9-11 y 999
A Dios, al chantajista ese qué inventaron los judíos, comercializaron los cristianos y llevaron al límite de la crueldad los musulmanes, le gusta secuestrar aviones para dar fe de su existencia. Esa criatura egoísta y celosa que lo mismo derrumba murallas en Jericó que ahoga egipcios en el Mar Rojo o manda a su angelito exterminador a matar primogénitos, es capaz de cualquier bestialidad con tal de dejarnos claro, a nosotros los mortales, lo enojado que está con este bodrio de creación que abortó un mal día. Ese mentado engendro monoteísta parece estar furioso con sus hijos y le ha ordenado a sus files corderos que se pongan a secuestrar aviones para demostrarle a esos humanos descreídos, idólatras de la razón, quién carajos manda aquí.
Sí, es cierto: Dios nos odia a todos. El juguetito que fabricó en el Génesis le ha salido defectuoso y ahora quiere desquitarse. Pero resulta que hay muchos dioses que dicen ser uno ¿Cuál es el que más nos odia? Es fácil identificarlo: es el que está siempre en primera fila apadrinando todas las masacres de la humanidad. Los hebreos, que fueron los primeros en alucinarlo, le pusieron Jehová o Yahvé y luego el emperador Constantino (o más bien dicho su mamá) le inventó un hijito mártir que vendría a redimir el mundo y de paso a concretar algunos buenos negocios que hicieron millonario al Imperio Romano y a todos los imperios del mundo occidental, que a la fecha siguen viviendo de ese exitoso changarro vaticano. Pero seis siglos después de que el hijito de ese dios judío nos chantajeara sentimentalmente con su martirio, un vendedor de camellos se transformó en eficiente secretario y tundiendo tecla en tablas de oro, copió al píe de la letra las enseñanzas de otro cabrón, que en realidad era el mismo, el mismito chingado dios del desierto, ese que nació de la arena entre Israel y Mesopotamia y le exigió a la humanidad contrato de exclusividad. Nada de adorar otros dioses. Aquí nomás mis chicharrones truenan. Pues sí, resultó que el dios ese que el arcángel le presentó al vendedor de camellos, era el mismo de los judíos y los cristianos. También le gustaba mandar plagas y asesinar primogénitos, pero salió más desgraciado e hijo de puta que sus antecesores.
Hace ocho años, ese iracundo Alá ordenó a Mohamed Atta y su pandilla que transformara un par de American Airlines en falos asesinos para sodomizar al Imperio. Porque Alá, el mismo que fue revelado a Mahoma por el Arcángel Gabriel y que le dio un paseo por los cielos despegando del helipuerto de la roca negra, es un cabrón bien hecho que no soporta a los infieles. Pobre de aquel que no lo respete y se entregue a una vida disoluta sin postrarse cada día en dirección a La Meca.
Las Torres se cayeron, el Imperio exhibió flácida e impotente su falsa virilidad y los comerciantes de la fe y el patriotismo hicieron un negocio redondo vendiéndonos pastillas de viagra bélico. Había que ir a arrojar misiles a Kabul y Bagdad para recuperar la potencia sexual y enseñarles a los puercos árabes que el dios luterano, ese que eligió y bendijo al pueblo americano desde el desembarco del Mayflower, no iba a perdonar esa clase de escupitajos en su cara. God Bless America. Porque resulta que el diosito protestante, ese en quien confía ciegamente cada dólar (In God we Trust) y tiene en la familia Bush a sus más abnegados y fieles pastores, es un dios de tan pocas pulgas como su gemelo Alá, al que unos pakis de mierda no pueden poner en tela de juicio. Vengan los misiles, que unos cuantos niños afganos mutilados no le hacen daño a nadie. Y ahí tienes a ese par de dioses enfrentados otra vez. Casi un milenio antes, en el año 1095, la versión católica-romana del dios de Bush, le cantó un tiro a Alá en voz del Papa Urbano y Pedro el Ermitaño. Deus Vult, Dios lo quiere, vengan Las Cruzadas, bañemos de sangre Jerusalén, expulsemos a los infieles de la tumba del Señor y de paso hagamos un buen negocio, que el metro cuadrado se cotiza bien en Tierra Santa y la plusvalía va a la alza . Vamos a exterminar al infiel, al otro, ese mentado otro, siempre enemigo, siempre demoníaco. El otro, omnipresente en nuestras pesadillas.
