El agua de la fuente hipnotizando la tarde, el cielo sin una nube, la enredadera irreductible trepando hasta la ventana del baño. El primer Sol de este verano ha dicho presente. Iker descalzo y chapeado, conoce lo que significa no estar abrigado por primera vez en su vida. Esta es la primera semana de calor en Tijuana en todo lo que va del 2010. Tres libros y un teléfono mudo; mil y un clicks dispersos: la redención y el apocalipsis, llegan vía facebook. Millones esperan algo de la vida y ese algo, suponen, llega por Internet. Aún así, yo acumulo papeles como promesas de escape, como sugerencias de un más allá, intuición de que esto no es todo. Papeles y símbolos que ya nada significan. Papeles que serán fuego y ceniza. Papeles para alimentar la Nada. En todo supermercado busco siempre la sección de libros y la de los vinos, acaso porque huelo en ellas infinitas puertas a esa otra parte donde yace la historia no escrita. La capacidad de concentración se murió hace algún tiempo. Cae la tarde. Si pudiera leer un solo libro a la vez. Si pudiera fundir mi alma en un texto único. Hoy no crucé la puerta de casa. Hoy el mundo existió en dispersiones e intuiciones, dejavus traidores, recuerdos errantes. Días y días disueltos en la altamar de la memoria, el polvo de vacío de una tarde cualquiera, de un camión que te llevó a ninguna parte, de un compás de espera insoportable, de una obsesión cuchillo. Las calles mil y un veces recorridas, las esperanzas recicladas. Tantos amaneceres se van desparramando sobre la carretera escénica, tanta puesta de Sol arrojada al vacío y el Pacifico permanece ahí, guardián al acecho, cómplice silente. Sombras a un costado de la carretera, tristes figuras errantes, nidos de almas negras, destinos torcidos. Cae la tarde y julio se diluye en su sinfonía de destrucción e irrealidad. Cae la tarde y la fuente hipnotiza. Cae la tarde y el olvido nos cubre con su manto de astros no alineados.
Friday, July 16, 2010
Hacía un buen rato que no escribía en www.recolectivo.com Ustedes saben… la campaña y esa borrachera de ocupaciones, pendientes y proyectos postergados. Ahora por primera vez en la vida tengo tiempo y carezco de pretextos, lo que se traduce en tímidos intentos por volver. El tema de la semana era Fuerza Hippie o algo así. Esta cosa fue lo que les mandé desde el particular patio de mi casa, donde la fuente y su hipnótico cascadeo, han hecho su debut en este verano tardío
El estereotipo jipyoso
Al igual que muchos morritos paridos por padres adolescentes en la mitad de la década de los 70, la cultura jipyteca me llegó por herencia familiar. Mi nombre, que en hebreo significa “Dios es mi Juez”, no se lo debo al profeta que fue a caer en la cueva de los leones en Babilonia, sino a una rolita de Elton John que estaba de moda en aquellas épocas setenteras. Vaya, los Doors y Led Zeppelin me eran tan familiares como Cri-Cri a los cinco años de edad. The Moody Blues fue y es el non plus ultra de mi Madre. Esa ha sido por siempre su banda y rolitas como The Story in your Eyes y la celebérrima Nights in White Satin, fueron el soundtrack de mi infancia. Si las escucho, me remontan de inmediato a un Monterrey que ya no existe, donde el Río Santa Catarina y la Quinta González eran oasis de magia en el que habitaban caballos, zorros y duendes. Muchos morros de mi generación, paridos por padres un tanto mayores, supieron de la existencia de Jim Morrison hasta 1991, cuando a Oliver Stone se le ocurrió sacar una película que los puso de moda entre los neopachecos, que descubrieron Soul Kitchen al mismo tiempo que Smells Like Teen Spirit.
Hay una rola setentera que irremediablemente me pone triste y me remonta a ciertas tardes inmensamente melancólicas de mi feliz infancia. La rola se llama Summer Breeze. A mediados de los 90, los gótico-metaleros Type O Negative armaron una versión particularmente densa que me sumergía en dimensiones fantasmales, pero esa es otra historia.
La subcultura jipyteca me recuerda mi musical infancia. Tendría yo unos seis años cuando fuimos a ver la película de SGP Lonley Hearts Club Band. La movie me agradó bastante, pero a mi primo Héctor, que tendría cuatro años de edad, le cambió la existencia y definió su rumbo: a la fecha es un un beattlemaniaco incurable, al grado que cada que escucho Beatles, me es imposible no pensar en él.
Sí, crecí con esa música de vuelos altos que a la fecha me resulta muy familiar, pero mi propio camino se definió en 1983-1984 y la primera influencia fue mi tío José Manuel, en aquel entonces coleccionista de discos. En ese cuarto atiborrado de vinilos y posters, escuché por primera vez a AC/DC, a Scorpions, a Quiet Riot,a Accept, a Twisted Sister y a Van Halen. Desde entonces no lo he superado. Ha pasado más de un cuarto de siglo y yo sigo siendo un incurable e irredimible metalero que aunque he trabajado en una tienda de discos y en una estación de radio, he escuchado decenas de miles de bandas y aunque el punk-hard core me pegó muy duro como a los 17, considero que en este Universo nuestro no hay más allá de Iron Maiden.
