Eterno Retorno

Saturday, August 06, 2005

Réqueim por mi pelo

Tal vez debería encargarle a Mozart que toque un Réquiem por mi pelo. Mi rubia mata cayó como un guerrero en la batalla, desparramada en el suelo de una peluquería de la calle Tercera. Hoy no soy yo. Varios centímetros de pelo me han robado la conciencia de mi mismo. Me miro en el espejo y digo ¿Y este quién carajos es? En la Redacción, en el Palacio Municipal y en todos los sitios por donde me paré ayer, la gente se tardó en reconocerme. Me dijeron que parecía el hermanito bueno de Daniel ¿Que acaso unos centímetros de pelo agregaban años a mi edad y maldad a mi expresión? Para hacer más completo el montaje y la venta de imagen, tuve a bien vestirme de saco y pantalón de vestir (no caí tan bajo como para usar corbata) Tomando en cuenta que para el viernes siempre suelo andar barbón y elijo las peores garras para despedir la semana laboral, lo de ayer fue una declaración de guerra a lo ordinario. ¿Perdiste una apuesta? ¿Hiciste una manda? No. Digamos que no. Ya lo traía entre ojos a mi pelo, pero sólo esparaba un momento propicio. Digamos que sí tuve un motivo o algo que me aceleró a tomar la decisión. Pero eso no lo diré por ahora.

Las caídas de mi pelo siempre han tenido algo de ritual. Desde los 14 años de edad me convencí que Dios o la Naturaleza, no hicieron esta mata para permanecer corta. Sería una lástima desperdiciar este pelo en poquitos centímetros. En la adolescencia, como alumno de una secundaria y una prepa burguesa, padecí el hostigamiento de maestros que un par de veces me hicieron sacrificar matas más o menos crecidas. A los 16 años, el golpe fue tan traumáico, que decidí rapar mi cabeza al cero. A partir de mis 17 años mi pelo comenzó a crecer sin límite hasta que me cubrió toda la espalda. Cinco años después, un 18 de diciembre de 1996, en pleno Broadway, tomé la decisión de acabar con un lustro de largo matorral. Mi mata volvió a crecer, hasta que el día de mi cumpleaños 26, el 21 de abril de 2000, la volví a cortar en una peluquería de San Francisco. Un año después, en septiembre de 2001, estando reporteando una pequeña tragedia en Nueva York, pensé repetir la manda de la Gran Manzana y como mi pelo no era tan largo en aquel entonces, decidí darle rape al cero por segunda vez en mi vida. Desde entonces volvió a crecer y en los últimos tres años mi mata se mantuvo más o menos estable hasta los hombros. No la dejaba crecer más, pero tampoco la cortaba. Nomás lo justo para una cola de caballo. Y así fue hasta ayer, que mi pelo dijo adiós. No hubo ritual. No fue una calle de Nueva York o San Francisco, sino de la bella Tijuana, en pleno centro y de prisas. En cuestión de minutos fue otro tipo el que apareció en el espejo y al mirarlo me asalta un dilema teológico ¿Soy pelo o soy alma?


Parte de novedades

Mucho tiempo sin rondar por estos blogueros rumbos. Retorno a Eterno Retorno y lo hago de la única manera posible, en la tranquiliad del hogar, bebiendo el tercer café de la mañana, con un acústico de Gathering sonando en las bocinas (que preciosa es la voz de Anneke) y la engañosa paz del sábado infiltrándose en mi piel, mientras acabo la redacción de Pasos de Gutenberg. Al rato nos marchamos a ver a System of a Down y a Mars Volta en el Sports Arena. Veremos como se la rifan. Mars Volta nunca ha acabdo de entrarme. Escucho una y otra vez el Frances The Mute y como que no me hace click. Como que esa banda no tiene química conmigo. ¿Serán capaces de enamorarme en vivo? System es otra cosa. Ya los vi en el 2002 como cabezas del OzzFest y fue memorable. Energía pura. Ya mandaremos mañana el parte desde el frente de batalla.