En nuestro México, toda copia suele ser por definición tragicómica y las más de las veces ridícula hasta el hartazgo. Vaya, aquí en México ni siquiera podemos aspirar a un enemigo de altura a la hora de jugar a los terroristas aéreos. Al igual que sucedió hace ocho años, al dios monoteísta le dio por ordenarle a uno de sus fieles e ilusos pastorcillos que secuestrara un avión. Los motivos eran más o menos los mismos. “Estos pinches hijos desagradecidos se han olvidado de mí y nada mejor que secuestrar un avioncito para recordarles quien reparte aquí las nalgadas”, le dijo dios a José Mar, su siervo boliviano. Este dios no es tan cabroncito como su alter ego Alá y por supuesto José Mar no es Mohamed Atta. Este boliviano bonachón quiere lo que todos los evangélicos del mundo: que le pongas un poco de atención, que le hagas caso cuando berrea a grito pelado que el Apocalipsis está a la vuelta de la esquina. Así son los evangélicos: necios, molestosos, desparramadores compulsivos de saliva e idiotez. Soy un enemigo de todas las religiones monoteístas, pero si he de seleccionar a quienes más aborrezco, los cristianos evangélicos ocupan el sitio de honor en el altar de mi desprecio. Me gustaría que existiera un circo romano para poder arrojarlos a que escupieran sus peroratas bíblicas entre los leones.
Pero sentimientos aparte, el caso es que José Mar puso en evidencia un par de asuntos que de cualquier manera, creo yo, estaban sobreentendidos. Uno, lo he abordado ya; al dios monoteísta le gusta secuestrar aviones para que no nos olvidemos de él. El otro, es que el sistema de seguridad nacional es para cagarse de la risa. Un pobre imbécil armado de una lata de Jumex es capaz de poner patas arriba a la policía federal y de provocar una reacción presidencial. Genaro García Luna sale muy orgulloso a presumir la valiente e inteligente intervención de los agentes a su cargo. Muy digno Genaro, propio de Scotland Yard. Creo que allá en Israel el Mossad te anda buscando para que les des unas conferencias sobre seguridad nacional e inteligencia. Nos presume Genaro que no hubo sangre y la pregunta es: ¿pudo haberla habido? A menos que la lata de Jumex acertara directo en la frente de un pobre pasajero, no veo cómo se las hubiera arreglado José Mar para causar algún daño. Un loquito necesitado de atención y adicto a esa maligna droga llamada Cristo desquició a una nación. Pero el cristiano en cuestión también le hizo su milagrito a Genaro y a Calderón. Ellos también estaban necesitados de aplausos, de fanfarrias, una porrita que los haga sentirse héroes después de tanta cagazón. Bienvenido el boliviano y sus delirios, que les permita sentirse por una vez los héroes de la película.
“Dios bendiga a todas las autoridades mexicanas, a los militares, al Presidente (Felipe Calderón), y al Gobernador, quiero anunciar que viene un cataclismo tremendo”, nos dice José Mar.
Totalmente de acuerdo contigo mi boliviano. Venga un tesito de coca para celebrar la hazaña. Claro que viene un cataclismo tremendo, pero por desgracia ya no requerimos del Apocalipsis y los ángeles exterminadores de tu dios cristiano para mandar a México al infierno. Para cataclismos nos basta y sobra con un solo jinete apocalíptico llamado Agustín Carstens (por talla de pantalón ocupa el espacio de los cuatro jinetes con todo y caballos) y no se necesita ser un profeta de la condena para intuir lo que pasará. De cualquier manera, gracias por recordárnoslo.
