Eterno Retorno

Saturday, July 31, 2010



Johannes Gensfleisch zur Laden zum Gutenberg (Juan para los compadres) murió en 1468, pero es hasta este Siglo XXI cuando empezamos a ejecutar su réquiem. Nos guste o no, llevamos más de cinco siglos y medio amamantando de sus “tipos móviles” y su prensa para uvas que sirvió como primera plancha de impresión. Tanto la Biblia que imprimió en 1450 como los ejemplares de los periódicos que el día de hoy se imprimieron a lo largo y ancho de esta aldea global del tercer milenio, son hijos de Gutenberg. Aún en nuestro mundo atiborrado de pantallitas de todos los tamaños, nuestras casas y oficinas siguen llenas de papeles con tinta. Si aún lo dudas, solo te pido que mires a tu alrededor. Sí, ya sé que de una impresora láser a una plancha para aplastar uvas existe alguna que otra diferencia, pero al final el resultado es un pedazo de papel con tinta, el mismo pedazo de papel de Cervantes o de Joyce, de Shakespeare o de Borges. El papel que un voceador alzaba en su mano una tarde de 1805 en las calles de Londres mientras gritaba la noticia de la muerte del Almirante Nelson en Trafalgar, es tan hijo de Gutenberg como el papel de un diario financiero que un día de 2009 anunció la estrepitosa caída de las bolsas de valores. La imprenta fue necesaria para elaborar ese edicto real clavado en los árboles que rodeaban las aldeas españolas donde se notificaba la expulsión de los moriscos a principios del Siglo XVII, como necesaria fue para imprimir el recibo de luz que llegó a nuestra casa esta mañana.
Gutenberg ha sido omnipotente y omnipresente en nuestras vidas, pero el principio del fin de su reinado ha comenzado ya. Tal vez pasarán muchos años todavía antes de que desaparezca por completo de nuestro día a día, pero el rey ya está herido de muerte. La daga cibernética le ha infringido una herida de la que sangra pausada pero constantemente.



La pantalla de la compu te escupe en el rostro, te tira dardos, te cachetea. Desde mi encierro en el oasis de un verano perpetuamente nublado, asisto a través de una pequeña máquina al teatro del dolor nacional, a la monumental obra de las redundancias. Esto va más allá de ese sentimiento catastrofista, tan propio de generaciones con complejo apocalíptico, de sentir estar viviendo el fin de los tiempos. Ese egocentrismo histórico ya lo conozco y no, por desgracia no somos tan privilegiados como para poder tramitar nuestro certificado con sello oficial de autenticidad que nos proclame la última generación sobre el planeta. No, nada de eso. La sensación es más bien que el entorno, llámale país o región, padece lepra o una especie de infección que te hace descubrir llagas engusanadas donde creías ver piel sana. No es nada nuevo en realidad, más allá de una agudización del síndrome de pérdida acelerada de esperanzas. Vaya, no es que mi vida se haya caracterizado por ser una orgia de optimismo y actitudes positivas, pues el “no future” compulsivo y esa suerte de nihilismo hormonal han sido siempre mis compañeros de viaje, pero aunque el mundo siempre fue y será una porquería (ya lo se) en el fondo quisieras heredar a tu hijo un lugar un poco más habitable. Ese, creo, es el meollo de todo el asunto: si estuviera solo, cargando tan solo con el absurdo de mi vida adulta a cuestas, pues venga, vamos a entretenernos como espectadores y actores de la gran catástrofe y que la Muerte se de prisa. Pero cuando me hipnotizo contemplando la inmensa paz con la que duerme Iker y cuando veo su sonrisa inundar la mañana al despertar, siento horror por el mundo que yace paredes afuera a unos metros de nuestra casa y siento la necesidad de pedirle perdón por este pedazo inmundo que le heredaremos.

A menudo desconfío de quienes hablan de estar tocando fondo y vivir en carne propia el peor de los mundos posibles. Mi incurable adicción a la Historia me demuestra una y otra vez que la humanidad ya es experta en Apocalipsis. Vaya, el México de la narcoguerra es y seguirá siendo Disneylandia comparado con la Polonia de 1939 o la Yugoslavia de 1992 o la Ruanda del 94 o el Haití actual. La rampante inseguridad nos horroriza hoy como a las familias de 1850 les horrorizaban los bandidos de Río Frío, que no eran precisamente suavecitos o considerados con sus víctimas. En pleno virreinato había plagas de asaltantes en la Ciudad de México. El mundo siempre ha sido un lugar peligroso. Ya hablaremos de eso más tarde.

