Eterno Retorno

Friday, July 31, 2009

El Conejito patea fuerte y con ganas. Al caer la noche, al Conejito le da por zapatear en su hogar uterino y recordarnos que las noches sin sueño serán la regla y dormir la excepción. El Conejito calienta motores y prepara su llegada. La cuenta regresiva rumbo a diciembre marcha en cámara rápida y este señor Conejo no para de bailar.

Retazos robados a la Moleskine

Julio se muere y el verano entra en fase de irremediable madurez. A partir de ahora, el verano es un adulto cuyas células envejecen cada día. El otoño, tímido y nonato, se prepara para reclamar su trono.

¿Dónde se supone que se oculta el demonio que ha de dictarme esta historia?


Dícese de mí que me gusta el tequila y que suelo beberlo aún en soledad
Dícese que disfruto de inciertos potajes, dudosos mezcales procedentes de innombrables cactáceas y tanguarnices diversos de nombres impronunciables.
Dícese, y nada errados que andan, que el Diablo y la Muerte son compinches de parranda, que me da por contarles historias de cheneques malviajantes y lagañas de perro, de esas que si te las untas de noche en el cementerio te hacen ver chingos de muertos. De realidades aparte y caminos con corazón, de infiernos individuales y playas de luz moribunda.
En algún momento de mi vida escupí poemas demenciales, exabruptos de un adolescente que se pretendía torturado por luciferes teporochos.


El miedo a olvidar. El miedo a borrar el disco duro de la cabeza. Mi único patrimonio son los recuerdos y lo estoy dilapidando.
Nunca como ahora había leído tan desordenadamente. Cinco o seis libros a la vez. Olvido dónde he leído las cosas, si las he soñado o alguien me las platicó.

Escucho el Crowing of Atlantis de Therion. He comprado un Nebbiolo para despedir a julio. En mis manos los boletos para ver a Judas Priest el próximo martes. Children of Bodom me ha sorprendido con una versión del clásico vaquero Ghost Riders in the Sky. Olvidé dónde carajos leí la historia de Rosario y el poeta suicida Manuel Acuña. En mi buró yace el nuevo libro de Milan Kundera. Mis colegas de Síntesis me han surtido de nuevos libros para comentar. Por lo pronto, viajo con el hessiano Viajero del Siglo de Andrés Neuman.

V8

El tema es Destrucción

Ya no creo en nada, ya no creo en mí, ya no creo en nada porque nadie cree en mí
Parece mentira, tanta estupidez, tanta hipocresía, tanta boludez

Una linda tarde de verano escuchando esta leyenda del Metal Argentino.

Thursday, July 30, 2009

El tema de la semana con mis colegas de Recolectivo www.recolectivo.com se llama Futuros Arrepentimientos. No se me ocurrió nada mejor que contar la historia de un arrepentimiento que nunca llegó.

Breve historia de mis cuatro tatuajes

Capítulo I El diablejo

Mi primer tatuaje, el más feo de todos, me lo hizo en la pierna izquierda un amigo al que llamábamos el Araña. El dibujo en cuestión es una especie de negro diablejo (o más bien dicho la sombra de un diablo) con las garras abiertas, aunque tan poco agraciado es mi chamuco, que poca gente puede distinguirlo a la primera. Sucedió en el otoño de 1991. En aquel entonces sobrevivía yo en feliz inconsciencia dentro de un exilio de tres años y medio en el Estado de México. Mota a raudales, pastas porqueriozas e inciertas y la cerveza tibia tan propia del centro de la República, inundaban mi adolescente existencia. Aquel fue un año de grandes tocadas en Tlalnepantla (Kreator, Death, Sepultura, Pestilente-Cannibal Corpse, Obituary y los moribundos Eskorbuto) y el año de mi primera alucinante escapada a Puerto Esconcido y Zipolite. También fue el año de un noviazgo matador, pues me enamoré con toda la pendejez y el romanticismo del que un dieciséisañero es capaz. Podría pegarle al dramatismo y decir, con vestidura rasgada, que me tatué porque retorné de Oaxaca más pachequil que nunca y mi novia me había dejado. La verdad es que me tatué nomás porque sí y el dibujo, que saqué de una patineta, lo elegí al azar. Mi amigo el Araña (natural de Ensenada, cuyo nombre real es Alberto Carro) acababa de aprender a tatuar y tenía una maquinita que él mismo había fabricado. El trabajo lo hizo en su cuarto, en su casa de la colonia el Huizachal y por supuesto, no me cobró. Era aquella una época en la que la tinta en la piel aún no daba el salto a las pasarelas, si bien poco a poco dejaba atrás el estereotipo de presidiario. El célebre Piraña y su compinche el Ruso tatuaban en el Chopo y en el Tutti Fruti, pero aún no había estudios formalmente constituidos. Aunque mi madre siempre ha tenido apertura mental, en aquel entonces el tatuaje derrumbaba sus conceptos. “Tarde o temprano te vas a arrepentir”, me decía. “Ahorita no, porque estás muy chico, pero cuando estés grande y tengas tus hijos, esa cosa te va a dar vergüenza y te la vas a querer arrancar”. Era un caso de futuro arrepentimiento que tarde o temprano llegaría, cuando surgiera la segura pero irremediable negación de una época demencial que quedaría marcada para siempre en mi piel. Yo respondí a mi madre con una sugerencia: “Mejor deberías dedicarte a tatuar, sin duda serías una excelente tatuadora y podrías cobrar bien”, le dije. Ella siempre ha sido una gran pintora, con una genialidad natural para dibujar cualquier tipo de figura, pero por supuesto, no me hizo caso y nos quedamos esperando a que llegara la edad adulta y con ella mi inevitable arrepentimiento.


