Justo es aclarar que no soy un tamborilero improvisado. También sería pertinente señalar que aunque alcancé una dosis de celebridad tocando un thrash puercote y despiadado, mis ambiciones eran llegar a ser un percusionista virtuoso. Hay ciertas pasiones de preadolescencia capaces de patear el alma o los huevos por toda la eternidad. Una de esas patadas contundentes la recibí la noche en que me quedé a dormir en el desván que servía como casa a mi malogrado tío Adelfo, el hermano menor de mi madre, oveja negra de la familia; carpintero de ocasión, mariguano de tiempo completo y coleccionista irredento de rock setentero. Algún azar de un destino sin duda abominado por mi progenitora, hizo que me viera obligado a pasar una noche en el tecurucho que fungía como hogar de mi tío Adelfo, un sitio donde entre mil y un vejestorios de madera carcomida y un catre oxidado, yacía un atiborre de vinilos de bandas que creyeron tocar los cielos a mediados de los setenta. Completaban el mobiliario un cementerio de bachas de hierba quemada, un cerro de botellas vacías de marcas sospechosas y un amasijo de platos y tambores que juraban ser una batería. Mis once años eran, bajo el criterio de mi tío, edad más que reglamentaria para destapar cervezas e iniciar una maratónica sesión musical que incluyó Black Sabbath, Deep Purple, Rainbow y una demostración de deporte extremo en la que mi tío hizo lo posible por dejarme en claro que un carpintero mediocre sin más oficio ni beneficio que consumir mariguana, podía ser un aspirante al virtuosismo. Mi tío Adelfo puso en su tocadiscos el 2112 de Rush y acto seguido se sentó en la batería. La bienvenida con afanes de película espacial la representó mi tío como una suerte de catarsis de monje tibetano preparado para entrar en trance. Ojos cerrados, brazos extendidos, músculos en tensión y de pronto sin decir agua va, empezó a pegarle a los tambores intentando seguir puntualmente el ritmo escupido por las bocinas. En su más bien humildona batería, mi tío hizo esfuerzos más que dignos por emular a Neil Peart y acaso sería por el par de cervezas que a los once años de edad pegan como patada de mula en las emociones, pero esa noche tuve la seguridad de que entre mi tío y el baterista de Rush no había diferencias significativas. Mi segunda conclusión, a la que llegué a la mitad de la tercera cerveza, fue que con una dosis de esfuerzo e inspiración yo podía tocar el 2112 tan cabronamente como lo tocaban mi tío y Neil Peart. Esa misma noche, con once años de edad y tres cervezas encima, me senté por vez primera frente a una batería. Mi vida no volvió a ser la misma.
Friday, January 10, 2020
¿En qué momento se rompe el dique de contención y hace erupción la lava negra?
1- Brotarán en catarata las teorías alucinadas, los sabihondos con certidumbres, los juicios y las sentencias condenatorias. Nos encanta condenar e identificar culpables. ¡Fueron los malditos videojuegos! ¡La pérdida de valores! ¡La normalización de la ultra-violencia! ¡El neoliberalismo y su ética perversa! A mí por herencia solo me quedan la desolación y sobre todo las preguntas, siempre las preguntas. Acaso mi única certeza es que nunca podremos dimensionar ni entender el infierno individual de un niño huérfano en el umbral de la adolescencia y los negros abismos que surcan su mente y su soledad. Hagamos lo que hagamos, nunca podremos mirar con sus ojos.
2- Aquí hay dos preguntas clave. La primera es de orden policiaco y tendrá que ser resuelta en las próximas horas: ¿cómo y dónde carajos pepenó las dos armas? Sé que el mercado negro es grande, pero creo que para un niño mexicano de primaria debería ser ligeramente complicado poder hacerse de una pistola. Al final del camino, tener o no tener el arma en tu mano hace la diferencia entre consumar el crimen o dejarlo en un mórbido deseo. La segunda pregunta es de tipo ontológico y posiblemente nunca sea resuelta: ¿en qué momento atraviesas el umbral? ¿Qué desencadena el cruce de la frontera entre la siniestra fantasía y la acción contundente? Todos hemos fantaseado con cobrar afrentas y consumar venganzas. Que tire la primera piedra quien no haya albergado deseos violentos. Sin embargo, aún en el peor de tus días hay algo que te contiene y te hace saber que no lo harás. Entonces ¿en qué momento se rompe el dique de contención y hace erupción la lava negra? ¿Una palabra a tiempo, una charla con algún amigo o familiar habrían hecho la diferencia?