Thursday, July 29, 2010

La más reciente columna de El Informador la he dedicado al regalito que Felipe Calderón ha mandado a nuestras casas.


VIAJE POR LA HISTORIA DE MÉXICO

Por Daniel Salinas Basave

Uno de los 27 millones de ejemplares del libro “Viaje por la Historia de México” de don Luis González y González ha llegado a la puerta de casa. Sin duda al momento en que usted lea esta columna, habrá recibido en su vivienda un ejemplar de esta obra que el Gobierno Federal pretende distribuir en todos los hogares mexicanos. De entrada, la sorpresa es de lo más grata, pues de unos años para acá el Servicio Postal Mexicano sólo trae estados de cuenta, recibos y propaganda basura, pero jamás me había dejado en la puerta de casa un buen libro de Historia, así, con mayúsculas, ya que justo es señalar que allá en Los Pinos han elegido a un gran historiador para visitar los hogares de todo el país. Visto así, la verdad es que alegra el día poder llegar a casa al atardecer y encontrarse con este buen regalo en la sala. Para ir entrando en materia, preciso es comenzar aplaudiendo fuerte la medida. Cierto, como ciudadanos mexicanos y más aún como habitantes de la frontera, tenemos más de una cuenta pendiente y más de un asunto que reclamarle a Felipe Calderón por las torpes decisiones centralistas tomadas a más de 3 mil kilómetros de distancia que en forma tan grave han perjudicado a esa región, pero al menos esta noche tengo algo que agradecerle a nuestro Presidente. Vaya, hemos visto malgastar y despilfarrar nuestros impuestos en forma tan burda, que la verdad da gusto ver que el dinero público es invertido en la impresión de un buen libro de Historia que pretende llegar a todas las familias del país. Lo primero que se aplaude, es la elección del historiador. Pudieron enviar un vil libro de texto pero por fortuna en la Comisión de Libros de Texto Gratuitos apostaron por el eminente michoacano don Luis González y González, un verdadero apasionado del tema, un hombre que entregó su vida entera a esa inquebrantable vocación historiográfica. Cierto, en 65 páginas no se puede exigir una obra de profundidades analíticas o disertaciones exhaustivas. Lo que hemos recibido es un esbozo de Historia Nacional sintetizada al máximo, pero la forma de empacar milenios de efemérides resulta afortunada. La división y estructuración de los temas es eficiente lo mismo que la forma de presentarlos, con una síntesis narrativa del hecho o época histórica en cuestión en la parte superior de la página y un montón de pequeñas semblanzas biográficas de los personajes clave, lo que facilita la compresión del tema.
“Lo importante de esta obra es que no sólo son los políticos y los héroes militares los que aparecen -dice en entrevista con El Universal el arqueólogo Fernán González de la Vara, hijo del historiador-. Un poco la idea de mi papá era que en este país hay una construcción, que lo que debemos ver no es tanto dos o tres momentos claves en la historia, sino todo el proceso constructivo y quiénes han participado en ese proceso creativo: entonces están también doctores, literatos, exploradores, sacerdotes, artistas, científicos, arquitectos. En ese sentido, se desvía de la historia oficial, la que llamaba la ‘historia de bronce’; también se desvió de esa otra historia que él llamaba la ‘historia de hiel’, la de los agravios. Creía que las dos tenían en común el ver un México de héroes y villanos, de buenos y malos”.
Sin duda, en millones de viviendas mexicanas este será el único libro de Historia que entre a formar parte del patrimonio familiar. Ahora sólo resta desear que este espontáneo regalito les genere un poco de curiosidad, que lo lean y si es posible lo comenten y discutan, pero por favor que no lo tiren o lo arrumben pues el ejemplar vale la pena. La calidad de impresión es buena y las imágenes seleccionadas para cada página no tienen desperdicio. El libro va acompañado de una carta firmada por el Presidente Calderón en donde se dirige al destinatario “de mexicano a mexicano”. Lo que sigue llamando la atención es la permanencia del discurso oficialista a la hora de hablar de Historia. Vaya, siendo brutalmente honestos, las palabras de Calderón en torno al Bicentenario de la Independencia o el Centenario de la Revolución, no son muy distintas de las que hubiera pronunciado un Echeverría o un López Portillo. Calderón sigue recurriendo al discurso rimbombante de los héroes que forjaron patria, un concepto que a mi juicio debería ser sustituido por el de hombres de carne y hueso, con errores y aciertos, que fueron actores en grandes procesos de transformación nacional. También me sigue llamando la atención que el actual sistema político celebre con el mismo discurso oficialista la Revolución Mexicana y que conceda heroicidad a sus actores, que con excepción de personajes de enorme estatura espiritual como Madero, Felipe Ángeles o Vasconcelos, fueron en su mayoría oportunistas políticos y militares que acabaron traicionándose y matándose unos a otros. También me sigue llamando la atención que un presidente con los orígenes familiares y la formación de Calderón, se refiera en forma tan poco original a la Revolución, el movimiento que acabó incubando seres como Obregón y Calles que parieron ese saurio voraz llamado nacionalismo revolucionario que con tanto encono combatieron, entre otros fundadores del panismo, los padres del propio Felipe Calderón. Pero bueno, en su descargo diremos que es un primer mandatario, no un revisionista de la historia oficial y su labor es fomentar el interés y el amor por las efemérides nacionales. Después de todo, la impresión y distribución de este libro pasará a la posteridad como una de las más brillantes ideas de su sexenio. En hora buena y muchas gracias por la sorpresa.