Hoy es 11 de septiembre. He amanecido más blasfemo y deicida que de costumbre. El 11 de septiembre me recuerda la eternidad de las guerras santas y la crueldad del monoteísmo. Ahí dejo un par de reliquias, blast from the past, que ya alguna vez había incluido en este espacio y me permito reciclar del bote de la basura. La primera fue escrita con pluma en el Cuaderno Piel de Vaca a bordo de un American air lines que me trasladaba a Nueva York el 15 de septiembre de 2001. La segunda es una reflexión que publiqué en Frontera con motivo del quinto aniversario de las torres.
Volando en cielos infestados de espectros
(Escrito en el Amigo Piel de Vaca a bordo de un American Airlines la mañana del 15 de septiembre de 2001).
Tinta de guerra, burlona aleatoriedad. Quién iba a decir que pasaría el sacrosanto día de nuestra Independencia surcando cielos infestados de fantasmas, en camino rumbo a la podrida manzana, cuyas larvas yacen sepultadas bajo los escombros de las Torres Gemelas. No hace falta decir que Morfeo ha sido tacaño, como corresponde a los grandes días. Hace exactamente cinco años, precisamente un 15 de septiembre de 1996, deambulaba por suelo neoyorquino entre Rochseter y Buffalo, camino a Toronto.
Hoy me diluyo en la atmósfera norteamericana y todo a mi alrededor es peste patriotera aderezada con polvos de paranoia e indignación. Qué funerario resulta volar este día en un American Airlines igualito a los que s estrellaron como flechas en los falos de Babel. Haciendo la ruta inversa California-Boston sobre un cielo poblado de terror y cenizas. La paranoica burocracia aeroportuaria llega a los límites de lo barroco, un sábado a las cinco de la mañana sumergido en una fila que no cree en sí misma, entre un millar de anglosajones despavoridos para sentarme en el asiento de este avión, con la cruz de mil horas de espera a cuestas, entre escarceos mentales que fueron de la indignidad a la euforia.
Qué manía esta la mía de reseñar la existencia, de pretender que es importante y trascendente, desparramar sinrazón y desvarío en aviones gabachos repletos de rostros sajones como si fuera una historia mil veces repetida. No deja de ser significativo el estar, al menos por unas horas, sobre suelo bostoniano, sobre esa pista del aeropuerto Logan que parece diluirse en el Mar. Sólo espero tener la oportunidad de arrojar, al menos un día, mis pasos a la bella Nueva Inglaterra. Ahora sólo me resta acorzar con bucólico idilio mi incertidumbre. En el aire flota la palabra Guerra. O tal vez sea mejor el simple alarido animal de War, Waaaarrr, Guarrr. Espectro gutural emergido de cavernarias profundidades, tan ancestral, tan humano, tan necesario, como la sed de amor. Y mientras algunos insisten en bañar el asunto con babas apocalípticas, yo no dejo de pensar en esta suerte de catástrofe anunciada. Vaya, me imaginaba desde hace algún tiempo la llegada de un mega conflicto, un terremoto planetario que anunciara la entrada de una nueva era histórica, pero con toda la honestidad del mundo no imaginé que llegara tan pronto y mucho menos de una manera tan pintoresca. ¿Será el 11 de septiembre de 2001 un parte aguas, una cicatriz histórica como el 14 de julio de 1789 o como el 12 de octubre de 1492? ¿Quién acabará bajo la piedra en la licuadora bélica que se avecina?Las guerras cambian el sentido de la vida, redimensionan la existencia, más que un hecho parecer ser un estado de ánimo cíclico de la humanidad, algo así como el apetito, el deseo. Es lujuria de guerra lo que sentimos.
(Intermedio, rescatado del Piel de Vaca un día cualquier del verano de 2001)
Mientras Dios no deje de morir, mientras la carne siga escupiendo sangre amarga. Mientras la vida se deshaga lentamente en instantes prófugos de significado. Mientras todo sea un despavorido correr hacia la consumación e ir cortando lentamente las arterias de la noche, derramar el deseo en hojas secas. La palabra se decide a sublevarse y las máscaras transforman en líquido los conjuros del alba. Busquemos entonces el ácido sabor, la fantasía no desangrada, la negra tierra- tatuaje).