Capítulo II El nosequées


Mi segundo tatuaje, el que más de una persona, incluida mi esposa, ha dicho que es el más bonito, me lo hizo en la espalda César, que entonces ya era el mejor tatuador de Monterrey, si bien en aquella época muy pocos lo sabíamos. Ocurrió la tarde de asueto del 16 de septiembre de 1993, en su casa de la Granja Sanitaria. Yo tenía 19 años, había retornando a mi querido Norte tras el exilio chilango y acababa de entrar a estudiar Derecho luego de hacer un par de semestres de Ciencias Políticas en la Universidad de Nuevo León. Mis amigos Quique Sotelo y Ricky me acompañaron a casa de César. Recuerdo que tomamos el Metrorey hasta la estación San Bernabé. Era una tarde nublada. He olvidado de dónde carajos saqué el diseño de ese tatuaje y si quieren que sea honesto, no sabría decir exactamente lo que es, pero lo cierto es que es bonito. Es una negra y larga figura que podría ser un dragón o una bestezuela marina. No es el más gordo, pero si el más largo de mis tatuajes. Según recuerdo, César no me cobró o al menos no en efectivo. Le pagué en especie, con alguna botella o algo así. Alguien me había dicho que los tatuajes son como las papas sabritas: “A que no te puedes hacer sólo uno”. Pensando que podría llegar ese temido futuro arrepentimiento, contuve mis ansias de tatuarme todo el cuerpo (aunque llegué a tener dibujada en el hombro la calaca de perro de Skinny Puppy lista para meter aguja, pero me arrepentí en el último momento) Dos años después, pensé que había transcurrido un tiempo prudente y luego de meditar la decisión, opté por mi segundo tatuaje, mismo que sólo he podido ver a través del espejo.


Capítulo III La corona de espinas y el eclipse


Mi tercer tatuaje también me lo hizo César, aunque he de decir que cuatro años después ya no era el mismo César. Ocurrió la tarde de asueto del 16 de septiembre de 1997, exactamente el día en que mi segundo tatuaje cumplía cuatro años, pues soy supersticioso y adicto a los símbolos. César ya no tatuaba en su casa, pues para entonces era el flamante propietario de Ritual, el mejor estudio de tatuajes en Monterrey, ubicado en Cuauhtémoc y Ruperto Martínez, a donde mi amigo Leonardo del Bosque me acompañó para fungir como fotógrafo de la sesión. El tatuaje en cuestión es algo así como una corona de espinas que rodea mi pantorrilla derecha y remata por atrás en un eclipse. César era ya suficientemente famoso como para requerir citas con anticipación en su célebre estudio. Por supuesto, sí me cobró y a la fecha, el tercero ha sido el único de mis cuatro tatuajes que he pagado en efectivo. En aquella época yo contaba ya con mi flamante cédula profesional de Licenciado en Derecho, misma que yacía (y yace) refundida en las páginas de un gordo libro y entonces como ahora, no ejercía mi profesión, pues me ganaba la vida trabajando el Periódico El Norte.