3- La violencia ha estado siempre ahí, ocupando un lugar privilegiado en el cuarto de los niños. Hay quienes recuerdan con nostalgia a los pequeños de antaño jugando a los cowboys, matando apaches con sus pistolas plateadas de Llanero Solitario (hoy sería el non plus ultra de lo políticamente incorrecto jugar a matar un aborigen). Sí, los soldaditos de juguete formados en la trinchera del jardín encarnan el mito de esas infancias idílicas que los viejos evocan con aire de “todo tiempo pasado fue mejor”. Los niños de los años 50 y 60 crecieron jugando a la guerra. Y sin embargo, algo ha cambiado para siempre. ¿Es diferente la recepción neuronal de Left for Dead y Call of Duty a la pistola de juguete del Llanero Solitario? Tampoco olvidemos a los “niños mangueras” cantando narcocorridos alterados del Komander y mitificando hazañas de sicarios, aunque aquí, por lo que veo, la inspiración es distinta. Paradójico: el héroe inspirador no es un personaje de videojuego hecho de pixeles, sino otro niño asesino de carne y hueso, habitado también por demonios interiores. Eric Harris de Columbine inspiró a nuestro asesino lagunero, que a su vez podría inspirar a otro niño. Aquí lo terrible no es solo el crimen sino su contagio.
4- ¿Un niño no tiene la capacidad de empuñar un arma y abrir fuego? Un héroe de la patria, un doceañero llamado Narciso Mendoza, alias el Niño Artillero, disparó un cañón en Cuautla que barrió con una tropa de realistas. En la Revolución Mexicana tampoco faltaron los niños soldados, como los hubo también en Angola y en Congo hasta hace muy poco. Claro, entiendo que aquí el entorno, el medio y el concepto no tienen punto alguno de comparación.
5- Guardemos mejor nuestras sentencias y mirémonos a nosotros mismos. Abraza a tus hijos, habla mucho con ellos, escúchalos, míralos a los ojos. Involúcrate en su escuela, conoce a sus maestros y no dejes que tus naufragios e inestabilidades adultas los contaminen y vuelve a abrazarlos, no te canses nunca de hacerlo.
Thursday, January 09, 2020
Tipejas y tipejos estereotipables
Nada tan odiosamente real como los estereotipos narrativos. Un texto desnuda y delata a su autor con endemoniada rapidez. La mayoría de las veces, cuando funges como juez en un certamen literario, lees sin saber quién es el autor. Idealmente, debes concentrarte por entero en la calidad y las posibilidades del texto que estás evaluando sin encasillar mentalmente a quien lo escribe, pero las letras suelen arrancar disfraces y revelar con desparpajo quién es aquel que intenta jugar con ellas.
A menudo me basta leer una página o a veces tres o cuatro párrafos de un manuscrito firmado con seudónimo, para hacerme una idea del tipo de autor al que estoy leyendo. Puedo equivocarme, por supuesto, pero las letras delatan más que la facha.
La primera obviedad que salta a la superficie es si el autor es joven o viejo. La segunda, es si es hombre o mujer. Después se revela el kilometraje como lector. Un autor que ha leído poco suele quedar en evidencia casi de inmediato. También las influencias narrativas y los tótems suelen exhibirse sin inhibiciones, lo cual es inevitable hasta en los más cancheros. Todos vampirizamos a nuestros ídolos, pero el truco está en no ser tan descarado o en su defecto en saber auto parodiar el plagio.