Sunday, July 25, 2010


Porque usted No lo pidió, aquí van los dos últimos Mitos del Bicentenario publicados en los dos más recientes números de El Informador www.elinformadordebc.info


La solitaria estrella texana

Por Daniel Salinas Basave

La solitaria estrella texana, es un astro que alguna vez brilló con luz propia en un caótico universo continental de conflictos e inestabilidades geopolíticas. La creencia generalizada, es que el territorio de Texas le fue arrebatado a México por Estados Unidos luego de la injusta guerra que derivó en ese “robo legal” llamado tratado de Guadalupe-Hidalgo en 1848. Bajo esa errónea interpretación, Texas fue hurtada en” paquete” junto con California, Nuevo México, Arizona y toda esa inmensidad territorial perdida para siempre tras el enfrentamiento con el voraz vecino expansionista. Lo que a menudo se olvida o minimiza, es que Texas fue durante nueve años una república independiente y soberana con gobierno propio y capacidad de autodeterminación. Texas se separó de México luego de una guerra de independencia que a la fecha es recordada y celebrada por los texanos como una efeméride heroica. No por nada, el fuerte de El Álamo en San Antonio es su máximo orgullo, santuario patriota que les recuerda el martirio de sus libertadores a manos de los mexicanos, que son en este caso los villanos de la película.
Recuerdo muy bien aquel verano de 1986 en Texas, viendo todas esas banderas de la estrella solitaria tapizar los edificios públicos y los comercios de sus ciudades. Texas celebraba en grande y con orgullo 150 años de independencia con el mismo jolgorio con que Estados Unidos celebró su bicentenario en 1976. ¿No resultaba, por lo menos extraño, que una entidad federativa estadounidense celebrara con semejante pasión su independencia? Lo cierto es que aunque efímera, existió alguna vez esa mítica república texana. De 1836 a 1845 Texas fue un país que tuvo su propio presidente, su propio congreso y que contó con el reconocimiento diplomático de algunos gobiernos europeos.
Aunque el errante Álvar Núñez Cabeza de Vaca recorrió a pie el territorio texano durante su alucinante peregrinar de siete años, la historia de la colonización de esta zona se remonta al Siglo XVII, cuando expedicionarios franceses comandados por Robert Cavelier de La Salle, establecieron en 1684 el Fuerte de San Luis de Texas, un efímero enclave devastado cuatro años después por los indios karankawa. Los franceses se quedaron con Louisiana, pero el territorio de Texas, dividido en cuatro provincias, pasó a convertirse en dominio español. Las cosas empezaron a cambiar cuando en 1803, Francia accede a vender el territorio de Louisiana a los Estados Unidos de América. El Texas español, cuyo mayor centro poblacional estaba en San Antonio del Bexar con unos 3 mil habitantes, se ve de pronto penetrado por hordas de colonos anglosajones. Cuando en 1821 Agustín de Iturbide firma el Acta de Independencia Mexicana, el territorio texano estaba empezando a ser