Eterno Retorno

Friday, April 02, 2021

Memento mori y el Judas badajo

 


“Todas las fotografías son memento mori, dice Susan Sontag. Tomar una foto es participar en la mortalidad, vulnerabilidad y mutabilidad de una persona (o cosa). Precisamente, al recortar y congelar ese momento, todas las fotografías son testimonio de la fusión implacable del tiempo”. El 24 de marzo de 1989, un fotógrafo de 31 años de edad llamado Marco Antonio Cruz, fue a Iztapalapa a cazar imágenes del Vía Crucis. Entre las decenas o cientos de fotografías que tomó ese día, una desafió la barrera del tiempo y se transformó en estampa icónica: los pies del Judas ahorcado, oscilantes como siniestro badajo frente a la multitud congregada bajo el cielo a medias nublado del Viernes Santo. Más de tres décadas y un millón de fotografías después, Marco Antonio despertó en la mañana del Viernes Santo de 2021 y compartió en su muro la imagen de Iscariote colgado. Después salió a desafiar la caósfera urbana en su bicicleta. ¿Destino de tragedia griega o caprichosa aleatoriedad? No lo sé, pero la Muerte (al puro estilo de Revueltas) ya estaba ahí: blanca, en la bici, con su rostro, decidida a concluir su tejido y tocar el hombro de Marco en Viernes Santo al medio día. A la Parca le da por jugar al vaivén de los ciclos y cerrar círculos con símbolos. De pronto, la historia del México de fin de siglo se narra y encarna en mil y una imágenes de los escombros del terremoto de 85, del alzamiento zapatista del 94 y las cotidianas y desgarradoras estampas de un país surrealista. Será porque en El Norte me acostumbraron a no separarme de la cámara Reflex, pero el caso es que siempre he admirado la labor de los reporteros gráficos y acaso en el fondo (o en la superficie) soy un vocacional fotógrafo de closet. Octavio Paz, con su inoportuna muerte a las diez de la noche, tumbó de la portada de Reforma una foto tomada por mí, el Domingo de Pascua de 1998, pero en mis recuerdos vivirán siempre las coberturas y reportajes que hice con talentosos fotógrafos como Tizoc Santibáñez, Sergio Ortiz u Omar Martínez. Admiro la magia de la fotografía y acaso por ello me emocioné tanto escribiendo la historia de Kingo Nonaka, el padrino los fotógrafos tijuanenses. Acaso por ello me puede enterarme de la muerte Marco Antonio, a quien tuve la fortuna de conocer hace ya bastantes años, durante la cobertura de algún circo binacional por la zona del Chaparral. Recuerdo que la conversación comenzó porque Marco Antonio estaba leyendo Ensayo sobre la ceguera de Saramago. En aquel entonces él estaba trabajando la serie de imágenes que constituirían su libro Habitar la oscuridad, conformado por fotografías de personas invidentes. Lo recuerdo amable, atento, sencillo. Creo recordar que le hablé sobre el sabatiano Informe sobre ciegos. Tampoco es que recuerde mucho más. Últimamente siento que la vida entera es una flor deshojándose con premura, la arena de un reloj que parece tener prisa. Por ahora solo nos queda por herencia el memento mori.

Thursday, April 01, 2021

Jueves Santo

 


A lo mejor eres un canijo apóstata como yo (y eso está muy bien), pero aunque seamos caminantes del Left Hand Path, estaremos de acuerdo en que estos días tienen su esencia inimitable. El Jueves Santo es de cielos pelones, de horizontes desnudistas, pero al Santísimo Viernes, por aquello de las crucifixiones y las coronas espinosas, le da por vestir su trajecito de sombras y sábanas de nubes. Demasiado Dejá Vu en estos días, estampas de algún pagano Gólgota y un huerto de los Olivos yaciente la penumbra de tu mentirosa nostalgia, olvidado bajo los manteles de últimas cenas ahogadas en licores herejes. En diapositivas neuronales desfilan estampas de santos días: extrañas estar bajo las palmas del Tarraya mirando al Caribe y fundirte en la resolana del viejo Terrazas Vallarta con su rockola mientras los cetáceos transgreden la frontera como divinos indocumentados marinos. Llegan flashazos de tus correrías para pepenar harta cerveza siendo menor de edad en la Isla del Padre; de tu espalda despellejada tras diez horas de sol en Puerto Marqués; del olor a sudores petroleros en arenas tampiqueñas; de las capuchas de los disciplinantes bajo la flama del Vía Crucis zacatecano; de los coras borrados en la Mesa del Nayar cortando la mata de su monarca treceañero; de Cranes en Austin y el cerro del Quemado al alba; de Soto la Marina con insolación; Villa de Santiago en calma chicha y el Golden Gate Park regalando coquetos atardeceres.

