El Tribunal Federal Electoral ha dado su última palabra al señalar que México tuvo una elección libre y auténtica, desestimando las pruebas aportadas por el Movimiento Progresista. Oficialmente Enrique Peña Nieto es hoy el presidente electo de México. La realidad, es que nadie, o casi nadie, creímos que el Tribunal Federal pudiera anular la elección. Tampoco era lo más conveniente y la realidad es que las pruebas aportadas por el Movimiento Progresista carecieron de la solidez suficiente como para revocar el triunfo priista. Sin embargo, aunque legalmente ya nadie podrá objetar el triunfo de Peña Nieto, moralmente será siempre cuestionable. Tal vez técnica y legalmente no se podrá demostrar un fraude, pero en los hechos y en el imaginario colectivo quedará como una elección desaseada, turbulenta, donde es obvio que se recurrió a sucios métodos que un país donde se paga la democracia más cara del mundo, debería haber superado ya. Vaya, parece increíble que gastando millones en vigilancia y blindaje electoral, no podamos tener una elección libre de sospechas y sigamos viendo prácticas de acarreo, manipulación y compra de voto propias del peor caciquismo. No existen los elementos legales para anular el proceso, cierto, pero eso no lo convierte en los hechos en un proceso pulcro. La lección que deja el proceso electoral 2012 es que urge una reforma electoral que contemple la segunda vuelta y urge que todo ese trabajo de vigilancia que en teoría realiza la Fepade, se vuelva práctico y eficiente en los hechos. Aunque en materia democrática se han dado grandes pasos y se han gastado millones en pagar árbitros y policías electorales, el poder tener un proceso electoral libre de sospecha en México sigue siendo un lujo al que pocas veces hemos podido acceder los mexicanos. Un tribunal puede legitimar un triunfo, pero la legitimidad moral sólo la otorga la ciudadanía y eso sólo se logra con trabajo duro y honesto. ¿Podrá el presidente electo legitimarse moralmente?
Friday, August 31, 2012
CUANDO FUI VENDEDOR DE LIBROS. MI BREVÍSIMO E IMPRODUCTIVO PASO POR LIBRERÍA CASTILLO/ DANIEL SALINAS BASAVE
En el turbulento verano de 1994, cuando entre encapuchados y magnicidio veíamos al país desbarrancarse, yo era un estudiante que navegaba a la mitad de la carrera de Derecho y no tenía un centavo partido por la mitad en la bolsa. Ocupaciones no me faltaban, pues conducía con mi primo Héctor Medina un par de programas de radio en Estéreo Siete FM en Monterrey, pero por ninguno de ellos recibíamos pago alguno, fuera de la satisfacción de ser enteramente libres en cabina y hacer lo que nos venía en gana. Sin dinero siquiera para pagar mis camiones, los libros de García Máynez y Tena Ramírez que exigía la carrera y las cervezas obligadas por los 40 grados del verano regio, me urgía encontrar un trabajo a como diera lugar y pensé entonces que nada me vendría mejor que trabajar vendiendo los objetos que más he amado en la vida. La ecuación parecía muy sencilla: uno debe trabajar en lo que le gusta y a mí me gustan los libros. Así las cosas, entré a laborar en Librería Castillo, sucursal Plaza Fiesta San Agustín. La Castillo llegó a ser en algún momento la gran librería regia, o por lo menos la que más sucursales tenía y la única que llegó a impulsar también una editorial. Su propietario, el señor Alfonso Castillo, era un simpático yucateco que entre sus peripecias narraba haber sido trapecista en un circo pobre que recorría el país en los años cuarenta, del que acabó convertido en un prófugo luego de un romance prohibido con otra acróbata. Con una mano adelante y la otra atrás llegó a Monterrey a probar fortuna y entre sus múltiples oficios vendió libros de puerta en puerta; mi abuela, por cierto, solía ser compradora habitual. Su historia no difiere demasiado de la clásica narrativa de cultura del esfuerzo y superación personal.
Su humilde changarrito se transformó en un local en forma, hasta que pasados los años abrió una sucursal y luego otra y otra hasta que se dio cuenta que además de librero podía ser editor y entonces comenzó a principios de los 90 con las Ediciones Castillo, una editorial que en su momento publicó a algunos autores con cierta dosis de celebridad en la ciudad, como Rosaura Barahona y Agustín Basave, además de adquirir los derechos de algunos libros de calidad total y superación empresarial como los del israelí Goldrat.