Testimonio de quinto aniversario
Arribé a Nueva York la tarde la tarde del 15 de septiembre de 2001 enviado por Frontera a cubrir los efectos de la tragedia del 11 de septiembre. Poder salir de San Diego entre una fila de más de 50 mil pasajeros varados fue algo más que una hazaña que demandó más de un día de espera. Al arribar a la Gran Manzana en medio de un ambiente funerario y desolador, tuve bien claro que estaba ante la misión más grande que se me había encomendado en los siete años que tenía entonces de dedicarme al periodismo escrito.
Sobre la calle Greewich se habían apostado centenares de camiones, cada uno dibujado con el logotipo de un canal diferente, en cuyo techo siempre había un enviado especial que trasmitía en vivo para darle al mundo los últimos reportes oficiales. La imagen de fondo, en todos los casos, era la reducida panorámica de los escombros de la Torres Gemelas que alcanzaban a divisarse a unos 100 metros desde la calle improvisada como sala internacional de prensa. Comprendí entonces que mi lugar estaba lejos de la avalancha de reporteros y que para bucear en lo más profundo de la herida aún sangrante, debía ir ahí a donde están los más pobres, los miles de inmigrantes a los que de un momento a otro se les derrumbó la torrecita de esperanza que habían logrado construir. Ahí encontré los relatos de los incontables seres sin nombre que empeñaban su existencia limpiando el cristal de un rascacielos, yendo y trayendo encargos desde el mundo subterráneo hasta el piso 123, sin que sus patrones acertaran siquiera a preguntarse si detrás de ese rostro enigma existió alguna identidad. Es entonces cuando recordé las palabras de Ryszard Kapuscinski: los reporteros pisamos la tierra y andamos entre la gente, de ahí la tarea de reflejar los problemas humanos de la existencia cotidiana. Comprendí que la existencia cotidiana de miles de seres se había transformado en infierno por obra y gracia de un conflicto entre fanáticos.Ahí, en las esquinas de la Calle 116 o en los andenes del metro en Queens, fui llenando una alforja de testimonios. Mexicanos prófugos del error de diciembre, hondureños que no habían nacido cuando estalló la Guerra del Futbol y a los que el Huracán Mitch arrojó al piso 100 de un rascacielos, argentinos que presentían el cierre del corralito, colombianos que no querían sumarse al 20 por ciento de desempleo que les regaló el gobierno de Pastrana. Todos con una historia que a su vez le sabía a destino y fotografía de un continente. Todos con algún ser querido que en un segundo se había transformado en polvo. Ahí conocí al padre Joel Magallán, líder moral de los mexicanos cuya iglesia guadalupana en la Calle 14 se transformó en refugio de las familias de conacionales que buscaba a sus desaparecidos. También conocí la burocrática cerrazón del Consulado Mexicano en Nueva York, encabezado por Salvador Beltrán del Río, que se negó a hacer pública la lista de mexicanos desaparecidos, hasta que Juan Hernández, entonces Comisionado Presidencial para los Mexicanos en el Extranjero, se lo exigió. Sin embargo, el momento culminante de esa desgarradora experiencia fue la noche del 28 de septiembre 2001, cuando conocí a Los Topos, el grupo de rescatistas veteranos del terremoto de 1985.Ahí encontré a Joel Nuñez, un ex bombero tijuanense habitante de la Colonia Libertad que participaba activamente dentro del grupo de rescate. Entre anécdotas de sismos e inundaciones, conseguí que el grupo me tramitara una credencial que me acreditaba como rescatista, lo que me permitió entrar por primera vez a caminar en torno a los escombros de las Torres, a donde como reportero jamás habría tenido acceso. Ahí, sobre las ruinas, mirando a los Topos diluirse por en espacios de centímetros entre brazas ardientes, sentí que en este mundo que me tocó vivir no hubiera él podido dedicarme a otra cosa que no fuera esta adicción por contarle cosas a un lector que cada mañana se bebe su café con el periódico tapándole el rostro y cinco (nueve) años después me resulta imposible dejar de revivir a cada momento esa noche.