El corazón metalero que ha quedado inmortalizado en varios tatuajes, fue en algún momento omnipresente en mi vestimenta. Pentagramas, cruces invertidas, muñequeras de puntas, botas y chamarras de cuero en armonía con una mata larguísima me acompañaron a la prepa y a la universidad. Lo simpático del asunto, es que bajo el criterio de mis compañeros de la prepa en el Albatros y de la Facultad de Derecho, yo era un Jipy. No había en mi indumentaria algún símbolo de paz, pero bajo su criterio yo era un jipioso,como jipy era el tipo que escuchaba Silvio Rodríguez, Arturo Meza, Minor Threat o el TRI. En realidad, jipy era todo aquel que no fuese un ranger o un fresa y yo entraba en esa amplísima categoría. No importa si lo tuyo era Carcass o Fernando Delgadillo. Tu eras jipy y por jipy pasabas en este mundo. A le fecha, cuando me encuentro ex compañeros, no pueden evitar preguntarme si todavía soy jipy y sin duda algunos imaginan que me dediqué a vender pachuli en Coyoacán o que quedé perdido en una búsqueda de peyote en Real de 14.
Hoy día, desde la lejanía de mi vida adulta, veo caminar frente a mí a morritos catorceñeros y me divierto viendo el mosaico de subculturas que llevan en su vestimenta. Son flaquitos, de pantalón entubado y podrían pasar por esa cosa que hoy en día se llama emo, pero si los observo bien, me encuentro con una camiseta de Misfits o de Ramones o de Mago de Oz, aunque eso no está peleado con que lleven una chamarra con un parche de Guns n Roses y otro de Pink Floyd con los ladrillitos de The Wall, a lado de una planta de mota, una cara de Jim Morrison en la mochila y otra de Kurt Cobain o de Angus Young a lado de una virgen guadalupana abrazada por Alex Lora, un Eddie de Iron Maiden y una gorra de los Héroes del Silencio y por ahí si me apuras, en su libreta puedes encontrar la A de anarquía y hasta el simbolito de Crass, aunque en su iPod estén escuchando música de Nikki Clan y Nicho Hinojosa. Y ante sus compañeros de escuela, estos monumentos a la confusión de rebelde melancolía serán irremediablemente clasificados como jipys.
El estereotipo jipyoso
Al igual que muchos morritos paridos por padres adolescentes en la mitad de la década de los 70, la cultura jipyteca me llegó por herencia familiar. Mi nombre, que en hebreo significa “Dios es mi Juez”, no se lo debo al profeta que fue a caer en la cueva de los leones en Babilonia, sino a una rolita de Elton John que estaba de moda en aquellas épocas setenteras. Vaya, los Doors y Led Zeppelin me eran tan familiares como Cri-Cri a los cinco años de edad. The Moody Blues fue y es el non plus ultra de mi Madre. Esa ha sido por siempre su banda y rolitas como The Story in your Eyes y la celebérrima Nights in White Satin, fueron el soundtrack de mi infancia. Si las escucho, me remontan de inmediato a un Monterrey que ya no existe, donde el Río Santa Catarina y la Quinta González eran oasis de magia en el que habitaban caballos, zorros y duendes. Muchos morros de mi generación, paridos por padres un tanto mayores, supieron de la existencia de Jim Morrison hasta 1991, cuando a Oliver Stone se le ocurrió sacar una película que los puso de moda entre los neopachecos, que descubrieron Soul Kitchen al mismo tiempo que Smells Like Teen Spirit.
Hay una rola setentera que irremediablemente me pone triste y me remonta a ciertas tardes inmensamente melancólicas de mi feliz infancia. La rola se llama Summer Breeze. A mediados de los 90, los gótico-metaleros Type O Negative armaron una versión particularmente densa que me sumergía en dimensiones fantasmales, pero esa es otra historia.
La subcultura jipyteca me recuerda mi musical infancia. Tendría yo unos seis años cuando fuimos a ver la película de SGP Lonley Hearts Club Band. La movie me agradó bastante, pero a mi primo Héctor, que tendría cuatro años de edad, le cambió la existencia y definió su rumbo: a la fecha es un un beattlemaniaco incurable, al grado que cada que escucho Beatles, me es imposible no pensar en él.
Sí, crecí con esa música de vuelos altos que a la fecha me resulta muy familiar, pero mi propio camino se definió en 1983-1984 y la primera influencia fue mi tío José Manuel, en aquel entonces coleccionista de discos. En ese cuarto atiborrado de vinilos y posters, escuché por primera vez a AC/DC, a Scorpions, a Quiet Riot,a Accept, a Twisted Sister y a Van Halen. Desde entonces no lo he superado. Ha pasado más de un cuarto de siglo y yo sigo siendo un incurable e irredimible metalero que aunque he trabajado en una tienda de discos y en una estación de radio, he escuchado decenas de miles de bandas y aunque el punk-hard core me pegó muy duro como a los 17, considero que en este Universo nuestro no hay más allá de Iron Maiden.
