¿Te has dado cuenta de lo poco original que resultas escribiendo una historia de reporteros? ¿Nadie te ha dicho que el periodista es un personaje sobreexplotado hasta el hartazgo por el cine y la literatura? Una de las más ridículas representaciones de héroe romántico que parió el Siglo XX, por cierto. El reporterito tan valiente y audaz, tan ético y comprometido con la verdad, al grado de no importarle arriesgar su vida con tal de intentar desnudar a los oscuros e inmorales poderes. La lección de moralina hollywoodense es simple: No hay un arma tan poderosa como la verdad y con ella el ridículo héroe soñador se enfrentará con éxito a las pistolas cargadas de los poderosos. El mantra de todo aspirante a reportero investigador es: si Woodward y Bernstein pudieron derrumbar al mismísimo presidente de los Estados Unidos, tú también puedes hacer temblar el poder. Basta con ver al par de tundeteclas de Washington Post, con esa carita de hippies inocentones a lo Simon and Gardfunkel, tan rebosantes de ilusiones y sueños de grandeza. Anda reporterito, ponte a trabajar y sin duda habrá quien haga su propia versión de “Todos los hombres del presidente” basado en tu hazaña donde un actor mucho más guapo que tú se encargará de mejorar tu apariencia. Anda, atrévete a jugar el papel del heroico reportero, tan machacado como el detective y el cowboy, el joven tan quijotesco que al final ve a los corruptos millonarios tras las rejas. Clark Kent era reportero por si no te acuerdas, pero como trabajador del periódico no pasó de ser un timorato que requería ponerse el traje de Súperman para hacer la diferencia.
Eso sí, al menos en el debut del reportero como personaje cinematográfico estelar, no le reservaron el papel de valiente y galán de la película y lo colocaron en un rol mucho más acorde a la realidad: el del pícaro, tramposo, embustero y sin escrúpulos, a quien no le importa robarse una nota. ¿Sabes cuál fue esa película? Se llamó Making a Living y su protagonista fue el mismísimo Charles Chaplin.
Saturday, January 11, 2014
Wednesday, January 08, 2014
Monólogo de Melmoth
“¿Has leído la historia de Melmoth El Errabundo? Mi nombre artístico está inspirado en esa novela que Charles Robert Maturin escribió en 1820. El canto del cisne de la antigua novela gótica. Lo peor de todo es que el nombre de Melmoth ha sido para mí como una puta maldición. ¿Sabes qué le pasa al Errabundo? Le ha vendido su alma del Diablo a cambio de inmortalidad, pero después de 200 años de vida lo único que desea es poderse morir de una vez por todas. El gran problema es que Melmoth no puede apagar la luz y decir adiós. Para poder morir necesita transferir su pacto-maldición. Yo voy a cumplir 66 años, pero siento como si a cuestas cargara los 200 de Melmoth; dos siglos que pesan como una cruz de hierro en mi espalda. Creo que los 65 años algo se puede hacer todavía. Mira a Mick Jagger y a Keith Richards con más de 70. Mira a Lemmy y a Iommi con todo y su cáncer, pero carajo, yo ya soy una ruina, un cadáver en horas extras. Un muerto con 40 años de horas extra. Debí tener los huevos para matarme como Manfred; tener una visión tan clara como la suya para saber o intuir que después de la Noche de San Juan del 74 todo sería camino de bajada, pura y vil decadencia. Ahora lo único que deseo es que esta puta gira de circo se acabe y que el cabrón ese de Cyprien cumpla con internarme en un hospital. Ese es mi jodido deseo, que ya me internen en un hospital y me seden. Eso deseo ahora mismo, cuando debería estarme cogiendo a la escocesa después de cada concierto. ¿Crees tú que no miro su culo? ¿Crees que mis dolores me quitan el hambre? No mi cineasta, ni todos los puercos dolores te matan el deseo, pero al final queda sólo eso, las ganas de revivir algo que recuerdas o supones era bueno, pero ya no puedes sentir. Ni siquiera se a cuántas tipas me cogí en el 74. A lo mejor no fueron muchas. Supongo que fue una gran primavera la del 74, porque no me acuerdo de nada. Tal vez nunca funcioné en la cama y todo fueron viajes de ácido. Después de Walpurgis ya estaba yo demasiado enganchado en la heroína como para ponerle mucha atención a las mujeres y ahora no me queda más ver ese culito blanco sobre el altar sabiendo que ya no puedo hacer nada con él aunque se me ofreciera. Este pájaro muerto que cuelga de aquí desea, tiene apetito, pero lo único seguro es que no se va a parar. Es terrible darte cuenta que puedes escupir una baba blancuzca sin haber siquiera empalmado. Ojalá nunca vivas algo así mi cineasta. Si quieres escuchar un buen consejo, sólo puedo sugerirte que te mueras a tiempo. Yo soy Melmoth y estoy condenado a vivir”, dijo mirando a la cámara.
