Enero jamás se niega a sí mismo. Enero derrocha esa esencia de eterno retorno, de nuevo comienzo en el vaivén de los ciclos. A medio camino entre la resaca y la efervescencia, enero tiene la personalidad de un baño frío al amanecer. Nunca el cruce del umbral entre un mes y otro es tan contrastante. El biorritmo existencial parece requerir estas cíclicas oscilaciones y nuestra conductual naturaleza nos condiciona a seguir estos patrones de comportamiento. Lo que hasta hace tres días era pachorra y relajación hoy se torna en una vocación estoica y proactiva. Lindas fueron las tardes y noches de beber bourbon frente al pinito, de dieta rota, lecturas dispersas, películas en familia, recuentos y nostalgias. Dimos la bienvenida al año peregrinando al Valle de Guadalupe, concretamente a uno de sus secretos mejor guardados, que es la vitivinícola Vena Cava, al que bien podríamos nombrar nuestro vino bajacaliforniano favorito (aunque La Carrodilla corre casi a la par). Con las caminos anegados por las recientes lluvias, no fue tarea tan sencilla llegar hasta ahí, pero en verdad valió la pena vivir el primer atardecer del año en el restaurante Troika a la orilla de un inspirador laguito. El 2 de enero fue consagrado a un maratón de Netflix, disfrutando en familia la nueva temporada de Cobra Kai, un buen churrito americano que sabe reflejar dilemas intergeneracionales y contrastar personalidades y ambivalencias con mucha mayor malicia que el ochentero Karate Kid y su mundo de buenos buenísimos y malos malísimos. Con ese maratón dijimos adiós al hedonismo de temporada.
Con el primer día hábil de año irrumpe la imperiosa necesidad del nuevo comienzo. El árbol navideño es el termómetro de nuestras emociones, el testigo perfecto de esta oscilante vibra. Colocar el arbolito es un acogedor ritual cuyo horario ideal es el prematuro crepúsculo invernal, con villancicos, galletas y alguna bebida, con toda la calma para ir combinado esferas y adornos. Su brillo en la sala parece ser el salvoconducto para para entregarse a una suerte de hedonismo hogareño. En nuestra casa nos tomamos de lo más en serio la decoración navideña y no creo ser subjetivo si afirmo que mi esposa Carolina compite a un nivel profesional a la hora de combinar colores, formas y espacios. Sin embargo, con la irrupción de enero llega la necesidad de dar vuelta a la página y dejar atrás. El 3 de enero, en un arranque energético, quitamos el árbol y las luces de las ventanas. Ponerlo es una ceremonia pero quitarlo es un proceso industrial mecanizado. Esa es la vibra adecuada. Cuanto más rápido y preciso mejor. Hoy la pared desnuda me indica que debo ponerme las pilas. A las 5:00 de la mañana ya estoy despierto metiéndole velocidad a un proyecto postergado. Dos horas después arranco la escritura de esta columna, la primera del 22. Reviso correos, pongo en orden archivos y tecleo en mi lap top con la sensación de que la vida no piensa esperarme. La vida es cíclica, no lineal. Conozco bien esta sensación tan propia de los diciembres y eneros. Hoy Iker vuelve a clases y el día 17 retornará presencialmente a la escuela luego de 22 meses de ausencia, lo cual es todo un acontecimiento. La cíclica escénica de enero sienta sus reales. Hay que aprovechar el impulso y subir a la cresta de la ola. La nietzschiana serpiente del eterno retorno ha vuelto a morderse la cola