A Dios, al chantajista ese qué inventaron los judíos, comercializaron los cristianos y llevaron al límite de la crueldad los musulmanes, le gusta secuestrar aviones para dar fe de su existencia. Esa criatura egoísta y celosa que lo mismo derrumba murallas en Jericó que ahoga egipcios en el Mar Rojo o manda a su angelito exterminador a matar primogénitos, es capaz de cualquier bestialidad con tal de dejarnos claro, a nosotros los mortales, lo enojado que está con este bodrio de creación que abortó un mal día. Ese mentado engendro monoteísta parece estar furioso con sus hijos y le ha ordenado a sus files corderos que se pongan a secuestrar aviones para demostrarle a esos humanos descreídos, idólatras de la razón, quién carajos manda aquí.
Sí, es cierto: Dios nos odia a todos. El juguetito que fabricó en el Génesis le ha salido defectuoso y ahora quiere desquitarse. Pero resulta que hay muchos dioses que dicen ser uno ¿Cuál es el que más nos odia? Es fácil identificarlo: es el que está siempre en primera fila apadrinando todas las masacres de la humanidad. Los hebreos, que fueron los primeros en alucinarlo, le pusieron Jehová o Yahvé y luego el emperador Constantino (o más bien dicho su mamá) le inventó un hijito mártir que vendría a redimir el mundo y de paso a concretar algunos buenos negocios que hicieron millonario al Imperio Romano y a todos los imperios del mundo occidental, que a la fecha siguen viviendo de ese exitoso changarro vaticano. Pero seis siglos después de que el hijito de ese dios judío nos chantajeara sentimentalmente con su martirio, un vendedor de camellos se transformó en eficiente secretario y tundiendo tecla en tablas de oro, copió al píe de la letra las enseñanzas de otro cabrón, que en realidad era el mismo, el mismito chingado dios del desierto, ese que nació de la arena entre Israel y Mesopotamia y le exigió a la humanidad contrato de exclusividad. Nada de adorar otros dioses. Aquí nomás mis chicharrones truenan. Pues sí, resultó que el dios ese que el arcángel le presentó al vendedor de camellos, era el mismo de los judíos y los cristianos. También le gustaba mandar plagas y asesinar primogénitos, pero salió más desgraciado e hijo de puta que sus antecesores.
Hace ocho años, ese iracundo Alá ordenó a Mohamed Atta y su pandilla que transformara un par de American Airlines en falos asesinos para sodomizar al Imperio. Porque Alá, el mismo que fue revelado a Mahoma por el Arcángel Gabriel y que le dio un paseo por los cielos despegando del helipuerto de la roca negra, es un cabrón bien hecho que no soporta a los infieles. Pobre de aquel que no lo respete y se entregue a una vida disoluta sin postrarse cada día en dirección a La Meca.
Las Torres se cayeron, el Imperio exhibió flácida e impotente su falsa virilidad y los comerciantes de la fe y el patriotismo hicieron un negocio redondo vendiéndonos pastillas de viagra bélico. Había que ir a arrojar misiles a Kabul y Bagdad para recuperar la potencia sexual y enseñarles a los puercos árabes que el dios luterano, ese que eligió y bendijo al pueblo americano desde el desembarco del Mayflower, no iba a perdonar esa clase de escupitajos en su cara. God Bless America. Porque resulta que el diosito protestante, ese en quien confía ciegamente cada dólar (In God we Trust) y tiene en la familia Bush a sus más abnegados y fieles pastores, es un dios de tan pocas pulgas como su gemelo Alá, al que unos pakis de mierda no pueden poner en tela de juicio. Vengan los misiles, que unos cuantos niños afganos mutilados no le hacen daño a nadie. Y ahí tienes a ese par de dioses enfrentados otra vez. Casi un milenio antes, en el año 1095, la versión católica-romana del dios de Bush, le cantó un tiro a Alá en voz del Papa Urbano y Pedro el Ermitaño. Deus Vult, Dios lo quiere, vengan Las Cruzadas, bañemos de sangre Jerusalén, expulsemos a los infieles de la tumba del Señor y de paso hagamos un buen negocio, que el metro cuadrado se cotiza bien en Tierra Santa y la plusvalía va a la alza . Vamos a exterminar al infiel, al otro, ese mentado otro, siempre enemigo, siempre demoníaco. El otro, omnipresente en nuestras pesadillas.