El corazón metalero que ha quedado inmortalizado en varios tatuajes, fue en algún momento omnipresente en mi vestimenta. Pentagramas, cruces invertidas, muñequeras de puntas, botas y chamarras de cuero en armonía con una mata larguísima me acompañaron a la prepa y a la universidad. Lo simpático del asunto, es que bajo el criterio de mis compañeros de la prepa en el Albatros y de la Facultad de Derecho, yo era un Jipy. No había en mi indumentaria algún símbolo de paz, pero bajo su criterio yo era un jipioso,como jipy era el tipo que escuchaba Silvio Rodríguez, Arturo Meza, Minor Threat o el TRI. En realidad, jipy era todo aquel que no fuese un ranger o un fresa y yo entraba en esa amplísima categoría. No importa si lo tuyo era Carcass o Fernando Delgadillo. Tu eras jipy y por jipy pasabas en este mundo. A le fecha, cuando me encuentro ex compañeros, no pueden evitar preguntarme si todavía soy jipy y sin duda algunos imaginan que me dediqué a vender pachuli en Coyoacán o que quedé perdido en una búsqueda de peyote en Real de 14.
Hoy día, desde la lejanía de mi vida adulta, veo caminar frente a mí a morritos catorceñeros y me divierto viendo el mosaico de subculturas que llevan en su vestimenta. Son flaquitos, de pantalón entubado y podrían pasar por esa cosa que hoy en día se llama emo, pero si los observo bien, me encuentro con una camiseta de Misfits o de Ramones o de Mago de Oz, aunque eso no está peleado con que lleven una chamarra con un parche de Guns n Roses y otro de Pink Floyd con los ladrillitos de The Wall, a lado de una planta de mota, una cara de Jim Morrison en la mochila y otra de Kurt Cobain o de Angus Young a lado de una virgen guadalupana abrazada por Alex Lora, un Eddie de Iron Maiden y una gorra de los Héroes del Silencio y por ahí si me apuras, en su libreta puedes encontrar la A de anarquía y hasta el simbolito de Crass, aunque en su iPod estén escuchando música de Nikki Clan y Nicho Hinojosa. Y ante sus compañeros de escuela, estos monumentos a la confusión de rebelde melancolía serán irremediablemente clasificados como jipys.
Thursday, July 15, 2010
Esta noche participo en el programa de Fernando Martínez en mesa redonda hablando sobre el nombramiento de Blake en Gobernación y los inminentes cambios en el gabinete estatal. Siguelo a partir de las 20:00 de Tijuana en sintesistv.info o canal 21 de Cablevisión.
Comparto la editorial que escribí en el penúltimo número de El Informador sobre este poco conocido pasaje de nuestra historia.
LOS MITOS DEL BICENTENARIO
Baja California en la mira de los corsarios australes
Por Daniel Salinas Basave
La figura de aquel “pirata cojo con pata de palo, con parche en el ojo, con cara de malo”, inspiró por igual a Joaquín Sabina que a Emilio Salgari o Johnny Deep. Sí, la imagen del corsario con perico al hombro ha seducido y aún seduce a generaciones enteras, si bien asociamos la leyenda con aguas caribeñas. Los cuentos de piratas nos parecen propios de Jamaica, Cuba o Puerto Rico, pero no de las Islas Coronado. Cuando miramos un bello atardecer en Playas de Tijuana, sin duda nunca pensamos que alguna vez por esas aguas navegaron legendarios corsarios que sembraron el terror en la península bajacaliforniana y en California. Cierto, no se puede decir que Baja California y California hayan vivido aterrorizadas por los bucaneros como sucedía en las costas de Campeche y Veracruz, pero lo cierto es que sí hubo en estas tierras al menos un par de expediciones de afamados corsarios que cubrieron de sangre el litoral de la región.