poblado por miles de aventureros y caza fortunas de los más diversos orígenes. Texas no alcanzó a cumplir 15 años como provincia mexicana y desde un principio, las relaciones con la Ciudad de México fueron conflictivas o de plano nulas. En un afán de poblar la zona desierta, Agustín de Iturbide otorgó concesiones para que emigrantes extranjeros pudieran establecerse en Texas y el aventurero Stephen Austin, al frente de 300 familias, le tomó la palabra. México estaba poniéndose la soga al cuello.
Dos fueron los factores principales que desencadenaron la revolución de independencia texana. El primero fue el relativo a la religión, pues una de las condiciones impuestas por el gobierno de México a las familias que desearan establecerse en Texas, era profesar la religión católica, reconocida como único culto oficial de la República en la Constitución de 1824, siendo que la mayoría de los colonos eran protestantes. Otra manzana de la discordia, fue la vocación esclavista de los colonos texanos, quienes tenían a miles de esclavos negros trabajando en sus campos de algodón, siendo que en México la esclavitud estaba abolida.
La mitología hollywoodense, empeñada en mostrar a los insurgentes texanos como mártires de la libertad, omite señalar en sus películas que esos héroes de El Álamo, masacrados por los “crueles mexicanos”, eran en realidad codiciosos esclavistas que se negaban a liberar a sus siervos. La gota que derramó el vaso, fue la proclamación de la República Centralista Mexicana en 1835, misma que abolía el sistema federal. Los texanos proclamaron su independencia el 2 de marzo de 1836 y constituyeron la República de Texas, cosa que los mexicanos no iban a permitir. Cruzando montes y desiertos, el presidente mexicano Antonio López de Santa Anna llegó con sus tropas hasta Texas para castigar la osadía libertaria. Hollywood y la mitología patriotera texana, se han encargado de mitificar la batalla de El Álamo, bautizo de fuego de la nueva nación. Cierto es que Santa Anna no se tocó el corazón y masacró a los 200 defensores del fuerte, como cierta es también la leyenda de la siesta fatal, cuando las tropas texanas capturaron a Santa Anna durmiendo a la sombra de un árbol en San Jacinto, el 21 de abril de 1836. La inoportuna siestecita costó a México la firma de los tratados de Velasco, que reconocían parcialmente la independencia texana. Samuel Houston se convirtió en el primer presidente de la República de Texas y Stephen Austin en su primer secretario de estado. Texas llegó a contar con un servicio exterior e incluso tuvo una embajada en Londres formalmente reconocida por la Corona Inglesa, muy interesada en invertir en el nuevo país. Al final pudieron más las incesantes presiones anexionistas estadounidenses encabezadas por el presidente John Tyler y por su codicioso sucesor James Polk y en febrero de 1845, la solitaria estrella texana que brillaba con luz propia en el firmamento americano, pasó a convertirse en una más en la bandera de las barras rojas.