Por ahora nos quedan por herencia ese parámetro de otredad que son nuestras islas, el omnipresente recordatorio sobre la existencia de mundos paralelos a donde siempre has querido exiliarte, el símbolo de un más allá asomándose en los límites de tu mirada.

Islas mutantes, camaleónicas, tramposas; tan dadas a los disfraces como a las escondidas. Las islas se saben musas y administran sus dosis de inspiración. Algo entienden de juegos de seducción y acaso se diviertan con tu delirio en Jueves Santo.

Librajos cuaresmales

 


Como quien se bebe de hidalgo dos tragos rudos y pateadores, acabo de leer este par de novelas escritas por dos jóvenes autoras mexicanas. Ambas son obras duras, ácidas e inquietantes. Casas vacías de  Brenda Navarro es una inmersión profunda en el dilema de la maternidad a través de una  historia simplemente desapacible que horada en lo profundo. Desde la primera página has hecho tuya la angustia que te mantendrá en vilo hasta el final. En un parpadeo, una joven madre pierde a su pequeño  hijo autista en un parque. Nadie ha visto ni oído nada.  A Daniel  se lo ha tragado la tierra. Si algún día has vivido la pesadilla de perder de vista a tu hijo chiquito en un lugar público, estarás de acuerdo conmigo en que son los instantes más infernales de la vida. Aunque solo sea por unos pocos  minutos, puedo asegurarte que todos los horrores pasan por tu cabeza en durante ese tiempo torturante.  Con semejante inicio, Brenda logra que hagas tuyo el infierno de la madre y también logra que ella te acabe resultando de lo más chocante. Acaso eso sea un gran mérito de la autora, que un personaje ficticio pueda generarte una franca antipatía. La madre de Daniel simplemente cae mal. Resulta egoísta, odiosa y en el fondo acabamos culpándola de lo que sucedió. Inevitablemente terminarás  enfrentándola a la otra figura maternal, la de la mujer que se robó a Daniel porque está obsesionada por vivir la experiencia de la maternidad, aunque su vida esté sumergida en un pozo de mierda. Una mujer que vive inmersa en la absoluta precariedad económica y emocional para quien la idea de poder arrullar un bebé es el nirvana.   Dos formas extremas y contrastantes de vivir la imposición, el mito y la idealización de la maternidad. Mientras Navarro se excede en pausas y reflexiones, Fernanda Melchor te sorraja sin piedad su Blietzkrieg narrativo en Paradais. Su prosa es el equivalente al blast beat en la batería, un ritmo brutal que no concede respiro. Otra vez lo más mórbido del Golfo de México como territorio narrativo en donde hasta los mil demonios interiores de sus personajes parecen apestar a sudor tropical. Entiendo que Temporada de huracanes dejó la vara y muy alta y creo que Paradais pasará a la posteridad como una obra puente (el equivalente a lo que fue el álbum Bomber de Motorhead, una obra menor en medio de dos gigantones como Overkill y Ace of Spades) Paradais es una novela apresurada, con fallos chambones y errores de concentración producto de las prisas (te van a encerrar en el “titular” para menores, se lee por ahí,  o  en pleno julio, el único mes absolutamente vacacional en México,  los chamacos deben alistarse para ir a la escuela). Tropiezos menores que no desmerecen. Al final lo importante es que Fernanda se deja leer y se lee a gusto (cosa que no sucede con Monge, Enrigue, Rivera Garza, etc). Paradais te lo chutas en una tardecita. Casas vacías en un par. Vale la pena leerlas.

Tuesday, March 30, 2021

Busqued se mató en un accidente doméstico bajo el tremendo sol (o las tremendas nubes) del otoño porteño

 

 

Andando en plena pepena libresca por rumbos ríoplatenses, le pedí a mi colega Máximo Chehin que me recomendara algo argento nuevo, chingón y de preferencia no tan conocido en México. No lo pensó dos veces y me recomendó a Carlos Busqued. Cuando lo vi en la foto de la solapa con la camiseta de Motorhead, el que no la pensó dos veces fui yo: este güey es de los míos, dije, y con eso de que casi no les tengo fe ciega a los anagrameros, de inmediato lo apañé. Me encontré con un excéntrico absoluto, zafado, outsider, exiliado en su propio mundo. Bajo este sol tremendo es la historia de un anti héroe picaresco llamado Cetarti que es un pacheco de tiempo completo al que le pasan las cosas más absurdas. Su segundo y último libro, Magnetizado, es una suerte de Plata quemada o A sangre fría, un no ficción sobre un extravagante y taciturno asesino de taxistas que hizo de las suyas en el 82. Dos libros muy distintos entre sí, hermanados por su excentricidad. Creo que son los únicos dos que publicó. Hace unos minutos me enteré que Busqued se mató en un accidente doméstico bajo el tremendo sol (o las tremendas nubes) del otoño porteño. Canija primavera matraca.