Eterno Retorno

Friday, December 04, 2020

disfrazarse de otro escritor

 Escribir es ser otro, había jurado una y otra vez, pero Ánimas Rocafuerte no podía dejar de ser él mismo. Intentó sin éxito disfrazarse de otro escritor e intentar estilos, expresiones y temáticas radicalmente ajenas a lo que creía era su esencia. Su voz narrativa, si es que existía, era una terca redundancia, un chapoteo en el pantano de frases hechas, un limitado y predecible glosario. Ánimas tenía ganas de escribir como nunca escribiría, de invocar un heterónimo capaz de romperle el engranaje a su machacadísimo  estilo y ponerlo a trabajar en una página en donde no hubiera ni vestigio de su esencia. Hay quien dice que lo más duro para un escritor es encontrar su propia voz. Ánimas la había encontrado, pero empezaba a estar harto de ella.  

Thursday, December 03, 2020

Retumbaba en la ventana el ventarrón santaanero

 


Dejemos hablar al viento, sugirió Juan Carlos Onetti y el canijo habló fuertísimo, toda la noche sin parar. Retumbaba en la ventana el ventarrón santaanero y en mis alucinantes sueños duermeveleantes imaginaba que nuestra casa, como la de Dorothy, se iba volando a un reino peninsular de Oz. La región amaneció coronada de incendios, pero nuestros adornos navideños exteriores, contra todos los pronósticos, sobrevivieron. Dejemos hablar al viento, Vientos de cuaresma, La sombra del viento, Vientos de Santa Ana. ¿Cuántas novelas llevan al viento en el título? Deben ser muchísimas y estos días se escribirán unas cuantas más, porque el ventarrón no tiene en sus planes sosegarse.

Wednesday, December 02, 2020

amasijo de monsergas

 


Todo cuanto Margot posee cabe en la cajuela de su vieja camioneta Mazda. El resto, que es poquísimo,  quedará en el departamento a disposición de quienes lo vengan a inspeccionar cuando finalmente la declaren desparecida. Los pocos muebles – cama, refrigerador, estufa y sofá-  pertenecen a su rentera. El resto es ropa en desuso, discos compactos,   parafernalia académica y periódicos viejos. Al final del camino, piensa Margot, la operación desprendimiento ha rendido frutos. En los últimos dos años se dio a la tarea de quitarse de encima un lastre de pertenencias, un amasijo de monsergas diversas a las que se aferraba con enfermizo apego. Chamarras y botas de cuero cubiertas de hongos,  grabadoras y casetes en donde almacenaba intrascendentes entrevistas de sus años novatos,  cámaras de rollo,  celulares prehistóricos, más de dos millares de libros y una apolillada hemeroteca que le ocupaba medio closet. Ahí estaban, haciendo bulto, ediciones de The Oregonian de 1993, con sus primeras notas firmadas refundidas en las páginas interiores. Sus primeras entrevistas de plana completa y su primera portada, con la cobertura de unos devastadores incendios forestales en la primavera de 1995. Cada cierto tiempo, sobre todo en sus solitarias borracheras,  se entregaba a la lectura de su acervo con una mezcla de nostalgia y rabia. Le encabronaba comprobar una vez más cuántos años de su vida se habían consumido en la intrascendencia, empujando la piedra de Sísifo del diarismo. Cientos de notas y artículos que cobraron una altísima factura en insomnios,  malpasadas y migrañas, estaban ahí, haciendo bulto entre las polillas. Nombres de funcionarios y lidercillos intrascendentes, seguimientos de noticias y escándalos que ya nadie recordaba, el obsoleto espíritu de una época en donde un pedazo de papel con tinta aún marcaba la pauta de las mañanas. Le daba rabia pero al final era más fuerte la saudade. Después de todo, inmersa en esa eterna malpasada había conocido algo parecido a esa cosa que llaman felicidad o emoción, aunque eso lo supo muchos años después, cuando yacía mortalmente aburrida en sopor del mundo académico.

Le pudo más desprenderse de los periódicos viejos que de los libros. Ambos los fue donando en tandas a la biblioteca pública, jurándose que regresaría cada cierto tiempo a revisarlos. Al final se quedó con unos 50 libros y unos diez recortes de periódicos que ahora yacen empacados en la cajuela de la vieja camioneta. La divina sensación de ligereza. Unos cuantos libros, unas cuantas prendas, una sola cámara, su Lap Top y el teléfono. Todo se va con ella y con ella se perderá en la ignota vastedad austral de la península.