En nuestro México, toda copia suele ser por definición tragicómica y las más de las veces ridícula hasta el hartazgo. Vaya, aquí en México ni siquiera podemos aspirar a un enemigo de altura a la hora de jugar a los terroristas aéreos. Al igual que sucedió hace ocho años, al dios monoteísta le dio por ordenarle a uno de sus fieles e ilusos pastorcillos que secuestrara un avión. Los motivos eran más o menos los mismos. “Estos pinches hijos desagradecidos se han olvidado de mí y nada mejor que secuestrar un avioncito para recordarles quien reparte aquí las nalgadas”, le dijo dios a José Mar, su siervo boliviano. Este dios no es tan cabroncito como su alter ego Alá y por supuesto José Mar no es Mohamed Atta. Este boliviano bonachón quiere lo que todos los evangélicos del mundo: que le pongas un poco de atención, que le hagas caso cuando berrea a grito pelado que el Apocalipsis está a la vuelta de la esquina. Así son los evangélicos: necios, molestosos, desparramadores compulsivos de saliva e idiotez. Soy un enemigo de todas las religiones monoteístas, pero si he de seleccionar a quienes más aborrezco, los cristianos evangélicos ocupan el sitio de honor en el altar de mi desprecio. Me gustaría que existiera un circo romano para poder arrojarlos a que escupieran sus peroratas bíblicas entre los leones.
Pero sentimientos aparte, el caso es que José Mar puso en evidencia un par de asuntos que de cualquier manera, creo yo, estaban sobreentendidos. Uno, lo he abordado ya; al dios monoteísta le gusta secuestrar aviones para que no nos olvidemos de él. El otro, es que el sistema de seguridad nacional es para cagarse de la risa. Un pobre imbécil armado de una lata de Jumex es capaz de poner patas arriba a la policía federal y de provocar una reacción presidencial. Genaro García Luna sale muy orgulloso a presumir la valiente e inteligente intervención de los agentes a su cargo. Muy digno Genaro, propio de Scotland Yard. Creo que allá en Israel el Mossad te anda buscando para que les des unas conferencias sobre seguridad nacional e inteligencia. Nos presume Genaro que no hubo sangre y la pregunta es: ¿pudo haberla habido? A menos que la lata de Jumex acertara directo en la frente de un pobre pasajero, no veo cómo se las hubiera arreglado José Mar para causar algún daño. Un loquito necesitado de atención y adicto a esa maligna droga llamada Cristo desquició a una nación. Pero el cristiano en cuestión también le hizo su milagrito a Genaro y a Calderón. Ellos también estaban necesitados de aplausos, de fanfarrias, una porrita que los haga sentirse héroes después de tanta cagazón. Bienvenido el boliviano y sus delirios, que les permita sentirse por una vez los héroes de la película.
“Dios bendiga a todas las autoridades mexicanas, a los militares, al Presidente (Felipe Calderón), y al Gobernador, quiero anunciar que viene un cataclismo tremendo”, nos dice José Mar.
Totalmente de acuerdo contigo mi boliviano. Venga un tesito de coca para celebrar la hazaña. Claro que viene un cataclismo tremendo, pero por desgracia ya no requerimos del Apocalipsis y los ángeles exterminadores de tu dios cristiano para mandar a México al infierno. Para cataclismos nos basta y sobra con un solo jinete apocalíptico llamado Agustín Carstens (por talla de pantalón ocupa el espacio de los cuatro jinetes con todo y caballos) y no se necesita ser un profeta de la condena para intuir lo que pasará. De cualquier manera, gracias por recordárnoslo.