En 1818, un célebre “lobo de mar” franco-argentino navegó por el Pacífico bajacaliforniano hasta llegar a la Bahía de Monterey, misma que asoló. Por sorprendente que parezca, Argentina, al igual que Inglaterra, tiene su gran corsario nacional: Se llama Hipólito Bouchard, nacido en la mítica playa de Saint-Tropez, en el corazón de la Costa Azul francesa, en 1780. Cierto, no era un pirata cojo con pata de palo ni se sabe que trajera un loro en el hombro, pero lo cierto es que este tipo era un consumado ladrón de mar de nacionalidad francesa que trabajaba para las Provincias Unidas del Río de la Plata y que organizaba expediciones de saqueo con disfraz de independencia. Preciso es señalar que aunque el término se utiliza indistintamente, corsario y pirata no son sinónimos. Un pirata es un vil asaltante de mar, mientras que un corsario es un marino independiente o una suerte de mercenario con “patente de corso” avalada por el gobierno de algún país para asaltar embarcaciones o puertos de naciones enemigas. Hay que recordar que Sir Francis Drake, el corsario favorito de Inglaterra, fue ordenado caballero por la Reina Isabel. Hipólito Bouchard no tenía el título de Sir, pero sí contaba con el aval del gobierno insurgente rioplatense para ir por los mares exportando la flama libertaria. La vida de Hipólito Bouchard no le pide nada a las ficciones novelescas de Emilio Salgari. La existencia del franco-argentino es toda una novela de aventuras que envidiaría el mismísimo Sandokán y tiene por escenario los mares del mundo entero por donde navegó trabajando para la Marina Francesa y para las Provincias Unidas del Río de la Plata. Este francés llegó a la Argentina poco antes de la Revolución de Mayo y combatió a los españoles a lado de José de San Martín. Antes había estado combatiendo en Egipto y en Haití, pero decidió establecerse en tierras rioplatenses donde contrajo matrimonio con Norberta Merlo. Bouchard saltó a la fama durante la precampaña del Pacífico, cuando junto con el Almirante Guillermo Brown, asaltó los puertos de El Callao y Guayaquil. A bordo de su frágil corbeta “Halcón” y con la patente de corso del gobierno insurgente argentino, Bouchard se hizo a la mar en 1815, acompañado del almirante Brown, quien iba al frente de la embarcación “Santísima Trinidad”. Partieron de Montevideo hacia el Sur y tras cruzar el Cabo de Hornos, navegaron al Norte por el Pacífico hasta llegar a puertos peruanos y ecuatorianos donde bombardearon las fortalezas. El espacio de esta columna es muy breve como para poder narrar las inverosímiles andanzas de este aventurero que cruzó el Océano Índico y sorteando amotinamientos y un devastador incendio en su barco, llegó a Madagascar y a Filipinas. Lo cierto es que esta fiera de los océanos navegó frente a Baja California a bordo de las fragatas “La Argentina” y “Santa Rosa” y entre noviembre de 1818 y marzo de 1819 asaltó los asentamientos españoles de Monterey, Santa Bárbara y San Juan Capistrano, para después navegar hacia Bahía Vizcaíno hasta alcanzar el puerto nayarita de San Blas. El objetivo de estas expediciones era hacerse de recursos y víveres mediante el pillaje, llevar a cabo operaciones de contrabando, además de causarle severos dolores de cabeza a la corona española devastando sus puertos y sembrando ideas revolucionarias en sus colonias.
En lo personal, me gusta mucho la definición utilizada por el maestro David Piñera quien se refiere a estas embarcaciones como “logias flotantes”, pues su bandera ideológica no era un par de tibias y una calavera, sino la escuadra el compás, toda vez que la mayoría de sus tripulantes eran masones comprometidos contra el absolutismo y el colonialismo español. Como se puede ver, las banderas libertarias siempre han sido un excelente pretexto para el saqueo.
Otra expedición referida por David Piñera, citando al historiador Pablo Herrera Carrillo, fue la patrocinada en 1822 el mítico marino escocés Lord Archibald Cochrane, singular prócer de la independencia chilena, quien envío hasta costas bajacalifornianas las fragatas “Independencia” y el bergantín “Araucano”, tripulados por chilenos y británicos que sembraron el terror en San José del Cabo y Todos los Santos en 1822, todo porque supuestamente, Baja California, influida por los misioneros, se negaba a jurar la Independencia, lo que finalmente ocurrió, por cierto bajo presión.
Al final, la marca que estas expediciones corsarias dejaron en las californias, aparte de saqueos e incendios, no fue profunda ni trajo severas consecuencias geopolíticas separatistas o anexionistas, si bien habrá quien pueda afirmar que la jura de la Independencia de México en Baja California Sur se debió a la influencia de los corsarios chilenos enviados por Cochrane. Lo que es un hecho es que con todo y sus tintes de leyenda e irrealidad, corsarios de las naciones más australes del planeta navegaron algún día frente a nuestras costas y contemplaron, hace casi dos siglos, la infinita belleza de los atardeceres bajacalifornianos.
Comparto la editorial que escribí en el penúltimo número de El Informador sobre este poco conocido pasaje de nuestra historia.
LOS MITOS DEL BICENTENARIO
Baja California en la mira de los corsarios australes
Por Daniel Salinas Basave
La figura de aquel “pirata cojo con pata de palo, con parche en el ojo, con cara de malo”, inspiró por igual a Joaquín Sabina que a Emilio Salgari o Johnny Deep. Sí, la imagen del corsario con perico al hombro ha seducido y aún seduce a generaciones enteras, si bien asociamos la leyenda con aguas caribeñas. Los cuentos de piratas nos parecen propios de Jamaica, Cuba o Puerto Rico, pero no de las Islas Coronado. Cuando miramos un bello atardecer en Playas de Tijuana, sin duda nunca pensamos que alguna vez por esas aguas navegaron legendarios corsarios que sembraron el terror en la península bajacaliforniana y en California. Cierto, no se puede decir que Baja California y California hayan vivido aterrorizadas por los bucaneros como sucedía en las costas de Campeche y Veracruz, pero lo cierto es que sí hubo en estas tierras al menos un par de expediciones de afamados corsarios que cubrieron de sangre el litoral de la región.
