Eterno Retorno

Thursday, October 29, 2020

Canica peleando por su vida

 

La historia de nuestro día a día en este otoño se escenifica en salas de espera y consultorios de veterinarios. Realmente no hemos hecho otra cosa. Canica, nuestra perrita de 14 años de edad, lucha por su vida. Con cáncer generalizado e insuficiencia renal, Canica ha dado la pelea y se ha aferrado a la existencia sorteando su mala salud de hierro. El problema es que a finales de septiembre irrumpió una infección en el útero (piometra) y el escenario entonces sí empezó a complicarse en serio. En este peregrinaje entre profesionales de la salud canina, hemos escuchado todo tipo de opiniones. Hay quienes nos han dicho que ya no hay nada por hacer y que lo mejor es optar por la eutanasia. Su experta veterinaria de toda la vida consideró que al no ser candidata a cirugía por su edad y sus complicaciones renales, era preciso optar por un medicamento llamado Alizin para expulsar la infección y vaciar el útero sin necesidad de bisturí. El medicamento funcionó solo parcialmente, pero un mes después la matriz no se ha vaciado por completo. Los dos primeros antibióticos que utilizamos resultaron ser fallidos y solo el tercero, la Ceftriaxona (mucho más agresivo) parece arrojar algún resultado positivo. Canica aún tiene la fuerza para caminar dos veces al día las cinco cuadras que nos separan del parque y bebe agua por sí misma. Nos queda claro que no está derrotada y quiere vivir. Su espíritu siempre ha sido combativo. Aunque sus chances de salir con vida de una cirugía son limitadas, su corazón es fuerte y pensamos que podría libarla y sin bien el cáncer no puede ser eliminado, creemos que su calidad de vida podría mejorar mucho si extirpamos el útero. El problema es que ningún veterinario parece estar muy convencido de tomar el caso en sus manos y prefieran que sea otro quien lo haga. Por X o Y razón la cirugía no se concreta (hoy teníamos una cita para entrar a quirófano, pero ya en la puerta desistimos, pues la veterinaria saldrá mañana de viaje y no estará disponible para el complejo seguimiento postoperatorio). ¿Alguien de mis contactos recomienda un buen veterinario en Tijuana o Rosarito? Estamos conscientes de lo complejo del escenario. No queremos vendedores de milagros o superchería. Solamente un profesional que sea capaz de comprometerse, asumir el reto y brindar una atención personalizada. ¿Será posible? ¿Alguien levanta la mano?

Monday, October 26, 2020

Sarcoma

 

Fue al final del verano del 83, en el Hospital General de Tijuana. La paciente era una pocha de Los Ángeles, una hommie de treinta y tantos que parecía  de sesenta, demacrada, carcomida, con manchas rosas en la cara, ardiendo en fiebre, tan moribunda y en la ruina como tantos de los que cruzan por esa puerta. La diferencia es que la pocha aterraba a todo el mundo y nadie se le quería acercar.

Fue la doctora Remedios Lozada quien la atendió. Aunque estábamos saturados, se le destinó un cuarto propio que fue  aislado por completo con medidas de seguridad que nunca antes habíamos empleado. No cualquiera podía entrar y para hacerlo había que cubrirse por completo con un traje hermético. Se trataba, al parecer, de esa nueva enfermedad tan rara que estaba matando homosexuales y haitianos en Estados Unidos y aún desconocíamos  casi todo de ella. La doctora me eligió como su asistente en ese arduo proceso. Entrábamos a aquel espacio con el cuidado y el terror de quien manipulará material radioactivo sabiendo que ahí, sobre esa cama, yacía algo terrible y desconocido para la ciencia, algo oscuro y mórbido que no alcanzábamos a dimensionar. Aquel era el primer caso registrado en un hospital mexicano.  Tal vez hoy lo hemos acabado por asumir como algo cotidiano, pero en 1983 aquello en verdad aterraba. Aquel sarcoma era el rostro de lo que entonces era visto como una plaga apocalíptica. La paciente murió a las pocas semanas.

HG

 

Al principio todo fue cumplir órdenes, aguantar sopapeadas y regaños, llevar, traer y sostener vendas y alcoholes, pero claro, eso solo fue al principio. Después el ritmo demencial de ese descomunal moridero nos envolvió y se encargó de contagiarnos su locura y todas tuvimos que hacer de todo y entrarle parejo. Creo que el único día de mi vida en que vi vacío y en calma  al Hospital General fue el primero, cuando entró en funciones, pues al caer la tarde ya habían llegado los primeros internos y desde entonces no han parado de llegar, día tras día, hora tras hora. La ciudad se encarga de proveer siempre un nuevo moribundo, uno tras otro, cada uno con los minutos contados. En el Hospital General recibimos a los que nadie quiere recibir, a los no afiliados al Seguro Social, a los que nunca han podido destinar un peso para pagar un médico privado, los mil y un sobrevivientes de la economía subterránea, la carne de cañón machacada por las fauces de esta gran bestia urbana. Deportados, indigentes, paracaidistas, migrantes recién llegados. Entonces me acostumbré a ver morir y me acostumbré rápido.