Todo cuanto Margot posee cabe en la
cajuela de su vieja camioneta Mazda. El resto, que es poquísimo, quedará en el departamento a disposición de
quienes lo vengan a inspeccionar cuando finalmente la declaren desparecida. Los
pocos muebles – cama, refrigerador, estufa y sofá- pertenecen a su rentera. El resto es ropa en
desuso, discos compactos, parafernalia académica y periódicos viejos. Al
final del camino, piensa Margot, la operación desprendimiento ha rendido frutos.
En los últimos dos años se dio a la tarea de quitarse de encima un lastre de
pertenencias, un amasijo de monsergas diversas a las que se aferraba con
enfermizo apego. Chamarras y botas de cuero cubiertas de hongos, grabadoras y casetes en donde almacenaba intrascendentes
entrevistas de sus años novatos, cámaras
de rollo, celulares prehistóricos, más
de dos millares de libros y una apolillada hemeroteca que le ocupaba medio
closet. Ahí estaban, haciendo bulto, ediciones de The Oregonian de 1993, con
sus primeras notas firmadas refundidas en las páginas interiores. Sus primeras
entrevistas de plana completa y su primera portada, con la cobertura de unos
devastadores incendios forestales en la primavera de 1995. Cada cierto tiempo,
sobre todo en sus solitarias borracheras, se entregaba a la lectura de su acervo con una
mezcla de nostalgia y rabia. Le encabronaba comprobar una vez más cuántos años
de su vida se habían consumido en la intrascendencia, empujando la piedra de
Sísifo del diarismo. Cientos de notas y artículos que cobraron una altísima
factura en insomnios, malpasadas y migrañas,
estaban ahí, haciendo bulto entre las polillas. Nombres de funcionarios y
lidercillos intrascendentes, seguimientos de noticias y escándalos que ya nadie
recordaba, el obsoleto espíritu de una época en donde un pedazo de papel con
tinta aún marcaba la pauta de las mañanas. Le daba rabia pero al final era más
fuerte la saudade. Después de todo, inmersa en esa eterna malpasada había
conocido algo parecido a esa cosa que llaman felicidad o emoción, aunque eso lo
supo muchos años después, cuando yacía mortalmente aburrida en sopor del mundo
académico.
Le pudo más desprenderse de los
periódicos viejos que de los libros. Ambos los fue donando en tandas a la
biblioteca pública, jurándose que regresaría cada cierto tiempo a revisarlos.
Al final se quedó con unos 50 libros y unos diez recortes de periódicos que
ahora yacen empacados en la cajuela de la vieja camioneta. La divina sensación de
ligereza. Unos cuantos libros, unas cuantas prendas, una sola cámara, su Lap
Top y el teléfono. Todo se va con ella y con ella se perderá en la ignota
vastedad austral de la península.