Cierto, puede caerse, pero lo volado quién nos lo quita.
La lectura es el viaje que nunca termina y por cierto, leer y viajar son placeres simbióticos. Me gustan los libros llenos de
arena de mar o de lodo del campo, con hojas secas y tierra, libros paseados y
con kilometraje como uno.
La
lectura se vive intensamente en vacaciones o en días ajetreados; en Navidad o
en Pascua; bajo la lluvia o bajo el sol; en la nieve o en el desierto. Vaya, un
solo día de la vida sin lectura, simplemente no es concebible. El libro es el
mejor amigo del mar, la montaña, de la aventura y la mochila.
Tal
vez estemos en peligro de extinción, tal vez seamos en verdad los últimos
lectores, pero ya muchas veces nos han desahuciado y arrojado los santos óleos
y aquí seguimos aferrados, dándole duro al vicio.
El último lector muere
todos los días. Sabemos que a cada instante se extingue en el planeta una
especie animal o vegetal y sabemos también que con no poca frecuencia se
extinguen lenguas y dialectos que nunca podrán ser recuperados, de la misma
forma que se extinguen oficios y algunos pueblos rurales van quedando
abandonados por la migración o el crimen. Así nos vamos extinguiendo los
lectores hedonistas, pero aún bajo el gran meteorito digital, el eterno retorno de ese acto de magia
concebido hace más de cinco milenios sobre la arcilla de Sumeria resurge en la
vida cotidiana como un milagro. Un milagro capaz de germinar y rebrotar todos
los días de la vida en un sinfín de cabecitas infantiles que descubren e
interpretan el universo con la misma emoción que lo descubrirán e interpretarán
los niños que nacerán dentro de un siglo. El mundo será sin duda muy distinto,
pero acaso habrá quienes descubran que tomando estos senderos de palabras se
puede llegar a universos ignotos y que esa luz hecha de tinta, locura y
hechicería, será capaz de iluminarnos y embrujarnos mientras haya alguien
dispuesto a consumar el milagro.