Tuesday, January 07, 2014
El guardián de los libros antiguos- Por Daniel Salinas Basave
Vine al Pasaje Rodríguez porque me dijeron que acá podría encontrar al decano de los libreros, un tal Ramón Nava y Nava. Fui a buscarlo la mañana del Día de Reyes y pese a no haberlo visto nunca antes en mi vida, puede distinguirlo de inmediato y a varios metros de distancia, parado junto a un tablero de ajedrez, rodeado por un tendedero de antiguas cartografías, retratos de toreros y postales decimonónicas colgadas frente a un portón de lámina Hay personajes absolutamente pintorescos y Ramón Nava es uno de ellos: larga barba blanca de patriarca bíblico o starets dostoievskiano; gorro de lana y un par de camisas de leñador encimadas sobre un viejo suéter; mirada profunda. Tiene casi 93 años de edad, pero su apretón de manos es contundente y su charla derrocha entusiasmo. Ramón Nava y Nava nació en Zihuatanejo, Guerrero el 20 de noviembre de 1921 y en 1942 emigró al Distrito Federal en busca de un médico que pudiera salvar sus ojos, pues estaba muy enfermo de la vista y a punto de quedarse ciego por una infección contraída tras zambullirse en una ciénaga. Sin un peso en la bolsa y sin estudios, en un nivel casi de analfabetismo, el joven guerrerense se empezó a abrir paso en aquella ciudad en donde un día de 1946 su vida se transformó para siempre cuando un primo suyo le dio una caja de libros viejos para que los vendiera. Ramón salió a mostrar los libros en los alrededores de La Lagunilla y alguien le compró en 50 centavos un ejemplar de María, de Jorge Isaacs. La célebre novela romántica del colombiano fue el primero de decenas de miles de libros que Nava y Nava ha vendido a lo largo de 68 años ininterrumpidos como librero. De vocación gitana y errante, Nava le ha dado varias vueltas al país vendiendo sus tesoros. A Tijuana llegó por vez primera en 1950 recorriendo toda la península de sur a norte luego de desembarcar en La Paz. En el pasaje Rodríguez, entre las calles Revolución y Constitución, ha montado su puesto de libros antiguos al que llama La Feria del Libro de las Tres Californias. Yo le pido que me cuente su vida, pero a Ramón lo que le entusiasma es mostrarme sus libros. Su emoción es desbordante, contagiosa, como un niño enseñando sus juguetes en Navidad. Le apasionan los libros con mapas y litografías. Me muestra un libro estadounidense titulado Pictures of México editado en Filadelfia en 1897 y dedicado al presidente Porfirio Díaz. Después pone sobre mis manos un álbum del ferrocarril mexicano editado en 1877 y me describe una por una los dibujos de puentes y estaciones ferroviarias en el camino de México a Veracruz. Me enseña un libro sobre caballos árabes y una Reseña Geográfica y Estadística de Baja California de principios del siglo pasado. Habla de su paisano, el jorobadito Juan Ruiz de Alarcón, de Bernal Díaz del Castillo y del Quijote ilustrado por Doré. Intuye que su muerte puede estar cerca y no sabe cuánto tiempo más puede pasar vendiendo libros en la calle aunque tiene muy claro que antes de dejar el mundo, quiere poder peregrinar a la ciudad de Belén en Israel.