Hoy es 11 de septiembre. He amanecido más blasfemo y deicida que de costumbre. El 11 de septiembre me recuerda la eternidad de las guerras santas y la crueldad del monoteísmo. Ahí dejo un par de reliquias, blast from the past, que ya alguna vez había incluido en este espacio y me permito reciclar del bote de la basura. La primera fue escrita con pluma en el Cuaderno Piel de Vaca a bordo de un American air lines que me trasladaba a Nueva York el 15 de septiembre de 2001. La segunda es una reflexión que publiqué en Frontera con motivo del quinto aniversario de las torres.
Volando en cielos infestados de espectros
(Escrito en el Amigo Piel de Vaca a bordo de un American Airlines la mañana del 15 de septiembre de 2001).
Tinta de guerra, burlona aleatoriedad. Quién iba a decir que pasaría el sacrosanto día de nuestra Independencia surcando cielos infestados de fantasmas, en camino rumbo a la podrida manzana, cuyas larvas yacen sepultadas bajo los escombros de las Torres Gemelas. No hace falta decir que Morfeo ha sido tacaño, como corresponde a los grandes días. Hace exactamente cinco años, precisamente un 15 de septiembre de 1996, deambulaba por suelo neoyorquino entre Rochseter y Buffalo, camino a Toronto.
Hoy me diluyo en la atmósfera norteamericana y todo a mi alrededor es peste patriotera aderezada con polvos de paranoia e indignación. Qué funerario resulta volar este día en un American Airlines igualito a los que s estrellaron como flechas en los falos de Babel. Haciendo la ruta inversa California-Boston sobre un cielo poblado de terror y cenizas. La paranoica burocracia aeroportuaria llega a los límites de lo barroco, un sábado a las cinco de la mañana sumergido en una fila que no cree en sí misma, entre un millar de anglosajones despavoridos para sentarme en el asiento de este avión, con la cruz de mil horas de espera a cuestas, entre escarceos mentales que fueron de la indignidad a la euforia.
Qué manía esta la mía de reseñar la existencia, de pretender que es importante y trascendente, desparramar sinrazón y desvarío en aviones gabachos repletos de rostros sajones como si fuera una historia mil veces repetida. No deja de ser significativo el estar, al menos por unas horas, sobre suelo bostoniano, sobre esa pista del aeropuerto Logan que parece diluirse en el Mar. Sólo espero tener la oportunidad de arrojar, al menos un día, mis pasos a la bella Nueva Inglaterra. Ahora sólo me resta acorzar con bucólico idilio mi incertidumbre. En el aire flota la palabra Guerra. O tal vez sea mejor el simple alarido animal de War, Waaaarrr, Guarrr. Espectro gutural emergido de cavernarias profundidades, tan ancestral, tan humano, tan necesario, como la sed de amor. Y mientras algunos insisten en bañar el asunto con babas apocalípticas, yo no dejo de pensar en esta suerte de catástrofe anunciada. Vaya, me imaginaba desde hace algún tiempo la llegada de un mega conflicto, un terremoto planetario que anunciara la entrada de una nueva era histórica, pero con toda la honestidad del mundo no imaginé que llegara tan pronto y mucho menos de una manera tan pintoresca. ¿Será el 11 de septiembre de 2001 un parte aguas, una cicatriz histórica como el 14 de julio de 1789 o como el 12 de octubre de 1492? ¿Quién acabará bajo la piedra en la licuadora bélica que se avecina?Las guerras cambian el sentido de la vida, redimensionan la existencia, más que un hecho parecer ser un estado de ánimo cíclico de la humanidad, algo así como el apetito, el deseo. Es lujuria de guerra lo que sentimos.
(Intermedio, rescatado del Piel de Vaca un día cualquier del verano de 2001)
Mientras Dios no deje de morir, mientras la carne siga escupiendo sangre amarga. Mientras la vida se deshaga lentamente en instantes prófugos de significado. Mientras todo sea un despavorido correr hacia la consumación e ir cortando lentamente las arterias de la noche, derramar el deseo en hojas secas. La palabra se decide a sublevarse y las máscaras transforman en líquido los conjuros del alba. Busquemos entonces el ácido sabor, la fantasía no desangrada, la negra tierra- tatuaje).