Wednesday, January 08, 2020
Cuando la historia se torna odiosa
Irremediablemente llega un momento, al tercer o cuarto día de haberla comenzado, en que empiezo a odiar la historia que estoy escribiendo. Es inevitable y he aprendido a resignarme a ello. Las fases del desarrollo de una creación literaria en estado larvario o embrionario no suelen tener demasiadas variaciones en esta etapa de mi vida. Podría hasta hacer un manual y tratarlo como un proceso fisiológico en donde el molde sólo puede ser roto por una severa anomalía. Cuando se enciende en la cabeza el foco de la historia suele haber un momentáneo y siempre fugaz lapso de éxtasis, como el marinero que inmerso en un espejismo cree distinguir una isla en donde solo hay nubes. Equiparo esta sensación al repentino avistamiento de aletas o colas de cetáceo en el Pacífico. Duran apenas un segundo o fracción. A veces logro tirar de ese hilo difuso y entonces, por un solo instante, el relato parece lleno de sentido, con mil y un posibles senderos narrativos para desarrollar. Estas cosas me ocurren desde niño. Como un destello de luz, irrumpe en mi red neuronal un posible cuento que parece alucinante y sorprendente, un engranaje casi perfecto y estructurado dentro de su aparente locura. La historia puede permanecer días, meses o años en esa condición de larva, como una eterna e inmaculada promesa de cara a un mañana por siempre postergado. Desde hace más de siete u ocho años tengo en mente una historia sobre los últimos días de Iosu Expósito de Eskorbuto pero es fecha que no escribo la primera palabra. Sé también que voy a narrar una historia sobre Jeff Hanemann y la reclusa parda que le pudrió el brazo y la vida pero el mañana se expande como un chicle hecho globo. Sé que quiero escribir una absurda historia sobre Salvador Borrego que este día ha muerto a los 102 años, sobre aquella absurdísima noche en la Casa del Lago en donde coincidieron tres hipsters y un joven neonazi. Borrego, anacrónico y desafiante, pariendo libros hermanados por el diseño editorial más chafa posible. Borrego, como un sobreviviente de la bolañesca literatura nazi en América. Una historia donde revisionistas, conspirafóbicos, cazadores de ovnis y tribuneros se den la mano en una librería pordiosera. Pero no estamos hablando de Borrego, sino de mis compulsivos legrados literarios. El 1 de enero, un video de los 69 Eyes me hizo concebir la idea de un traba gordinflón y oscuro yaciente en una silla de ruedas, empujado por un predicador cristiano de traje raído y percudido en medio de una avenida en el desierto. El entusiasmo duró tres días y al tercero simplemente abortó. Ahora me obligo a escribir una historia que odia la idea de ser escrita, que se resiste y da coletazos. Una historia que me escupe a la cara, zangolotea entre mis brazos y se escurre como un molusco lovecraftiano embarrado de aceite y mantequilla. Una historia que odia la sola idea de existir.
Cinco horas frente a la pantalla sin acertar a hacer brotar una sola palabra. Oscilo entre Lucía Berlín y su Manual para mujeres de limpieza y la muerte Salvador Borrego. Primera lluvia del año. La tarde transcurre sin que hagamos nada mientras la vida corre como tren hacia alguna parte.
Tuesday, January 07, 2020
En la mayor de las Cuatro Coronado, que es la Isla Sur, habita un guardafaro. Bueno, en realidad son dos. Se alternan en sus funciones cada 30 días. El guardafaro es un empleado del Gobierno federal y su casa, enclavada entre las rocas, fue construida en 1931. En teoría su puesto nunca ha dejado de estar ocupado. Por lo menos tienes la certidumbre de al caer la noche invariablemente se enciende una luz en la isla mayor que tú alcanzas a distinguir desde el litoral. A la distancia el guardafaro te parece un personaje propio de El Principito, algo así como el farolero que enciende y apaga un farol siguiendo el movimiento de rotación de su planeta enano. En cualquier caso te resulta fascinante la existencia de un empleado público cuya labor en el mundo es ser un Robinson Crusoe.
De pronto, reparas en que a la persona que más deseas entrevistar en tu vida es al guardafaro. En tu ya larga carrera como reportero has entrevistado a miles de personajes patéticos; ordinarios politicuchos y lidercillos de opinión cuya labor ha sido contribuir al gran teatro de las redundancias de la diaria noticia, pero en cambio el guardafaro de las islas es un personaje único en la región, el amo y señor de un territorio virgen, el gran Crusoe de la primera –o la última- isla mexicana. Buscaste la entrevista de todas las maneras posibles. Escribiste a la Secretaría de la Defensa Nacional y a Comunicaciones y Transportes y vía Transparencia gubernamental pediste el nombre del empleado público que ocupaba dicho puesto de trabajo, pero no obtuviste respuesta y la dirección editorial de El Bordo reiteró su absoluto desinterés en invertir tiempo y espacio en esa entrevista.
Como tantas veces ha sucedido en tu carrera reporteril, el periodismo te dejó en un callejón sin salida donde la única alternativa era recurrir a la literatura de ficción. Empezaste a escribir los cuentos del guardafaro e inclusive iniciaste un epistolario ficticio. Cada noche te ibas a la playa a fumar y a observar la luz encendida en el horizonte y de tanto escribir e imaginar, llegaste a la conclusión de que tu deseo no era entrevistar al guardafaro, sino ocupar su puesto.