Mi etapa como vendedor de piso en Librería Castillo fue un fracaso. El mayor error está en pensar que un drogadicto puede ser un buen vendedor de droga. Yo pasaba el día entero leyendo, desentendido de los clientes y sus requerimientos. Pronto me di cuenta que mis compañeros de trabajo (había tres mujeres y dos hombres en aquella sucursal) no amaban los libros ni la lectura y en realidad les daba lo mismo el producto que vendíamos. Se trataba de atender al cliente, recibir dinero y dar cambio, recibir paquetes, acomodar mercancía y hacer inventarios. Si aquel negocio hubiera sido una ferretería o una mercería para mis compañeros no habría habido diferencia alguna y trabajarían con las mismas dosis de patetismo y aburrimiento que contagiaban cada una de sus acciones. Yo ilusamente creía que un empleado de librería debía haber leído varios cientos de libros, pues una de sus funciones básicas estaría en recomendar lecturas a sus clientes. Imaginé que buena parte de mi jornada se iría en reseñar tal o cual ejemplar ante un curioso comprador que me preguntaría si yo había leído ese libro y si se lo recomendaba. Con extrema candidez creí que podía marcar una diferencia y convertirme en promotor de lo que yo juzgaba como gran literatura y ganarle terreno a la lectura chatarra en medio de disertaciones literarias donde acabaría por seducir a los clientes y orillarlos a comprar los libros que a mí me gustaban. El problema es que nunca, en los nueve meses que estuve trabajando en aquella librería, se acercó un solo cliente a preguntarme algo tan sencillo como “oye y este libro ¿qué tal está? ¿Me lo recomiendas?”. Me quedé esperando la llegada de ese bibliófilo que arribaría a la librería presa de una sed intelectual y una curiosidad de sabueso, dispuesto a correr el riesgo de comprar el libro que yo le recomendara. Imaginé un lector que llegaría buscando un libro imposible, un ejemplar mitológico del que no se tuviera certeza sobre su real existencia como las obras completas de Macedonio Fernández o el auténtico Necronomicon. Imaginé un encarnizado debate donde un lector afirmaba que la novela era un género muerto o agonizante y yo salía en su defensa a decir que la novela es el arte mayor de la literatura u otro lector que me diría que la poesía contemporánea era libertinaje de ociosos y que ni un poeta moderno apostaba por endecasílabos al estilo de Dante. Construí mundos idílicos en donde mi labor como empleado de piso sería ser una suerte de crítico y promotor, pero aquello no era un ágora o un café literario; era un negocio donde debíamos despachar rápido y bien. Entré a trabajar en verano y muy pronto irrumpió como una condena el mes de agosto y la inminencia del regreso a clases, lo que significó atender cada día a cientos de señoras que llegaban con la lista de libros de texto que debían comprar para sus hijos en colegios como el Irlandés o el Liceo de Monterrey.
Las señoras entraban a la librería y sin mirar siquiera a su alrededor, iban directamente a la caja donde entregaban a la cajera el papel donde venían anotados los libros. Acto seguido la cajera me entregaba el papel a mí, que ipso facto debía reunir el paquete de libros solicitado. La visita a la librería era para ellas un trámite tedioso, un ritual de estrés que debían completar tan rápido como fuera posible. Ni siquiera había la posibilidad de que una de ellas se entretuviera mirando títulos mientras yo iba juntando su paquete escolar. Aguardaban junto a la caja con su rostro de perpetuo disgusto, pagaban sin revisar siquiera el paquete de diez o quince libros que ponía delante de ellas y se largaban de ahí sin dar las gracias.
En aquel agosto del 94 ejercí por vez primera mi derecho al voto, me negué a cortarme el pelo y traté infructuosamente de aprender a hacerme nudos de corbata, algo que a la fecha sigo sin lograr. Traté, en la medida de mis posibilidades, de ser un empleado eficiente, pero la caótica naturaleza acabó por imponerse.
