hematófagos. Vaya, hasta el cuento “Vlad” de la celebérrima vaca sagrada Carlos Fuentes, incluido hace seis años en la colección “Inquieta compañía”, ha sido reeditado como novedad, con portada gótica ad hoc, como si el autor de “La región más transparente” se hubiera subido al trenecito del best seller vampiril. La industria editorial sigue sacando jugo -o sería más adecuado decir sangre- a ese viejo colmilludo, reciclado una y otra vez en la literatura. Ya perturbó a los discípulos del romanticismo en el Siglo XVIII con letras góticas fundacionales como El Castillo de Otranto y Bram Stoker se encargó de invitarlo a las húmedas pesadillas de las damas victorianas de finales de del Siglo XIX. Sí, el vampiro ha hecho un pacto con la eternidad y una vez más lo vemos salir de su ataúd, ahora vestido con trajecito de graduado de secundaria. Esos vampiritos “teenagers” de Stephanie Meyer, lindos yernos bien portados que toda madre mormona soñaría con llevar a casa, son la manifestación más ñoña y naif que se ha hecho de los seres de la oscuridad. En semejante panorama tan atiborrado de mordidas en el cuello: ¿vale la pena apostar por recomendar otro libro de vampiros? La respuesta es sí. Hay un libro de vampiros que escapa a cualquier cosa parecida al cliché. Su edición en español es muy reciente y sin embargo no está en la mesa de novedades editoriales. ¿Están preparados para el verdadero horror? Dejen entrar a John Ajvide Lindqvist. El narrador sueco habla de vampiros, pero nada tiene que ver con esta nueva moda de chupasangres. Antes de llegar a las yugulares desangradas, que las hay por cierto, el horror yace en la atmósfera, en el retrato de los sombríos habitantes de las páginas de “Déjame entrar” (Lat den ratte komma in en sueco y Let the right one in en inglés). El horror habita las heladas calles de Blackeberg, suburbio de Estocolmo. El horror es, de entrada, una intuición, apenas un presagio y sin embargo está ahí. Su esencia se respira, su espíritu se infiltra. Por alguna razón la novela inquieta desde los primeros párrafos, cuando nos topamos con un preadolescente solitario y alucinado llamado Oskar que colecciona recortes de prensa sobre macabros asesinatos, mientras soporta con estoicismo las burlas de sus compañeros de secundaria e imagina venganzas fantásticas en la profundidad del bosque. Un helado atardecer, Oskar encuentra a Eli, la nueva vecinita que se pasea descalza en la nieve impregnando su fuerte olor. Eli tiene doce años pero es tan ligerita y pequeña, que parece de menos edad aunque veces luce canas y una cara demacrada que a la noche siguiente contrasta con un rostro lozano de niña. En los bosques de Blackberg se comete un crimen que horroriza a la población y después desaparece un hombre. Un asesino en serie merodea el suburbio, mientras Eli y Oskar se entregan a sus fantasías. Estamos ante una novela de misterio y horror donde el juego de la tensión es factor clave, así que evitaré dar cualquier detalle. Baste señalar que el ágil estilo narrativo de Ajvide Lindqvist se sumerge en diálogos internos y fantasías de sus personajes al tiempo que alterna escenarios paralelos y planos secuenciales con miradas distintas. Ajvide Linqvist conquista lectores en pleno boom de la narrativa negra sueca. El color negro y el elemento misterio podrían inscribirlo en el catálogo de Mankell, Larsson, Lackberg y compañía. La diferencia, es que sus colegas policiales apuestan por la lógica racional deductiva de un Connan Doyle. En Mankell y Larsson hay asesinos seriales, psicópatas despiadados pero sometidos todos a un orden humano. Lindqvist en cambio apuesta por el elemento sobrenatural, si bien los escenarios e incluso la lógica de sus personajes es muy similar a la del policiaco nórdico tradicional. De hecho, si hay algo que hermana a Lindqvist con sus colegas detectivescos (aunque Lindqvist diga que lo único que tiene en común con Stieg Larsson es haber nacido en Suecia) es el contexto sociocultural de las novelas con esa dosis de crítica al sistema. Más allá del asesino serial o de la bestia, está retratada una sociedad triste de familias desintegradas, de derrumbes existenciales, de sueños eternamente postergados. En Blackberg hay un vampiro, es cierto, pero también hay drogadictos, proxenetas, fanáticos religiosos, alcohólicos y altos niveles de depresión, frente a los cuales el terror sobrenatural irrumpe de repente, como si de pronto emergieran a la superficie los demonios interiores dormidos en nuestras inexploradas profundidades ontológicas.