Capítulo IV El Martillo de Thor


Mi cuarto tatuaje me lo hizo mi madre. Ocurrió la tarde del 29 de diciembre de 2008, en el pequeño estudio que mi madre acondicionó en la parte baja de su casa. He visto o sabido de personas, la mayoría de ellos futbolistas, que se tatúan en el hombro o en el pecho la imagen de su madre. Lo que nunca he conocido ni tenido noticia, es de alguien que luzca en su piel un tatuaje HECHO por su madre. ¿Conoces a alguno? ¿Verdad que no? Pues bien, ya me conocen a mí. Yo he conocido toda clase de extravagantes y locos, pero aún no me topo con alguien que presuma un tatuaje elaborado por su madre. La pregunta obligada es: ¿Cómo ocurrió esta transformación? Fácil: 17 años después, mi madre me hizo caso. En 1991, cuando me hice mi primer tatuaje, mi madre me habló de un futuro e inevitable arrepentimiento. Yo le respondí sugiriéndole que se dedicara a hacer tatuajes. Mi anunciado arrepentimiento aún no llega, pero mi madre finalmente siguió mi consejo y tal como pronostiqué hace 17 años, ha hecho unos bellísimos tatuajes, pues su genialidad como pintora en lienzo se ha trasladado a la piel.
El Martillo de Thor, el símbolo que desde hace cinco años es inseparable de mi cuello en un collar que compré en Praga, ahora está en mi hombro.Mi madre me lo ha tatuado en la época en que mi arrepentimiento ya debía haber llegado. Soy un señor que lleva más diez años de casado y que está a punto de convertirse en padre de familia.
¿Me he arrepentido de algo en mi vida? Ciertamente no de mis tatuajes. Hasta al horrible diablejo de la pierna izquierda le tengo cariño y si mi madre viene a Tijuana para el nacimiento de mi hijo, le pediré que se traiga su máquina y sus tintas para que me haga el quinto y si se puede el sexto tatuaje. Total, el arrepentimiento aún puede esperar otros 17 años.

Monday, July 27, 2009

El acto más terapéutico e hipnótico de cuantos actos conforman mi vida diaria, es contemplar bibliotecas o librerías. El nivel de abstracción es incluso superior al acto de leer un solo libro. Cuando la vida muerde duro, la mejor medicina es meterme a una librería. Por malo que sea el día y por más preocupaciones que dancen en mi cabeza, al contemplar los lomos de los libros traspaso una suerte de frontera zen y como por arte de magia simplemente “me estoy”. Hay sitios donde por más esfuerzos que haga, nomás “no me estoy”, sitios que me generan reacciones inconscientes de inconformidad y desesperación, como empezar a apretar los puños y pegarle a las cosas. Generalmente sucede en sitios aburridos donde nada de lo que me rodea puede resultarme interesante y donde la atmósfera me agobia. El ejemplo que se me viene a la mente, por ejemplo, es el Home Depot, una tienda que me resulta particularmente repelente y donde empiezo a sentir una necesidad imperiosa, una necesidad casi física, de salir. Al entrar en una librería en cambio entro en una atmósfera que por arte de magia armoniza todo mi ser. Puedo pasar fácilmente tres o cuatro horas dentro de una librería sin sentir impulsos neuróticos. Aunque por supuesto los abro, no me clavo en algún libro en especial. Simplemente repaso los títulos, los autores y leo las más improbables contraportadas. Cuando llego a una casa extraña, lo primero que hago es buscar su biblioteca, pero aún en casas que visito a menudo, como la de los papás de Carol o la de nuestro amigo Pedro, irremediablemente doy un repaso visual a los lomos de sus libros, aunque ya me los sepa de memoria. Vaya, para no hacer el cuento más largo; en las interminables madrugadas de insomnio, como sucedió justo anoche, mi terapia favorita es meterme al estudio y contemplar por horas los lomos de mis libros, los mismos que veo a diario y que sin embargo siempre son capaces de abstraerme. Los abro, releo páginas al azar y me divierto encontrando en su interior papelitos, boletos de aviones, autobuses, conciertos o partidos, mapas de ciudades, flyers y cucuruchos diversos, sumados a los apuntes y rayaderos varios con los que suelo adornar mis librajos.


Otro acto casi tan terapéutico como la contemplación de libros, es caminar. Caminar me pone en armonía y paz conmigo mismo. Caminar muchos kilómetros suele poner en orden mis ideas. Nunca me cansaré de decir que uno de los máximos placeres que esta vida reserva, es poder perderte en una ciudad desconocida. Caminarla y caminarla por horas sin rumbo fijo ni límites de tiempo o citas concertadas. Carajo, eso es lo más parecido al nirvana. Eso que los católicos llaman irse al cielo, debe ser pasarte una tarde eterna caminado por Buenos Aires o Praga.