Testimonio de quinto aniversario
Arribé a Nueva York la tarde la tarde del 15 de septiembre de 2001 enviado por Frontera a cubrir los efectos de la tragedia del 11 de septiembre. Poder salir de San Diego entre una fila de más de 50 mil pasajeros varados fue algo más que una hazaña que demandó más de un día de espera. Al arribar a la Gran Manzana en medio de un ambiente funerario y desolador, tuve bien claro que estaba ante la misión más grande que se me había encomendado en los siete años que tenía entonces de dedicarme al periodismo escrito.
Sobre la calle Greewich se habían apostado centenares de camiones, cada uno dibujado con el logotipo de un canal diferente, en cuyo techo siempre había un enviado especial que trasmitía en vivo para darle al mundo los últimos reportes oficiales. La imagen de fondo, en todos los casos, era la reducida panorámica de los escombros de la Torres Gemelas que alcanzaban a divisarse a unos 100 metros desde la calle improvisada como sala internacional de prensa. Comprendí entonces que mi lugar estaba lejos de la avalancha de reporteros y que para bucear en lo más profundo de la herida aún sangrante, debía ir ahí a donde están los más pobres, los miles de inmigrantes a los que de un momento a otro se les derrumbó la torrecita de esperanza que habían logrado construir. Ahí encontré los relatos de los incontables seres sin nombre que empeñaban su existencia limpiando el cristal de un rascacielos, yendo y trayendo encargos desde el mundo subterráneo hasta el piso 123, sin que sus patrones acertaran siquiera a preguntarse si detrás de ese rostro enigma existió alguna identidad. Es entonces cuando recordé las palabras de Ryszard Kapuscinski: los reporteros pisamos la tierra y andamos entre la gente, de ahí la tarea de reflejar los problemas humanos de la existencia cotidiana. Comprendí que la existencia cotidiana de miles de seres se había transformado en infierno por obra y gracia de un conflicto entre fanáticos.Ahí, en las esquinas de la Calle 116 o en los andenes del metro en Queens, fui llenando una alforja de testimonios. Mexicanos prófugos del error de diciembre, hondureños que no habían nacido cuando estalló la Guerra del Futbol y a los que el Huracán Mitch arrojó al piso 100 de un rascacielos, argentinos que presentían el cierre del corralito, colombianos que no querían sumarse al 20 por ciento de desempleo que les regaló el gobierno de Pastrana. Todos con una historia que a su vez le sabía a destino y fotografía de un continente. Todos con algún ser querido que en un segundo se había transformado en polvo. Ahí conocí al padre Joel Magallán, líder moral de los mexicanos cuya iglesia guadalupana en la Calle 14 se transformó en refugio de las familias de conacionales que buscaba a sus desaparecidos. También conocí la burocrática cerrazón del Consulado Mexicano en Nueva York, encabezado por Salvador Beltrán del Río, que se negó a hacer pública la lista de mexicanos desaparecidos, hasta que Juan Hernández, entonces Comisionado Presidencial para los Mexicanos en el Extranjero, se lo exigió. Sin embargo, el momento culminante de esa desgarradora experiencia fue la noche del 28 de septiembre 2001, cuando conocí a Los Topos, el grupo de rescatistas veteranos del terremoto de 1985.Ahí encontré a Joel Nuñez, un ex bombero tijuanense habitante de la Colonia Libertad que participaba activamente dentro del grupo de rescate. Entre anécdotas de sismos e inundaciones, conseguí que el grupo me tramitara una credencial que me acreditaba como rescatista, lo que me permitió entrar por primera vez a caminar en torno a los escombros de las Torres, a donde como reportero jamás habría tenido acceso. Ahí, sobre las ruinas, mirando a los Topos diluirse por en espacios de centímetros entre brazas ardientes, sentí que en este mundo que me tocó vivir no hubiera él podido dedicarme a otra cosa que no fuera esta adicción por contarle cosas a un lector que cada mañana se bebe su café con el periódico tapándole el rostro y cinco (nueve) años después me resulta imposible dejar de revivir a cada momento esa noche.