El telón, ensayo en siete partes
Milan Kundera
Por Daniel Salinas

Dice el señor Milan Kundera que un novelista que habla del arte de la novela no es un profesor que discurre desde su cátedra. Imagínenlo más bien, nos sugiere Milan, como un pintor que les acoge en su taller, donde, colgados de las paredes, sus cuadros los miran desde todas partes. Les hablará de sí mismo, pero mucho más de los demás, de las novelas que más le gustan a ellos y que secretamente permanecen presentes en la propia obra.
Así pues, una vez ejecutado este pequeño plagio, podemos darle al lector la bienvenida al taller de Milan Kundera.
Hace años en este mismo espacio, durante la reseña de La ignorancia, escribí sobre un Milan Kundera extraviado como Ulises en busca de su Itaca literaria. Lo siento, pero el Kundera afrancesado de La lentitud, La identidad y La ignorancia, me resulta una opaca sombra del Kundera checo de La broma, La vida está en otra parte y El libro de la risa y el olvido.
Una mañana cualquiera de la semana pasada, sin decir agua va, me salió al paso la última creación de este narrador: El telón, ensayo en siete partes. Hay autores con los que uno no la piensa dos veces para comprar el libro. Milan Kundera es uno de ellos. Tal vez la mejor noticia, luego del par de decepciones arriba mencionadas, fue que la última entrega del checo no fuera una novela, sino un ensayo.
Vicioso de la odiosa comparación, apenas en la segunda página pensé estar frente a la segunda parte de El arte de la novela, aunque también encontrara mucho de Los testamentos traicionados. ¿Segundas partes? ¿Acaso no se puede hablar de toda la obra de un autor como una unidad? Da la impresión de que toda la obra ensayística de Kundera sea, en primera instancia, una reflexión sobre los motivos de los creadores, pero ante todo, una defensa a ultranza de la novela como la gran trinchera del arte.
En un mundo plagado de seudoprofetas empeñados en otorgar certificado de defunción a la novela, es una bocanada de aire fresco leer una declaración de principios que habla de esta forma literaria como el último observatorio que nos permite abrazar la existencia humana en su conjunto y lanzar una mirada al alma de las cosas.
En El telón, Kundera vuelve a rendir un gran homenaje a la novela como forma artística y a la vez nos da un paseo por la obra de Rabelais, Diderot, Cervantes, Kafka, García Márquez, Falubert, Joyce. Sí, Milán es el dueño el taller que nos muestra orgulloso los cuadros que más le gustan, los que más le han inspirado. Pero es también un relajado anfitrión que nos platica sus gustos y secretos y también anécdotas, como aquella de Cortázar, García Márquez y Carlos Fuentes viajando a Praga en el invierno de 1968 y que hace años el mexicano rescató en su Geografía de la novela. Décadas después, aquí está la respuesta del checo. En efecto, El telón es un ensayo relajado, que fluye libre como una charla, si bien Kundera se mantiene fiel a sus parámetros estructurales. De hecho, lo de ensayo en siete partes suena a redunancia, pues todos los libros de Kundera, sean novelas o ensayos, son sacrementalmente a fieles a la cabalísitica división en siete. Hijo de un músico, no es de extrañar que el de Brno mantenga esta obsesión por el estilo de partitura.
Más que una historia personal de la literatura, El telón sería la historia secuencial del diálogo de las grandes obras de la literatura. ¿Hubieran sido posibles Falubert y Diderot, sin Cervantes y Rabelais dos siglos antes? ¿De qué manera se nutre un autor de otro? ¿Es una obra el alimento y la tierra fértil de la que brotan futuras obras? Lo cierto es que este libro, que se lee en un par de sentadas, me resultó como esas charlas informales que como no queriendo mucho la cosa, le siembran a uno las más profundas reflexiones.

Tuesday, August 02, 2005

Un desvarío derramado en la barra del Terrazas Vallarta un 19 de noviembre

Hasta la odiosa comparación ha sido desterrada por inoportunismo extremo. Y es que ceder a la bucólica tentación de emitir comparaciones entre el Moldava checo y el Pacífico bajacaliforniano me resulta una suerte de ocio mentecato, al grado que ni siquiera en un templo geográfico tan odiosamente específico (y conste que hablamos por desgracia de geografía política) es bienvenido semejante disparate. Lo demás es historia. Sí, sí, yo se. Podría confraternizar, derramar una lagrimilla en honor de mis botas de toro texano que pisaron el adoquín del Karlova Most, el pasto en Versalles y las mil y un escaleras eléctricas de insoportables aeropuertos. Podría eructar una oda a la manga corta, al Sol que pega macizo y de frente, a la abundancia de de limones y salsa, a la cerveza de 20 pesos, más cara que la checa y más barata que la austriaca. , la redención jamás encontrada, chapoteando en las profundidades de solitarios tarros. Podría, sí, pero ahora resulta que se me antoja, que la soledad no se lleva bien conmigo estar tarde y ya estoy por caer en la tentación de fumarme un faro o algo parecido y tratar de ir en busca de verdades absolutas y chingaderas por el estilo.