En 1818, un célebre “lobo de mar” franco-argentino navegó por el Pacífico bajacaliforniano hasta llegar a la Bahía de Monterey, misma que asoló. Por sorprendente que parezca, Argentina, al igual que Inglaterra, tiene su gran corsario nacional: Se llama Hipólito Bouchard, nacido en la mítica playa de Saint-Tropez, en el corazón de la Costa Azul francesa, en 1780. Cierto, no era un pirata cojo con pata de palo ni se sabe que trajera un loro en el hombro, pero lo cierto es que este tipo era un consumado ladrón de mar de nacionalidad francesa que trabajaba para las Provincias Unidas del Río de la Plata y que organizaba expediciones de saqueo con disfraz de independencia. Preciso es señalar que aunque el término se utiliza indistintamente, corsario y pirata no son sinónimos. Un pirata es un vil asaltante de mar, mientras que un corsario es un marino independiente o una suerte de mercenario con “patente de corso” avalada por el gobierno de algún país para asaltar embarcaciones o puertos de naciones enemigas. Hay que recordar que Sir Francis Drake, el corsario favorito de Inglaterra, fue ordenado caballero por la Reina Isabel. Hipólito Bouchard no tenía el título de Sir, pero sí contaba con el aval del gobierno insurgente rioplatense para ir por los mares exportando la flama libertaria. La vida de Hipólito Bouchard no le pide nada a las ficciones novelescas de Emilio Salgari. La existencia del franco-argentino es toda una novela de aventuras que envidiaría el mismísimo Sandokán y tiene por escenario los mares del mundo entero por donde navegó trabajando para la Marina Francesa y para las Provincias Unidas del Río de la Plata. Este francés llegó a la Argentina poco antes de la Revolución de Mayo y combatió a los españoles a lado de José de San Martín. Antes había estado combatiendo en Egipto y en Haití, pero decidió establecerse en tierras rioplatenses donde contrajo matrimonio con Norberta Merlo. Bouchard saltó a la fama durante la precampaña del Pacífico, cuando junto con el Almirante Guillermo Brown, asaltó los puertos de El Callao y Guayaquil. A bordo de su frágil corbeta “Halcón” y con la patente de corso del gobierno insurgente argentino, Bouchard se hizo a la mar en 1815, acompañado del almirante Brown, quien iba al frente de la embarcación “Santísima Trinidad”. Partieron de Montevideo hacia el Sur y tras cruzar el Cabo de Hornos, navegaron al Norte por el Pacífico hasta llegar a puertos peruanos y ecuatorianos donde bombardearon las fortalezas. El espacio de esta columna es muy breve como para poder narrar las inverosímiles andanzas de este aventurero que cruzó el Océano Índico y sorteando amotinamientos y un devastador incendio en su barco, llegó a Madagascar y a Filipinas. Lo cierto es que esta fiera de los océanos navegó frente a Baja California a bordo de las fragatas “La Argentina” y “Santa Rosa” y entre noviembre de 1818 y marzo de 1819 asaltó los asentamientos españoles de Monterey, Santa Bárbara y San Juan Capistrano, para después navegar hacia Bahía Vizcaíno hasta alcanzar el puerto nayarita de San Blas. El objetivo de estas expediciones era hacerse de recursos y víveres mediante el pillaje, llevar a cabo operaciones de contrabando, además de causarle severos dolores de cabeza a la corona española devastando sus puertos y sembrando ideas revolucionarias en sus colonias.
En lo personal, me gusta mucho la definición utilizada por el maestro David Piñera quien se refiere a estas embarcaciones como “logias flotantes”, pues su bandera ideológica no era un par de tibias y una calavera, sino la escuadra el compás, toda vez que la mayoría de sus tripulantes eran masones comprometidos contra el absolutismo y el colonialismo español. Como se puede ver, las banderas libertarias siempre han sido un excelente pretexto para el saqueo.
Otra expedición referida por David Piñera, citando al historiador Pablo Herrera Carrillo, fue la patrocinada en 1822 el mítico marino escocés Lord Archibald Cochrane, singular prócer de la independencia chilena, quien envío hasta costas bajacalifornianas las fragatas “Independencia” y el bergantín “Araucano”, tripulados por chilenos y británicos que sembraron el terror en San José del Cabo y Todos los Santos en 1822, todo porque supuestamente, Baja California, influida por los misioneros, se negaba a jurar la Independencia, lo que finalmente ocurrió, por cierto bajo presión.
Al final, la marca que estas expediciones corsarias dejaron en las californias, aparte de saqueos e incendios, no fue profunda ni trajo severas consecuencias geopolíticas separatistas o anexionistas, si bien habrá quien pueda afirmar que la jura de la Independencia de México en Baja California Sur se debió a la influencia de los corsarios chilenos enviados por Cochrane. Lo que es un hecho es que con todo y sus tintes de leyenda e irrealidad, corsarios de las naciones más australes del planeta navegaron algún día frente a nuestras costas y contemplaron, hace casi dos siglos, la infinita belleza de los atardeceres bajacalifornianos.
