29 minutos de intensidad y crudeza.
¿Cuál es el engranaje secreto de la creatividad? ¿Hay alguna fórmula que garantice una obra cumbre? ¿Por qué hay solo unas cuantas creaciones irrepetibles y una ristra infinita que solo hace montón? Para un artista puede ser una apoteosis y un karma. El pico creativo te catapulta pero también te esclaviza. Décadas transcurrirán y aunque su carrera vaya en ascenso, saben que no les será dado superar esos 29 minutos de intensidad y crudeza. Esos 29 minutos que influirán y marcarán el camino de cientos de futras bandas y que definirán el non plus ultra de un género. Esos 29 minutos que retumbarán en las cabezas de decenas de miles de chicos en todo el mundo. Yo seré uno de ellos (y disculparás mi intromisión, porque esta es tu historia y no la mía). Aún recuerdo la tarde en que compré mi Reign in Blood en casete, con los títulos en español, sin librito interior para leer letras. Un casete mexicano, cuyo costo era 15 mil viejos pesos, demasiado para un catorceañero sin domingo ni mesada. Lo recuerdo reventando las bocinas de mi grabadora, sonando en mis audífonos por la noche. Recuerdo el horror de mis padres al ver la portada a medio camino entre una pintura negra de Goya y una pesadilla del Bosco. Más de 34 años han pasado y aún sigo escuchando ese disco que ha hecho brotar, entre otras muchas cosas, este amorfo relato. La temática de sus letras acarrea miles de detractores. También mi camiseta de Slaytanic Wermatch fue proscrita en la escuela y mis no pocos compañeros judíos la odiaban por su descarada alusión al nazismo. Pero basta, pues esto no es un delirio autobiográfico ni pienso ceder a la moda de la auto-ficción. Esta es tu historia Jeff, no la mía, y después de esos 29 minutos no volverá a ser la misma.