Eterno Retorno

Wednesday, November 05, 2025

El espíritu de Gógol en Cholula

 



Recientemente tuve el honor de participar como jurado en el Primer Premio Nacional de Cuento de la Universidad de las Américas Puebla junto con mis colegas Verónica Gerber e Iván Soto.

Esta es la primera vez que se convoca a este certamen y lo verdaderamente destacable fue su extraordinaria capacidad de convocatoria, pues se recibieron más de 600 cuentos

El ganador resultó ser Oswaldo Enrique Escalona Ramos, un joven de la Ciudad de México, con el cuento O Kyrios Jeri.

En lo personal el cuento me gustó por su ritmo, su fino humor y sus juegos de palabras .

La historia narra  las andanzas de una mano autónoma que tiene vida propia.

Confieso que el relato me recordó mucho a un clásico inmortal llamado La nariz escrito en el Siglo XIX por Nikolai Gógol, quien es junto con Edgar Allan Poe uno de los padres del cuento contemporáneo.

Gógol y Poe, que sin conocerse ni leerse vivieron vidas casi paralelas (pues ambos nacieron en 1809 y murieron solo con tres años de diferencia) sentaron las bases de las que abrevarían miles de cuentistas en todo el mundo.

De una u otra forma el espíritu y la influencia de Gógol fue palpable en un certamen convocado en 2025.

Me gustó muchísimo un cuento llamado  Arte de borrar y posiblemente por pura filia conservaré el manuscrito, pues lo leí con genuino interés, pues se trata de una muy bien construida ucronía en torno a Jorge Luis Borges y su obra.

Rindiendo homenaje a piezas borgeanas como Pierre Menard autor del Quijote o La memoria de Shakespeare, la persona que lo creó nos entregó un erudito relato ensayístico que imagina lo que pasaría si Borges fuera borrado.

Me gustó un cuento llamado Canto de cigarra por el buen manejo de la segunda persona y lo ingenioso del tributo a  Aura de Carlos Fuentes.

Me gustó Encima de los cielos desplegados por su esencia gauchesca en claro homenaje a Esteban Echeverría, con todo el tono de un clásico como El Matadero

Me gustó (o me tocó una fibra personalísima) Madre mía, que es más una anécdota o una crónica personal antes que un cuento, pero bien narrada dentro de su extrema sencillez.

Ser juez es para mí como una suerte de solitario taller literario.

Dado que no es una ciencia exacta o un deporte en el que gane quien meta más goles, cualquier competencia literaria está condenada a priori a una terrible subjetividad.

La derrota o el triunfo serán siempre relativos y entrecomillados, pues no hay lectores ni lecturas iguales. Ganó uno, pero perfectamente pudieron ganar otros veinte con méritos casi idénticos.

Saudade del juez es como suelo llamar al sentimiento que me asalta cuando estoy ante una pila de manuscritos engargolados a los que debo evaluar como jurado de algún concurso literario, sabedor de que buenos trabajos deberán ser descartados, pues solo uno puede ser el ganador.

Veo el montón de papeles y al menos por un instante creo palpar la ilusión y la emoción del acto creativo yacientes en cada uno de ellos.

Nunca pierdo de vista que hasta el más inocentón e inexperto de los participantes inscribe su trabajo con la esperanza real de poder ganar y ver su borrador publicado.

Yo sí le creo a Roberto Bolaño cuando afirma que aún el más tonto y fallido de los escritores conoce al menos por unos segundos esa ráfaga de éxtasis derivada de la entrega total al acto creativo.

En cualquier caso, para mí sigue siendo un misterio fascinante que en esta época haya tanta gente que aún apueste al cuento, el género narrativo primario.

¿Por qué en un mundo infestado por miles de evasiones cibernéticas, un joven sigue apostando por escribir? ¿Cómo es posible que para un nativo digital siga teniendo sentido invertir largas horas de su vida en dar forma a una historia construida únicamente con palabras?

Sigo creyendo que son muchísimas las personas que desean o han deseado escribir un libro. Seres cuyo historial y forma de vida nada tienen que ver con lo literario, se sienten alguna vez inclinados a recurrir a las palabras para intentar liberar alguna obsesión y convertir en arquitectura prosística un deseo oculto o un quebranto no resuelto. Las palabras están ahí, listas para ser moldeadas y acomodadas de la misma firma que la arena en una playa está a disposición de quien quiera ponerse a construir un castillito. Por fortuna a los gobiernos aún no se les ocurre cobrar un impuesto por el uso de ese bien comunal llamado lenguaje.

¿Por qué escribir? Ante todo, por el puro gusto de hacerlo. Aunque profesionalmente sea mi forma de vida, sigo creyendo que la escritura, al igual que la lectura, es  un fin antes que un medio. Si la escritura como acto deriva en una forma de catarsis, entonces ha valido la pena intentarlo aunque las palabras escritas jamás vayan a encontrar quien las lea. Yo durante años escribí sin pensar siquiera en buscar algún lector y aún a la fecha sigo garabateando cantidad de párrafos de caligrafía indescifrable cuyo único destino es perderse en el caos de mis libretas.

Cuando el acto mismo de la escritura representa el final del viaje, uno puede blindarse contra la decepción.