Wednesday, July 14, 2010
Tal vez hoy debería decir Vive Le Revolution y hablar sobre masas hambrientas destruyendo La Bastilla, reyes decapitados, panfletos incendiarios de Marat, proclamas Jacobinas de Robespierre y arengas libertarias de Danton mientras escucho La Marsellesa y contemplo extasiado cuadros de Delacroix. Vive Le Revolution. Pero en lugar de eso, he decidido compartir algo que se debió publicar el 11 y no el 14 de julio, día del cumpleaños de nuestra coqueta Tijuana. Este texto se ha publicado en el último libro de InfoBaja y un fragmento fue mi editorial de anoche en el Noticiero Sintesis. Ahora me permito compartirlo en Eterno Retorno. Felicidades ciudad mía. Aunque te hayas disparado en el pie y te hayas tomado un vaso de veneno al abrir la puerta a la gerontocracia jurásica que te gobernará, yo te sigo queriendo.
121 INCIERTAS VELITAS PARA NUESTRA TIA JUANA
Por Daniel Salinas Basave
El tijuanense desafío a lo convencional parte desde el origen mismo de la ciudad: ¿Cuándo nació Tijuana? Lo del 11 de julio de 1889 huele a invento, a pretexto simple, como si a un niño huérfano sin certificado de alumbramiento hubiera que definirle un cumpleaños sólo porque es preciso estar de acuerdo en su edad y poder apagar sus velitas en una fecha específica. Desde el mito de su fundación, Tijuana pinta su raya y marca sus diferencias con las otras ciudades del país. La inmensa mayoría de las urbes mexicanas (o latinoamericanas) nacieron durante el virreinato y si algo sabían hacer los españoles, era otorgar actas de bautizo a los asentamientos que fundaban. El capitán en cuestión enterraba su espada en la tierra, generalmente en las cercanías de algún río o arroyo y ahí donde su hierro marcaba, iniciaba la construcción de la catedral, del ayuntamiento, de la plaza de armas y a su alrededor surgía el caserío. La topografía variaba, pero el trazado era idéntico. Desde ese primer asentamiento castellano llamado Villa Rica de la Vera Cruz, cuya acta de bautizo es del 21 de abril de 1519, hasta Monterrey, fundada por Diego de Montemayor el 20 de septiembre de 1596, pasando por Puebla, Guadalajara, Guanajuato, Zacatecas y tantas otras, los conquistadores fueron con sus cruces y estoques fundando villas y pueblos que se desarrollaban a partir de una misma semilla urbana. En Tijuana no hubo cruz, ni espada, ni catedral, ni plaza de armas, ni ayuntamiento, pues este lugar nació cuando los gachupines ya se habían marchado a llorar sus derrotas a la península ibérica. Mostrenca e insurrecta, renuente a la jaula del catálogo y la definición, Tijuana le saca la lengua a los historiadores, los desafía, les juega adivinanzas. “¿A qué no adivinan cuándo nací?”. La adivinanza parece un juego de humor negro, máxime tomando en cuenta que ciudades mucho más antiguas tienen mayor claridad en lo que a su cumpleaños respecta. La fecha oficial de la fundación de Tijuana, fue “inventada” en el trienio del alcalde Fernando Márquez Arce quien convocó a un congreso de historiadores para definir con parámetros de pretendida seriedad el día del nacimiento de la ciudad. Al final, el triunfador fue un documento de Magdaleno Robles en donde se demostraba que el primer trazado urbano de Tijuana databa del 11 de julio de 1889. Con justa razón se podría argumentar que fuera del estampado de una firma sobre unos planos, nada pasó ese 11 de julio en este terruño donde mucho antes de esa fecha había asentamientos y actividad humana. Vaya, con argumentos igualmente sólidos se podría afirmar que Tijuana nace en 1829 en el momento en que Santiago Argüello recibe de manos de José Echendía los títulos de propiedad de las 10 mil hectáreas que constituirían su gigantesco rancho, mutilado por el tratado de Guadalupe-Hidalgo en 1848.
Pero si la fecha de fundación nos acarrea algunas dudas, no se puede decir que respecto al origen del nombre de nuestra ciudad seamos todo certezas. También en este tema la urbe pinta raya y marca diferencias: las ciudades españolas eran bautizadas de acuerdo al santoral o bien solían llevar el nombre de la ciudad natal de su fundador o el apellido del rey o virrey que hubiera apadrinado la expedición, si bien en algunos casos solían conservar el nombre indígena. ¿Cuáles son las raíces del nombre Tijuana? ¿Debemos creer en la existencia de la mítica Tía Juana? ¿O le atribuimos la paternidad al dios del Sol de los guaycuras llamado Ticuán o Tiwana? ¿O era Ticuán en realidad el Cerro Colorado, llamado tortuga recostada? ¿Cuál nombre le parece a usted más adecuado?
