Nunca llegué a mi cita con la Historia. La hija de la chingada pasó frente a mí como un tren que se sigue de largo sin detenerse en la última estación. Ahora ya puedo hablar en tiempo pasado y afirmar que nunca en 33 años como periodista fui testigo privilegiado de algo que valga la pena narrarse. La Historia con mayúsculas siempre fue esquiva y mi destino fue malgastar mi vida tecleando millones y millones de palabras que fueron envoltura de tomates, gorrito de pintor o cagadero de canarios. Mis notas no eran escritas para ser leídas sino para engordar un pretexto. Mis únicos lectores fieles fueron los empleados de comunicación de las oficinas públicas que cada mañana debían entregar a sus superiores un resumen de lo publicado en todos los periódicos e incluso ellos deben haberme leído a ojo de pájaro, sin hacer demasiadas pausas para analizar lo escrito, pues lo único seguro tratándose de notas mías, es que ahí no encontrarían nada interesante ni digno de ser reportado.
Mi gran aporte a la historia del periodismo fue mi velocidad y exactitud para transcribir discursos de políticos. También mi habilidad para destacar siempre las frases más rimbombantes en tres horas de interminable letanía. Ególatras por naturaleza, los candidatos o funcionarios que las pronunciaban estaban enamorados de sus propias peroratas y eran capaces de conmoverse hasta las lágrimas cuando leían sus cursilerías destacadas en negritas.
Friday, April 11, 2014
Tuesday, April 08, 2014
Extraña es la fauna que ronda en torno a ese vasto y a menudo intrincado ecosistema llamado cultura. En esa cadena alimenticia sobran lactantes cuya existencia entera transcurre sin despegarse jamás de la ubre presupuestal. Aunque posiblemente desearon trascender en alguna disciplina artística, la realidad es que como creadores fueron mediocres, si bien muy pocos asumieron conscientemente su fracaso. A falta de talento creador, estos especímenes encontraron su modus vivendi en una serie de actividades emparentadas con las relaciones públicas y el tráfico de influencias. Basta hablar un poquito con ellos para darse cuenta que no son lectores y que de literatura no saben nada (lo cual se evidencia en sus bochornosas y delatoras faltas de ortografía) aunque eso sí, conocen al dedillo el teje y maneje de cada institución cultural. A leguas se nota que la lectura no les apasiona ni los ha vuelto locos, pero cuidado, porque como profesionales de la intriga son capaces de contarte vida, obra, chismes y esqueletos en el closet de cada funcionario de Conaculta, ICBC, Imac y similares. Saben de programas para bajar recursos, de tajadas presupuestales susceptibles de ser mordidas en nombre del arte. Saben de grilla y de bajas pasiones; de funcionarios incompetentes a los que es posible marear con un discursito rimbombante. Han pasado largas horas de sus vidas haciendo antesala en las oficinas públicas donde practican con maestría el arte de lambisconear burócratas culturales a los que pueden tumbar dinero para sus actividades de promoción. En teoría, su doctorado en el arte de bajar recursos debe traducirse en una oferta más amplia para nosotros, los simples consumidores de cultura. El problema es que hasta ahora esta fauna promotora ha servido de nada en mi vida. Como consumidor de cultura que soy, esos tipos podrían no haber nacido y en mi existencia no pasaría nada. Yo soy un adicto a la lectura que a veces escribe. He podido pasar algunos días de mi vida sin escribir pero nunca he podido pasar medio día sin leer. No exagero si digo que para mí la feria del libro se celebra todo el año pues no pasa una semana de mi vida sin que compre por lo menos un nuevo ejemplar para mi biblioteca. Para satisfacer esta adicción bibliófila cuento con grandes aliados como don Alfonso López, a quien los lectores de esta ciudad debemos tanto. Cuento con nuevos talentos libreros como Vianett Medina y René Castillo, que tienen el ojo y la constancia para traer buena literatura a la ciudad. Mi devoción a promotores con el corazón de un Ugo Palavicino (Q.E.P.D.) o el espíritu de la maestra Tere Riqué. Mi respeto a quien ha dejado un poquito de su alma en abrirnos la puerta a otros mundos. El problema es que son minoría. Durante las dos pasadas ediciones de la Feria del Libro de Tijuana participé como consejero y como expositor, presentando mis libros y los de otros colegas. Quise aportar algo más para la próxima edición, pero topé con un muro de mierda y basura humana en el IMAC. Tampoco es que importe tanto o me quite sueño. Yo sigo celebrando y disfrutando mi propia feria del libro cada semana.
Me acabo de hacer de El libro de Monelle de Marcel Schwob, de La luna y las hogueras de Cesare Pavese y de Amuleto de Roberto Bolaño. Disfruten de su feria donde quiera que vaya a celebrarse, que yo estoy disfrutando de la mía. DSB