Memento mori y el Judas badajo
“Todas las fotografías son memento mori, dice Susan
Sontag. Tomar una foto es participar en la mortalidad, vulnerabilidad y
mutabilidad de una persona (o cosa). Precisamente, al recortar y congelar ese
momento, todas las fotografías son testimonio de la fusión implacable del
tiempo”. El 24 de marzo de 1989, un fotógrafo de 31 años de edad llamado Marco
Antonio Cruz, fue a Iztapalapa a cazar imágenes del Vía Crucis. Entre las
decenas o cientos de fotografías que tomó ese día, una desafió la barrera del
tiempo y se transformó en estampa icónica: los pies del Judas ahorcado,
oscilantes como siniestro badajo frente a la multitud congregada bajo el cielo
a medias nublado del Viernes Santo. Más de tres décadas y un millón de
fotografías después, Marco Antonio despertó en la mañana del Viernes Santo de
2021 y compartió en su muro la imagen de Iscariote colgado. Después salió a
desafiar la caósfera urbana en su bicicleta. ¿Destino de tragedia griega o
caprichosa aleatoriedad? No lo sé, pero la Muerte (al puro estilo de Revueltas)
ya estaba ahí: blanca, en la bici, con su rostro, decidida a concluir su tejido
y tocar el hombro de Marco en Viernes Santo al medio día. A la Parca le da por
jugar al vaivén de los ciclos y cerrar círculos con símbolos. De pronto, la
historia del México de fin de siglo se narra y encarna en mil y una imágenes de
los escombros del terremoto de 85, del alzamiento zapatista del 94 y las
cotidianas y desgarradoras estampas de un país surrealista. Será porque en El
Norte me acostumbraron a no separarme de la cámara Reflex, pero el caso es que
siempre he admirado la labor de los reporteros gráficos y acaso en el fondo (o
en la superficie) soy un vocacional fotógrafo de closet. Octavio Paz, con su
inoportuna muerte a las diez de la noche, tumbó de la portada de Reforma una
foto tomada por mí, el Domingo de Pascua de 1998, pero en mis recuerdos vivirán
siempre las coberturas y reportajes que hice con talentosos fotógrafos como
Tizoc Santibáñez, Sergio Ortiz u Omar Martínez. Admiro la magia de la
fotografía y acaso por ello me emocioné tanto escribiendo la historia de Kingo
Nonaka, el padrino los fotógrafos tijuanenses. Acaso por ello me puede
enterarme de la muerte Marco Antonio, a quien tuve la fortuna de conocer hace
ya bastantes años, durante la cobertura de algún circo binacional por la zona
del Chaparral. Recuerdo que la conversación comenzó porque Marco Antonio estaba
leyendo Ensayo sobre la ceguera de Saramago. En aquel entonces él estaba
trabajando la serie de imágenes que constituirían su libro Habitar la
oscuridad, conformado por fotografías de personas invidentes. Lo recuerdo
amable, atento, sencillo. Creo recordar que le hablé sobre el sabatiano Informe
sobre ciegos. Tampoco es que recuerde mucho más. Últimamente siento que la vida
entera es una flor deshojándose con premura, la arena de un reloj que parece
tener prisa. Por ahora solo nos queda por herencia el memento mori.