Poniéndole una dosis de romanticismo al asunto, sería bueno creer que alguna vez existió esa generosa Tía Juana, madre de todos nosotros los tijuanenses, que regenteaba una ranchería en donde atendía a los viajeros, si bien las malas lenguas, que nunca faltan, dicen que fue una meretriz o una “madame”. Podemos creer que fue Juan Rodríguez Cabrillo el primer europeo en contemplar Playas de Tijuana desde la lejanía de su bergantín en el otoño de 1542, aunque fue probablemente Fray Junípero Serra el primer europeo en caminar por estos rumbos allá por 1769.
Pero… ¿saben una cosa? Eso en realidad no importa gran cosa. Hay ciudades adultas ( o francamente ancianas) que son esclavas de su historia. Su pasado condiciona su vida diaria, su vocación, su estilo y su psique. En términos políticamente correctos, estas ciudades son adultas mayores. Tijuana en cambio es una adolescente en ebullición. Vaya, no es lo mismo cumplir 450 años que 121. Algunas ciudades acaso intuyen que sus mejores años han pasado ya, mientras que nuestra urbe adolescente tiene el presentimiento de que los mejores años están aún por venir.
Tijuana sin aristocracias ni abolengos, sin ruinas ni telarañas. Tijuana desafiando las leyes de la historia y de la física. Se lo escribí en una carta a mi amigo el señor Antoine Morrison: “Esta ciudad jamás deja de jugarme nuevas bromas enseñándome rincones urbanos que de tan improbables parecen contorsiones circenses, desafíos a la gravedad, malabares arquitectónicos al borde del vacío. Una ciudad entera en un pastel de lodo. Quien quiera que afirme conocer Tijuana como la palma de su mano, miente. Es posible conocer Mexicali, plano y lineal como una mesa de billar, pero esta topografía insurrecta siempre depara una sorpresa. Atrás de ese cerro imposible, en esa cañada de noventa grados, al fondo de esa barranca siempre habita un nuevo universo”. Sí, un nuevo universo a la vuelta de cada esquina, una historia fantástica en el cruce de caminos entre lo improbable y lo aleatorio. Escribo estas palabras luego de dos meses de recorrer hasta el último rincón de nuestra Tijuana en una enriquecedora campaña. Cierto, hay ciudades que enamoran a primera vista, pero son a menudo urbes de amores fugaces. Tijuana no es de flechazos inmediatos, pero es de enamoramientos duraderos, me atrevería a decir eternos. Vaya, por lo que a mí respecta, sigo perdidamente enamorado de ella.
121 INCIERTAS VELITAS PARA NUESTRA TIA JUANA
Por Daniel Salinas Basave
El tijuanense desafío a lo convencional parte desde el origen mismo de la ciudad: ¿Cuándo nació Tijuana? Lo del 11 de julio de 1889 huele a invento, a pretexto simple, como si a un niño huérfano sin certificado de alumbramiento hubiera que definirle un cumpleaños sólo porque es preciso estar de acuerdo en su edad y poder apagar sus velitas en una fecha específica. Desde el mito de su fundación, Tijuana pinta su raya y marca sus diferencias con las otras ciudades del país. La inmensa mayoría de las urbes mexicanas (o latinoamericanas) nacieron durante el virreinato y si algo sabían hacer los españoles, era otorgar actas de bautizo a los asentamientos que fundaban. El capitán en cuestión enterraba su espada en la tierra, generalmente en las cercanías de algún río o arroyo y ahí donde su hierro marcaba, iniciaba la construcción de la catedral, del ayuntamiento, de la plaza de armas y a su alrededor surgía el caserío. La topografía variaba, pero el trazado era idéntico. Desde ese primer asentamiento castellano llamado Villa Rica de la Vera Cruz, cuya acta de bautizo es del 21 de abril de 1519, hasta Monterrey, fundada por Diego de Montemayor el 20 de septiembre de 1596, pasando por Puebla, Guadalajara, Guanajuato, Zacatecas y tantas otras, los conquistadores fueron con sus cruces y estoques fundando villas y pueblos que se desarrollaban a partir de una misma semilla urbana. En Tijuana no hubo cruz, ni espada, ni catedral, ni plaza de armas, ni ayuntamiento, pues este lugar nació cuando los gachupines ya se habían marchado a llorar sus derrotas a la península ibérica. Mostrenca e insurrecta, renuente a la jaula del catálogo y la definición, Tijuana le saca la lengua a los historiadores, los desafía, les juega adivinanzas. “¿A qué no adivinan cuándo nací?”. La adivinanza parece un juego de humor negro, máxime tomando en cuenta que ciudades mucho más antiguas tienen mayor claridad en lo que a su cumpleaños respecta. La fecha oficial de la fundación de Tijuana, fue “inventada” en el trienio del alcalde Fernando Márquez Arce quien convocó a un congreso de historiadores para definir con parámetros de pretendida seriedad el día del nacimiento de la ciudad. Al final, el triunfador fue un documento de Magdaleno Robles en donde se demostraba que el primer trazado urbano de Tijuana databa del 11 de julio de 1889. Con justa razón se podría argumentar que fuera del estampado de una firma sobre unos planos, nada pasó ese 11 de julio en este terruño donde mucho antes de esa fecha había asentamientos y actividad humana. Vaya, con argumentos igualmente sólidos se podría afirmar que Tijuana nace en 1829 en el momento en que Santiago Argüello recibe de manos de José Echendía los títulos de propiedad de las 10 mil hectáreas que constituirían su gigantesco rancho, mutilado por el tratado de Guadalupe-Hidalgo en 1848.