Caminar la playa me genera un tipo de interiorización y abstracción. No es la misma ebullición mental que produce una ciudad lejana, sino una suerte de exploración interior, por momentos dispersa y cotidiana, interrumpida por el salto del delfín y el clavado del pelícano.

Dentro de este dilema entre el “me estoy” o “no me estoy” los partidos de futbol juegan un papel terapéutico importante. Esta potentísima droga es también capaz de abstraerme de mi entorno. Y no me refiero únicamente a seguir grandes platillos futboleros en el estadio o en la tele. No. La verdad es que puedo ir caminando por una calle y si veo a unos niños jugando futbol en una canchita baldía puedo entretenerme las horas viéndoles. Una pelota golpeada por un píe siempre traerá consigo una fuerte carga de hipnosis.
Cincocero


Dicen que algunos niños colombianos nacidos allá por 1993-1994 tuvieron nombres como Jairo Cincocero, Carlos Cincocero, René Cincocero etc. En 1993, la impresionante selección colombiana de futbol de Valderrama, Aspirlla, Rincón, Perea y compañía dirigida por Pacho Maturana, fue al mismísimo monumental de River Plate a meterle un 0-5 a Argentina que 16 años después aún no se olvida. Al día siguiente, la tapa de El Gráfico, la más prestigiada publicación deportiva argentina, salió toda negra, sin palabra alguna. Colombia estaba en ese entonces para campeón del mundo, aunque su actuación en Estados Unidos 94 fue una catástrofe (sellada con el asesinato del autogoleador Andresito Escobar) Sin embargo, más allá del rotundo fracaso en el mundial, el 0-5 a Argentina que representó su boleto a la justa, fue un placer orgásmico que ningún colombiano y argentino olvidará fácilmente.

Hay marcadores orgásmicos, marcadores terapéuticos, marcadores oxigeno, destinados a tatuarse con hierro como hitos históricos, muy útiles para restregarse en la cara enemiga en tiempos de vacas flacas. El 0-5 de México a USA en la final de la Copa Oro es una noticia absolutamente impropia de estos tiempos. Cuando en este país lo que llueven son malas nuevas y la receta es austeridad, aguante, resignación, agua y ajo, un derroche de goles y buen futbol sabe tan raro, tan atípico, tan a contra corriente con la época, que te cuesta digerirlo como real. Desde hace algún tiempo he tomado cierta distancia e indiferencia respecto a la selección verde (confieso que sufro y me alegro más con mi equipo Tigres). Conste que odio esa postura ridícula de típico intelectualoide marxista quien grita a los cuatro vientos que el futbol es un instrumento para gobernar a las masas, pero el griterío merolico de televisa frente al equipo verde me ha generado un efecto contraproducente. Si en 1986 o 1994 fui capaz de sentir en lo más profundo del alma los triunfos y derrotas del tricolor, el descarado manoseo de las televisoras sobre ese producto llamado Selección Nacional me ha hecho alejarme de ella. Vaya, la siento como un vil producto inflado de infomercial, algo tan falso como una pomada para bajar de eso o una pastilla para ser un atleta sexual. Pero la distancia que he tomado respecto al equipo verde, no me impidió disfrutar en su justa dimensión el 0-5 de ayer. Sí, se que ganar un torneo mediocre como una Copa Oro que ni siquiera te sirve para ir a Confederaciones no es para echar las campanas al vuelo. Pero en esta ocasión la forma fue mucho más importante que el fondo. Sí, el fondo es que se ganó la Copa Oro, lo cual pudo ser por 1-0 con el camión metido en la portería. Aquí lo importante será siempre el cómo. Vaya, creo que pasará algún tiempo antes de que volvamos a ver a México trapear de esa manera tan humillante a Estados Unidos en su territorio. Ni en el más optimista y masturbatorio sueño nos imaginamos algo así. México pasando por encima como un tren, sobrado, con la sensación de que pudo clavar siete, con Estados Unidos quebrado psicológica y físicamente, trapeado a nivel de equipo caribeño. Humano, demasiado humano es el futbol. Imperfecto, demasiado imperfecto y por eso es bello, porque cualquier improbabilidad es posible, porque en un juego de lógica matemática y robots estas cosas no pasarían. Pero el futbol es ante todo psicología y este marcador fue profundamente psicológico, profundamente terapéutico, rompedor de traumas y paradigmas. Puede que no nos sirva de un carajo para ir al mundial y que pronto aterricemos de nuevo en nuestra triste realidad, pero este 5 tan grande en la frente no te lo despintarás gringuito mío en muchos años.



