The Queen is Dead
El Puente de Londres se va caer y hay una
parvada de negrísimos cuervos revoloteando sobre la Torre. Las reinas también mueren
y su canijo dios anglicano no está ahí para salvarlas eternamente. The Queen is
Dead, canta The Smiths y pienso que acaso todo comenzó cuando la Reina Ginebra
le hizo de chivo los tamales a don Arturo y se fue al lago con su amado
Lancelot. Entonces la mesa redonda se volvió cuadrada y Camelot enterito se fue
al carajo. Acaso la maldición de la bruja Morgana no caducó nunca. Bretones, caledonios,
sajones y normandos cubrieron de sangre la Isla mientras Leonor de Aquitania
engendraba reyes cruzados que gobernaban Inglaterra hablando en francés.
Tudors, Estuardos, Yorks, Windsors. Las reinas también mueren y engañan. Una
espada de doble filo hizo volar por los aires la cabeza de Ana Bolena. “No
tendrá mucho problema, ya que tengo un cuello delgado”, dijo Ana a su noble
verdugo quien fue eficiente como pocos. Los tercos cuervos de la Torre se
acostumbraron a revolotear frente al calabozo donde yacía María Estuardo. A
diferencia de Bolena, a la reina de Escocia no le bastó un solo hachazo para
separar la cabeza de su cuerpo. Hay verdugos chambones y el asesinato no
siempre es una de las bellas artes (so sorry De Quincey). Los cuervos siguieron
sobrevolando la Torre y el Puente mientras la primera de las Isabeles, la Reina
Virgen, miraba el naufragio de la Armada Invencible. Entonces florecía en los
corrales de comedias el sublime teatro shakespereano y Marlowe fungía como su
espía y escritor fantasma de la soberana. Los reyes también mueren y el Lord Protector,
Oliver Cromwell, hizo rodar la cabeza de Carlos Estuardo y por menos de una
década convirtió a Inglaterra en una república puritana mientras Milton, ciego
y moribundo, dictaba a sus hijas el Paradise Lost. Siglos después, la Reina Victoria inmortalizó su nombre en una
época mientras esparcía la hemofilia por todas las cortes europeas y las fábricas
manchesterianas empezaban a arrojar densas nubes de vapor. Los caballeritos se
vistieron con sombrero de copa, Wilde fue condenado por inmoral y en los verdes
campos de la Isla nació el bendito futbol mientras la Union Jack colonizaba el
Tercer Mundo. Irrumpió entonces el Siglo XX con su baño de sangre y sus utopías.
Millones de cuerpos concretos inmolados en el altar de las ideas abstractas. La
LuFTwaffe bombardeó la Isla mientras Churchill arengaba y bebía whisky en la
cabina de radio y una joven princesa adolescente confeccionaba uniformes
militares en Windsor y visitaba a los granaderos. Soberana desde 1952, la
llamaron reina lo mismo en Jamaica que en Nueva Zelanda y en toda la
Mancomunidad de la Union Jack. Se casó con un aristócrata venido a menos con
fama de vividor y cabroncete y engendró a un primogénito pusilánime y timorato.
Los Beatles le cantaron Her Majesty, Freddy Mercury emuló su cargo y su corona y los Sex Pistols le cantaron God
Save the Queen navegando por el Támesis el día del Jubileo y hasta la madre de
chemo y chiva le gritaron No Future in
Englands dreamland. Ella cumplió con nombrar caballeros lo mismo a Paul McCarthney que a Mick Jagger y a Alex Fergusson, pero David Bowie la mandó mucho al carajo. Por
lo que a mí respecta le habría dado el título de Sir a Bruce Dickinson, Steve
Harris, Rob Halford y al inmortal Lemmy. Ahora el timorato mayor asume el trono
y yo, republicano y ateo como soy, me sigo preguntando si no es suficientemente
ridículo que sobrevivan monarquías en esta época, aunque siendo brutalmente
honestos, hay otras tantas cosas soberanamente ridículas que no piensan
extinguirse pronto. Sospecho que el Puente de Londres se tambalea pero no ha
caído y los pinches cuervos graznan a grito pelado sobre la Torre. Las manecillas
del Big Ben han quedado congeladas este 7 de septiembre. Tiempo de escuchar a los Sex Pistols y beber
una muy británica Ginebra a la salud de la infiel reina original.