El año ha emprendido la fuga y has deshojado los días de una efímera flor de verano.
Aun
suponiendo que careciéramos de reloj y calendario, uno podría leer en el horizonte el vaivén de
los ciclos, la espiral del eterno retorno. No necesitas saber que es 23 de septiembre
para respirar la esencia del otoño que lentamente se derrama sobre nosotros. Es
todavía un otoño tímido que la juega de discreto, pero su presencia es ya
innegable. Cierto, no es la nuestra una descarada otoñalidad vestida de rojo profundo como en
Nueva Inglaterra, pero hay algo en la
luz y en el viento donde la recién llegada estación se anuncia. El atardecer
nunca miente. Sin duda muchos milenios
antes de que nos diera por medir el tiempo, los antiguos podían descifrar lo
circular del destino en las puestas de sol. La fantasmal silueta de las islas,
la luz crepuscular diluyéndose en el Pacífico, el fresco de la tarde y el fluir
del pensamiento huelen a espíritu otoñal y de pronto, como si tal cosa, reparas
en que el año ha emprendido la fuga y
has deshojado los días de una efímera flor de verano. Aún faltan los vientos de
brujas, los fatuos fuegos santaaneros, calaveras, calabazas y la canija vida
corriendo como yegua desbocada al filo del desbarrancadero.