El karma del sobreviviente

La historia de Carlitos Páez, el sobreviviente de Los Andes, sigue dando vueltas por los rumbos donde yace mi cabeza. Por supuesto, el néctar de mi obsesión no es la machacadísima historia de los 72 días en los hielos eternos, la antropofagia, la fe inquebrantable y el milagro final. No, la historia me hace ruido en la medida que la encuadro dentro del Mito del Eterno Retorno. He imaginado un par de ficciones basadas en el karma de este uruguayo, narraciones de tragedia griega, de destinos tan fatales como absurdos.
Veámoslo de esta forma: A sus 18 años, cuando no había vivido ni siquiera la tercera parte de su vida, Carlitos Páez, un niño ultramimado de un colegio de ricos montevideanos, cae en un avión y sobrevive 72 días en las nieves eternas de Los Andes alimentándose con el cuerpo de sus compañeros muertos. Las probabilidades, la lógica, y el sentido común indicaban que Carlitos y los otros 17 debían morir, pero el milagro torció el destino. El néctar de este asunto es que Carlitos no solamente burla a la muerte, sino que el hecho mismo de su supervivencia marca y transforma de golpe y porrazo su vida entera. Carlitos tenía 18 años cuando el avión cayó. Han pasado 37 años desde entonces, es decir más de las dos terceras partes de su vida, en las que este uruguayo ha dejado de ser Carlitos Páez para convertirse en el sobreviviente de Los Andes. Ese es su título, su carta de presentación ante la vida y si me apuran, su profesión. Él ha vivido 55 años, pero tiene plena conciencia de que el hecho más importante de su vida ya ocurrió y todo lo que venga por delante estará para él marcado por eso. Su supervivencia, más que un tatuaje espiritual o un recuerdo imborrable, es su vida entera. Si Carlitos no se hubiera subido a ese avión que lo llevaba a jugar rugby a Chile, su vida hoy en día sería la de cualquier fresa uruguayo, el hijo mimado de un pintor famoso cuyos días serían más o menos similares a los días de todos los ricos de Latinoamérica. Pero ahora se ha transformado en un superviviente de tiempo completo. Carlitos se salvó de morir en un avionazo y de congelarse en las cumbres andinas y a raíz de eso, y precisamente por eso, se ha subido a varios cientos de aviones en los que ha dado unas cuantas vueltas al mundo para ir a los cinco continentes a contar su historia de supervivencia. No se lo pregunté, pero estoy seguro que lo que cobra por conferencias y temas relacionados con el tema de Los Andes le da lo suficiente para vivir muy bien. Aquí es donde aparece mi tragedia griega. Imagino a Carlitos Páez viajando en un avión a algún lejano país africano donde contará por enésima vez su historia, pero la aeronave sufre un accidente y Carlitos cae, digamos, en el desierto. 37 años después, su destino lo ha alcanzado. ¿Muere en el avionazo? ¿O acaba comiendo compañeros muertos, pero ahora en el desierto del Sahara? He imaginado un final más kármico y absurdo si cabe. Carlitos Páez viaja a Los Andes con un equipo de cineastas. Se celebra el 40 aniversario de la tragedia y quieren filmar un documental en el sitio preciso donde cayó el avión el 13 de octubre de 1972. Es el 13 de octubre de 2012. Cuando el helicóptero vuela sobre la cordillera, una furiosa bolsa de aire desploma la aeronave en el sitio donde cayó el equipo de rugby hace 40 años. Final Uno: Carlitos muere en la caída. Final Dos: Carlitos vuelve a sobrevivir, pero con todo y los GPS y toda esa parafernalia tecnológica impensable en el 72, no logran rescatarlo. 40 años después, Los Andes se convierten en su tumba. Con algo de retraso, el destino, irremediablemente, tiende sus redes.



PD- En la primavera porteña de 2005, Carolina y yo estuvimos en Uruguay y los azares del destino nos llevaron a conocer la casa del papá de Carlitos, el pintor Carlos Páez Vilaró. La Casa del Sol, una alucinada mansión ubicada en un acantilado en Punta Ballena, entre Montevideo y Punta del Este, es un punto de interés infaltable en toda ruta turística charrúa. También la historia de este surrealista pintor está marcada por la tragedia. Desde hace 37 años su tarjeta de presentación no solamente dice Carlos Páez Vilaró, pintor, sino que ha agregado un título más: “padre de un sobreviviente de Los Andes”