Tuesday, December 01, 2020

El supersticioso ateo embrujado

 

 

Aquello se había vuelto incluso psicosomático: cuando estaba frente al teclado tratando de pergeñar una siempre rejega primera frase, Ánimas era invadido por un sopor que pesaba como piedra. Era incluso como estar habitado por un ente externo, una suerte de posesión que tornara su cuerpo pesado, pesadísimo e hiciera impostergable la necesidad de acostarse y cerrar los ojos. Era una reacción casi automática al siempre infructuoso intento de crear.

En su calidad de ateo supersticioso y racionalista ilustrado creyente en las artes de hechicería, Ánimas llegó a creer en su fuero interno que estaba embrujado. Tal vez el dios en el que decía no creer lo había castigado por su soberbia, pues en algún momento llegó a perder piso y a creer que podía ganar premios literarios a voluntad. Tampoco era descartable algún trabajo de magia negra producto de las malas voluntades y las envidias, que en el gremio de los literatos siempre han sobrado.  Algunas veces llegó a estar seguro de que alguno de los tantos malqueridos del oficio había hecho un muñeco vudú con su figura y lo había llenado de alfileres condenándolo a experimentar un cansancio devastador cada que intentaba sentarse frente al teclado con afán  de engendrar un embrión literario.  Si alguna curandera le hubiera hablado de hacerse una limpia o practicar un exorcismo, Ánimas lo habría creído de buena gana, pues estaba seguro de que esa crónica modorra debía obedecer a una causa externa.

Al supuesto embrujo hay que sumar las mil y una salidas por la tangente que Ánimas tenía a la mano en su cotidiano y predecible  ritual de procrastinar.

Tantísimo atardecer derramado.

 

Como ráfaga de otoñal viento se nos fue el noviembre de las sombras largas y los cielos desnudos. De las neblinas fantasmales de los primeros días pasamos a los azulísimos cielos de la condición Santa Ana. Tiempo de obituarios y condolencias como ritual de vida diaria y de mirar la propia vida como vela en medio de la tormenta. Mientras Baja California parece condenada a volver al rojo del semáforo (del que acaso no salimos nunca) y el arresto domiciliario se prolonga indefinidamente, la única conclusión posible es que en su aparente inmovilidad, el 20 se consumió como arena en puño dentro de un zoom con complejo de eternidad. Diciembre será un soplo y por herencia nos quedará tantísimo atardecer derramado.

Sunday, November 29, 2020

Un desconocido yacimiento de creatividad

 

El colmo de lo iluso,  es que Ánimas aún albergaba la esperanza de encontrar  un desconocido yacimiento de creatividad en alguna ignota profundidad interior. Cuestión de abrir la válvula de la imaginación, de destapar la obturada arteria por donde fluyen las ideas. Bastaba un  cambio en el biorritmo, una improbable alineación astral, un estallido interior. Una dosis de fuerza de voluntad, un  cambio en la alimentación, un acopio de disciplina y listo. Se había repetido esos mantras una y otra vez tratando de convencerse de que la inspiración es una patraña, que la creación literaria es pura talacha de obrero y cero alucinaje de artista. Lo había repetido una y otra vez en talleres, decálogos y entrevistas: ser escritor es como ser albañil o carpintero, un oficio que requiere encallarse las manos. El talento se trabaja y se va esculpiendo con la constancia, como ir tallando una roca todos los días. Se requiere voluntad y disciplina solamente. El resto son puñetas mentales. Se quiso aferrar a esos mantras y creerse el amo y señor de su escritura. Para dar forma a un buen texto solo basta con querer escribirlo. El problema es que la escritura talachera de esforzado albañil topaba sin remedio con la muralla del sueño inaguantable, la distracción o la vil desidia. Al intentar escribir experimentaba una sensación idéntica a la vivida en primaria o secundaria cuando hacer la tarea era más que una tortura. La escritura era solamente eso, un deber con el cual cumplir para obtener una palomita o una calificación aprobatoria. Se la pasaba mirando el contador de caracteres  y se obligaba a no levantarse de la silla hasta por lo menos alcanzar las mil palabras por día, aunque a menudo llegara como un nadador al borde de la asfixia, como un boxeador pidiendo esquina.