Wednesday, September 08, 2010



Los errantes fantasmas de Padilla

Por Daniel Salinas Basave

Hay pueblos gobernados por sus fantasmas. Sus muertos no los dejan vivir en paz. Dos siglos y millones de litros de agua no parecen ser suficientes para borrar la sombra de sus espectros. Padilla, poblado del centro de Tamaulipas, carga a cuestas los fantasmas de un mártir y un suicida. Un hombre fue injustamente fusilado en ese pueblo. Ocho años después, otro hombre decidió quitarse la vida frente a la tumba del mártir. El lugar donde la sangre se derramó es un misterio inundado. El viejo Padilla yace desde hace cuatro décadas bajo las aguas de una presa. Las sucesivas inundaciones fueron acabando con el pueblo. Hoy existe el nuevo Padilla y la Villa Náutica de la Presa Vicente Guerrero, paraíso de la pesca deportiva y las carreras de lanchas, pero hasta la nueva versión del poblado parece contagiada por los espíritus inquietos de sus muertos. Hay quien dice que cuando Agustín de Iturbide fue fusilado, Padilla murió con él. Esa ejecución, consumada el 19 de julio de 1824, fue un tatuaje en la historia del pueblo que ni las inundaciones ni la presa pudieron borrar. La mayor paradoja, o acaso debamos llamarlo escupitajo del destino, es que la presa bajo cuyas aguas yace el sitio donde cayó muerto Iturbide, se llame Vicente Guerrero, su contraparte insurgente en el inexistente abrazo de Acatempan, simbólico segundo de a bordo en el Ejército Trigarante que consumó la Independencia y verdugo de su Imperio. Los amos de la historia oficial determinaron que en ese abrazo había un héroe y un villano. El héroe es Guerrero, cuyo nombre se inmortalizó en una entidad federativa, varias decenas de municipios y miles de calles y escuelas. De pilón, tiene una presa en Tamaulipas bajo cuyas aguas yace la tumba ignota del malogrado emperador que no tuvo derecho ni a una placa conmemorativa que diera un norte sobre la ubicación del lugar exacto donde cayó su cadáver. La de Iturbide fue una corona fúnebre desde el momento en que fue ceñida. Menos de diez meses duró su triste imperio, el que abarcó mayor territorio y fue a la vez el más efímero en toda la historia de América. Exiliado en 1823, Iturbide se marcha con su familia a Italia y a Inglaterra en donde recibe entusiastas cartas de sus partidarios que le instan a retornar asegurándole que al desembarcar habrá miles de mexicanos aclamándolo. Egocéntrico y vanidoso al fin, Iturbide se cree las versiones de sus allegados y decide tomar el barco de regreso a México. Lo que ignora es que en su ausencia el Congreso lo ha declarado traidor a la Patria y ha firmado su sentencia de muerte. Al llegar a costas tamaulipecas no lo aguardan los miles de entusiastas seguidores prometidos en las cartas, sino el militar republicano Felipe de la Garza que lo aprehende apenas pisa tierra mexicana. La leyenda cuenta que De la Garza lo reconoce por su forma de galopar en la playa. Se forma un consejo de guerra “exprés” y la sentencia de muerte es ejecutada. El libertador de México cae abatido por las balas republicanas en el paredón de Padilla. El pueblo tiene su primer fantasma, el mártir, pero hemos dicho que aquí hay también un suicida, cuya historia es de una fatalidad propia de tragedia griega. En el momento en que la sentencia de muerte de Iturbide se ejecuta, el Ministro de Guerra y Marina de la naciente República es Manuel Mier y Terán, el mismo que agradece oficialmente a De la Garza por la captura y ejecución de Iturbide. Manuel Mier y Terán es la esencia de la historia de lo que pudo haber sido, un hombre brillante con un destino trágico. Fue lugarteniente de José María Morelos Morelos y a la muerte del Siervo de la Nación, todo indicaba que sería su sucesor en el mando del Ejército Insurgente, pero Mier y Terán no logra aglutinar bajo su mando a los otros dos combatientes que sobrevivían, Guadalupe Victoria y Vicente Guerrero, los futuros presidentes de México. Mier y Terán acaba acogiéndose al indulto del Virrey Juan Ruiz de Apodaca y se rinde. Su prestigio como militar, sin embargo, es intachable, lo cual le vale ser nombrado el primer ministro de Guerra en la historia de la República una vez consumada la Independencia, cargo bajo el cual firma la sentencia de muerte de Agustín de Iturbide. La historiografía seria jamás hablará de espíritus y fantasmas, pero parece ser que el espectro del emperador poseyó a Mier y Terán y selló su cruel destino. Aunque en el campo de batalla sigue obteniendo triunfos, destacando su triunfo en la batalla de Tampico donde derrota a la expedición de reconquista española encabezada por Isidro Barradas (cuya medalla se cuelga Santa Anna y cuyo principal aliado es la fiebre amarilla que contagió a los gachupines) Mier y Terán no encuentra la paz. En 1832 Manuel Mier y Terán era el máximo presidenciable del país, el favorito para suceder a Anastasio Bustamante y hacer sombra a la creciente figura de Santa Anna, sin embargo, un fantasma lúgubre posee el alma del militar. Justo cuando estaba a punto de lanzar su candidatura presidencial, Mier y Terán decide visitar la tumba de Iturbide en el poblado de Padilla, a donde llega el 2 de julio de 1832. El militar llora frente al sepulcro del emperador y pide perdón, pero no encuentra consuelo. Mier dirige desgarradoras palabras al difunto: “Perdona a los que te ofendieron y ruega a Dios por el bien de la Patria”. Al amanecer del 3 de julio de 1832, Manuel Mier y Terán se asea, se viste con su uniforme de gala y vuelve a dirigirse solitario rumbo a la tumba de Iturbide. Sus hombres lo miran a una prudente distancia. Pronuncia unas palabras inaudibles. Después saca su espada, se la coloca sobre el corazón y la encaja con todas sus fuerzas. El cuerpo del suicida cae sobre el sepulcro del emperador. Su última voluntad es ser enterrado a lado de Iturbide. Hoy, los dos espectros, el suicida y el mártir, moran en las aguas que inundaron el viejo villorrio tamaulipeco donde hasta la moderna Villa Náutica ha empezado a quedarse sola carcomida por el abandono y el narco-terror que azota al Noreste de la República. La historia nacional es rica en muertos sin descanso.