Cuando las señoras de San Pedro cumplieron con el deber de surtir los libros de sus hijos una vez consumado el regreso a clases, pudimos tener alguna dosis de calma, sobre todo los días de entre semana, cuando la clientela era moderada, aunque los sábados y domingos los pasillos del centro comercial se infestaban de ociosos. Ubicada en el corazón del municipio más rico de la metrópoli regia, Plaza Fiesta San Agustín había sido inaugurada seis años antes y era el centro comercial de la ciudad que recibía a la clientela más pudiente. Vaya, era el “shopping” casero de los ricos a donde acudían cuando no estaban en McAllen o San Antonio y aunque Monterrey crecía y se diversificaba, la imaginación no daba para mucho y los domingos por la tarde miles de familias acababan haciendo su día de campo en el centro comercial a donde acudían religiosamente al salir de misa. Entonces pude hacerme una idea más o menos clara de las características, usos y costumbres del lector regio de clase alta a mediados de la década de los 90. Lo primero que me quedó claro, fue que Plaza Fiesta San Agustín no era una Arcadia de bibliófilos. Cierto, la librería estaba en una zona donde el cliente promedio tenía dinero de sobra para gastar en libros y donde cada habitante presume, como mínimo, estudios de licenciatura, pero aun así los libros no se vendían y ni siquiera podíamos alegar la competencia del libro electrónico como ahora, pues en 1994 internet estaba todavía en la prehistoria y no representaba una opción real de entretenimiento. El tipo de lector más frecuente eran las buscadoras compulsivas de ángeles. Las señoras ricas de San Pedro estaban convencidas de que ese caótico mundo del fin de milenio estaba lleno de angelitos de luz y estaban dispuestos a encontrarlos. La mesa de novedades de la Librería Castillo estaba atiborrada de libros con tipos prácticos para encontrar a tu ángel y vivir experiencias místicas. Claro, no faltaban las señoras que al más puro estilo de William Blake decían haber visto ángeles colgados de los árboles o sentados como copilotos de sus carros último modelo. También se venían como pan caliente los libros de metafísica de Conny Méndez y el Conde Saint Germain. De pronto, la librería se transformaba en sede improvisada de cónclaves de aburridas mujeres que se ponían a disertar sobre la manera en que sus ángeles convivían con ellas. Por supuesto, las señoras más tradicionalistas, que en el San Pedro de 1994 eran mayoría, consideraban al new age algo demoniaco, pero ellas también tuvieron en 1994 su best seller que compraron a granel: Cruzando el umbral de la esperanza de Juan Pablo II y que nosotros teníamos bien colocado en la mesa de novedades junto con los angelitos y la metafísica. Una segunda clasificación de lectoras perfectamente estereotipable, era integrada por las hijas de las señoras buscadoras de ángeles y experiencias místicas. Estas chicas, cuyas edades oscilaban entre los 15 y los 19 años, limitaban su pasión bibliófila a un solo libro que les había abierto la mente y les había revelado las claves del conocimiento universal para llevar una vida más plena: Juventud en éxtasis de Carlos Cuauhtémoc Sánchez.
. Continuará…
CUANDO EL PERIODISMO SE VISTE DE LITERATURA. Antología de la crónica latinoamericana actual. Darío Jaramillo Agudelo. Alfaguara. Mejor que ficción. Crónicas ejemplares. Jorge Carrión. Anagrama-- Por Daniel Salinas Basave
Nunca en la historia de Biblioteca de Babel había reseñado dos libros en una misma entrega, pero siempre hay una primera vez. Tampoco soy muy partidario de reseñar compilaciones, pues cada autor y cada texto es un mundo y es casi imposible no ceder al vicio de la odiosa comparación. En este caso hablamos de dos libros con tantas coincidencias, que es imposible no colocarlos en paquete. Se trata de dos muy bien logradas antologías del mejor periodismo narrativo en español que salieron a la calle con apenas un mes de diferencia y que han estado destinadas a ser vecinas en las mesas de novedades editoriales en librerías a lo largo y ancho de todo Hispanoamérica. Sin duda los dos compiladores, el catalán Jorge Carrión y el colombiano Darío Jaramillo, se han acostumbrado a ser colocados en pareja, pues resulta realmente atípico que dos célebres editoriales españolas saquen al mismo tiempo sus respectivas antologías de un mismo género. Ignoro si quisieron competir aunque visto desde afuera y sin tener detalles sobre los procesos de publicación, más bien parece que optaron por complementarse y me parece complicado creer que Carrión y Jaramillo no se hayan hablado por teléfono para ponerse de acuerdo sobre qué textos publicar. Y es que tanto la antología de Alfaguara