Monday, January 06, 2014
Yo vendo nostalgia y añoranza por aquello que jamás se vivió. Vendo maquinitas del tiempo y vendo sensación de pertenencia a una atmósfera y un entorno irrepetibles que desde este futuro digitalizado se idealizan como un edén de autenticidad, un ritual de honesta rudeza en donde había contraste y desafío. Nadie se siente subversivo o contracultural comprando por internet boletos VIP para ir a ver conciertos cuyo set list ya conocemos de antemano. Conciertos donde ya sabemos lo que va a suceder, los vestuarios que veremos, las palabras pronunciadas entre canción y canción. A estos jóvenes no les hace falta comprar música, pues tienen en sus juguetitos de la manzana todas las canciones que no alcanzarán a escuchar en una vida. Lo que les hace falta es alucinar, al menos por instante, como alucinó mi generación. Y no es por falta de drogas amigo mío, pues esas las tienen de sobra y al alcance de la mano. Lo que necesitan es esa dosis de aventura e incertidumbre. Sentir que ese círculo de vinilo que gira y gira tocado por una aguja es un objeto mágico, una suerte de santo grial. Tampoco les hacen falta diversiones ni entretenimiento, pero no han vivido nunca esa sensación de clandestinidad y transgresión. Imaginar que una fiesta o una tocada puedan ser la entrada a una dimensión desconocida de la que tal vez no haya puerta de salida. Yo podía juntar monedas durante semanas o meses para comprar un solo disco de vinilo. Un disco que se convertía en mi arma, mi talismán, mi vehículo a otro mundo, mi compañero de viaje. Un disco que escuchaba una y otra vez, en cuyas fotos y diseños me perdía embobado, tarareando letras y tonadas que sabía de memoria. ¿Cómo es posible que uno de estos mozalbetes me pague por un viejo disco rayado lo mismo que le cuesta un iPod donde puede almacenar 10 mil canciones? ¿Por qué carajos les interesa tener una camiseta sudada y deshilachada cuando en sus closets hay ropa de diseñador? Porque sienten nostalgia por lo que no vivieron ni vivirán nunca. Yo les vendo pedacitos de ese idilio y se los vendo caros. Mira cuántas banditas de veinteañeros retros suenan en el Siglo XXI. Tienen el dinero para pagar un estudio donde unos ingenieros expertos los harán sonar con pulcritud extrema y sin embargo ellos pagan por sonar sucios y distorsionados, como si grabaran con una vieja bocina en la cochera de su casa. Estos niños mecánicos darían lo que fuera por haber acudido a uno de esos caóticos e improvisados rituales de Walpurgis Lullaby, en donde no sabías si acabarías la noche en una cárcel o cogerías sobre la hierba con una chica sudada y maloliente o te eternizarías en un viaje de ácido. Ellos no van a vivirlo, pero yo quiero venderles al menos un soplo de esa sensación y es por ello que no me conformaré con ofrecerles reliquias de museo. Lo que estoy a punto de hacer, mi amigo cineasta, es revivir a un animal prehistórico, sacarlo de su tumba paleolítica y colocarlo sobre un escenario. Esa criatura paleozoica se hace llamar Melmoth y es el bajista fundador de Walpurgis Lullaby. Contra todos los pronósticos de la medicina y de la lógica elemental, Melmoth está vivo y lo mejor de todo es que está en mis manos, me dijo Cyprien haciendo ademán de sujetar algo en su puño.