Pero si la fecha de fundación nos acarrea algunas dudas, no se puede decir que respecto al origen del nombre de nuestra ciudad seamos todo certezas. También en este tema la urbe pinta raya y marca diferencias: las ciudades españolas eran bautizadas de acuerdo al santoral o bien solían llevar el nombre de la ciudad natal de su fundador o el apellido del rey o virrey que hubiera apadrinado la expedición, si bien en algunos casos solían conservar el nombre indígena. ¿Cuáles son las raíces del nombre Tijuana? ¿Debemos creer en la existencia de la mítica Tía Juana? ¿O le atribuimos la paternidad al dios del Sol de los guaycuras llamado Ticuán o Tiwana? ¿O era Ticuán en realidad el Cerro Colorado, llamado tortuga recostada? ¿Cuál nombre le parece a usted más adecuado?
Poniéndole una dosis de romanticismo al asunto, sería bueno creer que alguna vez existió esa generosa Tía Juana, madre de todos nosotros los tijuanenses, que regenteaba una ranchería en donde atendía a los viajeros, si bien las malas lenguas, que nunca faltan, dicen que fue una meretriz o una “madame”. Podemos creer que fue Juan Rodríguez Cabrillo el primer europeo en contemplar Playas de Tijuana desde la lejanía de su bergantín en el otoño de 1542, aunque fue probablemente Fray Junípero Serra el primer europeo en caminar por estos rumbos allá por 1769.
Pero… ¿saben una cosa? Eso en realidad no importa gran cosa. Hay ciudades adultas ( o francamente ancianas) que son esclavas de su historia. Su pasado condiciona su vida diaria, su vocación, su estilo y su psique. En términos políticamente correctos, estas ciudades son adultas mayores. Tijuana en cambio es una adolescente en ebullición. Vaya, no es lo mismo cumplir 450 años que 121. Algunas ciudades acaso intuyen que sus mejores años han pasado ya, mientras que nuestra urbe adolescente tiene el presentimiento de que los mejores años están aún por venir.
Tijuana sin aristocracias ni abolengos, sin ruinas ni telarañas. Tijuana desafiando las leyes de la historia y de la física. Se lo escribí en una carta a mi amigo el señor Antoine Morrison: “Esta ciudad jamás deja de jugarme nuevas bromas enseñándome rincones urbanos que de tan improbables parecen contorsiones circenses, desafíos a la gravedad, malabares arquitectónicos al borde del vacío. Una ciudad entera en un pastel de lodo. Quien quiera que afirme conocer Tijuana como la palma de su mano, miente. Es posible conocer Mexicali, plano y lineal como una mesa de billar, pero esta topografía insurrecta siempre depara una sorpresa. Atrás de ese cerro imposible, en esa cañada de noventa grados, al fondo de esa barranca siempre habita un nuevo universo”. Sí, un nuevo universo a la vuelta de cada esquina, una historia fantástica en el cruce de caminos entre lo improbable y lo aleatorio. Escribo estas palabras luego de dos meses de recorrer hasta el último rincón de nuestra Tijuana en una enriquecedora campaña. Cierto, hay ciudades que enamoran a primera vista, pero son a menudo urbes de amores fugaces. Tijuana no es de flechazos inmediatos, pero es de enamoramientos duraderos, me atrevería a decir eternos. Vaya, por lo que a mí respecta, sigo perdidamente enamorado de ella.
Sunday, July 11, 2010
Con el Océano Pacífico como testigo en un domingo en que el verano se decidió finalmente a poner cara de verano, Iker Casillas lloró de felicidad mientras su tocayo tijuanense hacía de las suyas en el andador. Al final, todo queda en la Ikeridad Ikerezka. Sí, quiero mucho a ese país. Un 28 de octubre de 1996, salí de pisa y corre de Amsterdam dispuesto a aprovechar el último día de un eurailpass ajeno, a cuyo titular usurpé. De Holanda a España con raya borrada. 25 horas después, huelga ferroviaria en Bélgica mediante, crucé la frontera por Irún y al caer la tarde llegamos a Chamartín mientras yo tarareaba con emoción aquella rolita de Eskorbuto de “este Maldito País, es una gran pocilga” y la canto con tanto cariño, con tanto apapacho, con todo el amor que siento por ese condenado país del que crecí escuchando historias. Y cantamos por igual el No Somos Nada de La Polla y el Cara al Sol de la Falange y bendito el día en que Francisco Hernández de Córdoba puso un pie en Yucatán Y Andrés Iniesta hizo nido en las redes tulipanescas, Y Arriba Málaga y Bilbao, y Arriba Cervantes y Quevedo, Unamuno y Vila-Matas, Pérez Reverte y Lope de Vega, Goya, Velásquez y mi Rayito Vallecano y Arriba España que les guste o no, a esa Patria nos debemos. Y más respeto para su Madre.