como la de Anagrama coinciden en muchos de los cronistas compilados, aunque por fortuna (y aquí es donde creo que pudo haber acuerdo) no se repiten textos. Ambas antologías incluyen a los cronistas que podrían considerarse canónicos como Juan Villoro, Leila Guerriero, Martín Caparrós, Alberto Salcedo Ramos, Pedro Lemebel, Fabrizio Mejía Madrid, Cristián Alarcón y Juan Pablo Meneses. Ambos coinciden en que antología no debe ser sinónimo de canon, pero es obvio que para ambos existe una primera división del periodismo narrativo latinoamericano que es ineludible. Por supuesto, cada compilador incluye un extenso prólogo donde cada uno diserta sobre la naturaleza y evolución de la crónica periodística en Latinoamérica y es aquí donde podríamos encontrar algunos contrastes, aunque siguen siendo más las coincidencias. Competencias editoriales aparte, el que sale ganando sin duda es el lector pues de golpe y porrazo tenemos más de mil páginas de la mejor narrativa de no ficción, lo cual es digno de celebrarse, pues el género no tiene demasiado espacio en las grandes editoriales que suelen dar amplia preferencia a la novela. Anagrama sí tiene una colección de crónica (de hecho esta antología es su libro número 97) donde incluye entre otros a Joe Lee Anderson o a Sergio González Rodríguez, pero le ha dado prioridad a la ficción. De revistas y periódicos ni hablar, pues son pocos los medios que apuestan a las grandes historias. Cuestión de tiempo, pues pocos jefes de redacción o directores editoriales suelen ceder días a sus reporteros para que trabajen y construyan una buena historia, pero sobre todo de espacio, pues es raro el medio que se la juega a destinar más de una página a una crónica. En México la revista icónica que se mantiene fiel a la mejor crónica es sin duda Gatopardo, que ya contribuyó hace algunos años con la antología Crónicas de otro planeta compilada por Guillermo Osorno. En tiempos en que la brevedad y la inmediatez imponen su ley y donde nuestra asimilación de la realidad resulta condicionada por los 140 caracteres del Twitter, la crónica periodística parece ser un género que marchara en contra del espíritu de la época y sin embargo, cuando se ve la pobreza cultural de la inmensa mayoría de los medios audiovisuales, queda claro que nunca como ahora había sido tan necesaria. Vaya, decenas de medios impresos intentan repetir sin valor agregado lo que el lector ya ha leído en internet o visto en la tele. Precisamente, el verdadero néctar del periodismo escrito, en el que ningún medio audiovisual podrá competirle, radica en una historia bien contada, con pulso de literato, pluma maliciosa y sangre en las venas. No es exagerado afirmar que la mejor narrativa latinoamericana actual, está en las crónicas y no en las novelas. Vaya, hace un buen rato que no leo una novela latinoamericana capaz de volarme la cabeza y la mejor que he leído este año, se llama Los Living y la escribió Martín Caparrós, un cronista de cepa incluido en estas dos antologías y aunque todavía no le meto diente, he oído excelentes comentarios de la última ficción de Juan Villoro. Por lo que a este par de antologías respecta, la diferencia más notable es que la de Alfaguara es 200 páginas más extensa. Esta mayor extensión la aprovecha el compilador incluyendo un muy bien logrado apéndice donde los cronistas escriben sobre la crónica, lo que además de su valor como compilación le da al libro el rescatable agregado de incluir pequeños ensayos sobre el género. Lo que sí me parece un desperdicio de la antología de Alfaguara, es que repite textos de las “vacas sagradas”, léase Villoro, Guerriero, Salcedo Ramos y no es que tenga nada en contra es estos excelentes cronistas y sus textos, que nunca tienen desperdicio, pero me hubiera gustado que se aprovechara el espacio para incluir a plumas no canónicas sin tanto espacio en los medios. Vaya hay decenas de jóvenes periodistas que están haciendo un gran trabajo y que tienen méritos suficientes para estar en estas antologías. En ese sentido, el mérito de la antología de Anagrama, además de no repetir autores, está en incluir un extenso diccionario de cronistas hispanoamericanos que están actualmente publicando en medios. En cualquier caso, creo que a cualquier estudiante o practicante del periodismo le viene de maravilla tener este par de volúmenes en su escritorio y convertirlos en compañeros de viaje y peripecia. Cierto, el periodismo como la prostitución se aprende en la calle, pero siempre es bueno estar leyendo lo que hacen los colegas que se atreven a ir más allá y desafiando a los castrantes manuales de estilo, le sueltan la rienda a la pluma y dejan que sus letras se tornen insurrectas.