Lo bello y lo triste horadando el alma en lo profundo.
¿Cuál
ha sido mi lectura más intensa de esta primera mitad del año? Al respecto, no
tengo ninguna duda: Hamnet, de la autora irlandesa Maggie O’ Farrell. Es el
libro que emocionalmente más me involucró y afectó en esta primavera que
termina, aunque mi relación con la obra, debo decirlo, no fue sencilla. Por
momentos llegaba a ser tan desoladora, que debía dejarla algunos días. Y ojo,
cuando hablo de intensidad no me refiero a una prosa extrema o tremendista. No
es la intensidad de una montaña rusa, sino la de una delicada y tristísima
sonata en una tarde oscura. Hamnet es un libro delicadísimo, lleno de detalles,
capaz de crear una atmósfera en donde irremediablemente quedas envuelto. No hay
agilidad sino lentitud y es ese ritmo pausado el que te va tomando en sus manos
y te va sumergiendo en su melancolía.
Más
allá del contexto histórico, Hamnet es la desgarradora historia de la muerte de
un niño narrada o sentida desde la mirada de la madre.
La
lenta muerte por enfermedad, la angustia que la antecede y la desolación
absoluta del duelo, el vacío abismal de la falta del ser querido que nada
compensa. Sin duda el dolor más grande, la muerte de un hijo, narrado de una
forma en la que sin contemplaciones acabas dentro de la piel y el alma de la
mamá.
¿Novela
histórica? No lo creo o al menos sería un concepto limitante dejarla en eso. El
contexto es solo un punto de partida para narrar un drama universal: la muerte
de un niño es tan desgarradora en el Siglo XVI o en el XXI. Sin embargo
sabemos, porque la contraportada así nos lo dice, que Hamnet es el hijo de Shakespeare
y Anne Hathaway, aunque el Bardo jamás es nombrado ni siquiera por su nombre
pila. En la novela es tan solo el profesor de latín, el marido que se va a
vivir a Londres y triunfa en los corrales de comedias. La madre no es Anne sino
Agnes, una suerte de hada o bruja encarnada al espíritu del bosque, conocedora
de los poderes medicinales de las plantas y capaz de mirar o percibir universos
paralelos. Hay escarceos con eso que llaman realismo mágica y una minuciosidad
descriptiva tan pulcra, que acabas siendo parte del microcosmos de
Stratford-upon-Avon: la vida cotidiana, los olores, las sensaciones, los
sabores, la suciedad, la omnipresencia de los animales. La larguísima
descripción del viaje de la pulga de la peste bubónica desde Alejandría a la campiña
inglesa es orfebrería pura.
Asumo
que Maggie O’ Farrell no ha leído a José Revueltas, pero hay una imagen que es
hermana literaria de la primera escena de El luto humano: “La muerte estaba
ahí, blanca, en la silla con su rostro”. Tanto la irlandesa como el duranguense
describieron la imagen de una muerte espectral y acechante, posada en un rincón
de la habitación donde agoniza un niño, aguardando paciente el momento de tomar
posesión de su cuerpo.
Sí,
esa escena es pura esencia de Revueltas y sin embargo este libro solo pudo ser
escrito por una mujer. Perdónenme si mi comentario resulta sexista, pero un
hombre no podría escribir una novela como Hamnet. No veo cómo. Es uno de los
libros más radicalmente femeninos que he leído en los últimos años.
Hamnet
Shakespeare existió. Murió en agosto de 1596 a los once años de edad, afectado
(se cree) por la peste bubónica. Hamnet era hermano gemelo de Judith y se
interpreta que inspiró el Hamlet. El Cisne quiso revivir a su hijo en un
príncipe danés y convertirse él en espectro. Sea como sea, el hecho inspiró a
Maggie O Farrell a crear la novela más hermosamente desoladora que se ha
escrito sobre la descendencia shakespeareana. Lo bello y lo triste (Kawabata
dixit) horadando el alma en lo profundo. Dos certidumbres me quedan: voy ahora
a releer Hamlet con otros ojos y no olvidaré fácilmente la tremenda melancolía
que me impregnó esta novela.