LOS MITOS DEL BICENTENARIO

CUANDO DON PORFIRIO COMBATIÓ A MUERTE LA REELECCIÓN

Por Daniel Salinas Basave

Al grito de “sufragio efectico no reelección”, Francisco I. Madero llamó a las armas a los mexicanos y derrocó a Porfirio Díaz, quien yacía eternizado en la silla presidencial, para la que se reelegía una y otra vez cada cuatro años. Lo paradójico del caso, es que el chaparrito de Parras no fue el primero en enarbolar la bandera antirreeleccionista en México. Cuatro décadas antes, hubo un caudillo que se levantó en armas combatiendo encarnizadamente la compulsiva e ilegitima reelección de un presidente mexicano. ¿Adivinan ustedes quién fue ese primer prócer anterreeleccionista que se anticipó por 40 años a Madero? Pues nada menos y nada más que el mismísimo Porfirio Díaz, el presidente que bajo la bandera de la no reelección, se reeligió una y otra vez durante 34 años. ¿Y quién fue ese presidente perpetuado en el poder al que el antirreeleccionismo de Díaz combatió tan encarnizadamente? Pues nada menos que el señor Benito Juárez, siempre tan mimado por la burocrática historia oficial, al grado que por un “pequeño e involuntario olvido” los historiadores de quincena que declaman rimbombantes versos cada 21 de marzo, omiten señalarlo como el segundo mandatario que más tiempo se quedó aferrado al poder. La diferencia de Díaz con Juárez es que Don Porfirio firmó su renuncia cuando vio que su permanencia en el poder estaba generando un derramamiento de sangre, mientras que al otro oaxaqueño le importaron muy poco los múltiples levantamientos armados y rebeliones que hubo en su contra. La única fuerza capaz de arrancar al de Guelatao de su trono, fue la angina de pecho que acabó con su vida el 18 de julio de 1872.
A Juárez el poder la cayó de rebote, cuando siendo cabeza de la Suprema Corte de Justicia, se produjo el autogolpe de estado del presidente Ignacio Comonfort y la revolución conservadora del Plan de Tacubaya en enero de 1858. Caído Comonfort y con un vacío de poder constitucional frente a la avalancha conservadora encabezada por Félix Zuloaga, el poder recayó en automático en Juárez, que desde su famoso carruaje ejerció la presidencia legítima, hasta que se ganó la Guerra de Reforma en diciembre de 1860 y pudo gobernar desde la Capital de la República, aunque no por mucho tiempo. En 1862 se produciría la Intervención Francesa y Juárez tuvo que volver a subir documentos y tesoro nacional a bordo de su carruaje, en donde gobernó errante hasta el triunfo de la República en 1867. En total, de los 14 años que Don Benito ejerció el poder, siete los pasó metido en su carreta. El escenario bélico que vivía México no hizo posible la celebración de elecciones, lo cual le vino de maravilla a Juárez, que hasta 1871 debió enfrentarse a un proceso electoral hecho y derecho en tiempo de paz. Ante las claras intenciones de Juárez de perpetuarse en el poder, su paisano oaxaqueño Porfirio Díaz, héroe en la lucha contra los franceses, llamó a las armas a los mexicanos desde su hacienda de La Noria, en Oaxaca, en donde declaraba ilegítima la presidencia juarista argumentando una flagrante violación a la Constitución de 1857, que establecía el principio de la no reelección. Generales como Trinidad García de la Cadena en Zacatecas y Jerónimo Treviño en Nuevo León entre otros, secundaron la revolución antirreeleccionista de Díaz, que estalló el 8 de noviembre de 1871 y combatió de frente al ejército juarista. Aunque debilitada, la revolución seguía encendida cuando Juárez murió. La presidencia recayó automáticamente en el presidente de la Suprema Corte, Sebastián Lerdo de Tejada, quien declaró una amnistía para los rebeldes. La paz duró muy poco y la revuelta vendría una vez más de Oaxaca, cuando Porfirio Díaz instigó la nueva Revolución de Tuxtepec, cuyo plan fue firmado el 10 de enero de 1876, desconociendo la legitimidad del presidente Lerdo de Tejada. A diferencia de La Noria, la revuelta de Tuxtepec resultó triunfante y Lerdo de Tejada debió abandonar el país. Porfirio Díaz, el defensor del antirreeleccionismo, llegaba al poder mediante el ejercicio de las armas y justo es señalar que el principio de la no reelección fue respetado a cabalidad en su primer periodo. Fiel a su bandera, Porfirio dejó el poder al cabo de un cuatrienio y en 1880 heredó la presidencia a su compadre, Manuel “El Manco” González. Pero el poder es adictivo y hace olvidar cualquier convicción e ideología. En 1884 Porfirio decidió que la reelección era válida siempre y cuando no fuera en periodos consecutivos y se convirtió en el sucesor de su compadre, pero a partir de 1888 olvidó por completo el asunto y empezó a reelegirse cada cuatro años sin preocuparse por guardar las apariencias. La reelección porfirista fue constante hasta 1911, cuando tuvo que firmar su renuncia forzado por otro antirreeleccionista llamado Francisco I. Madero que subió al poder con la misma bandera que Díaz había enarbolado tantos años antes, aunque el chaparrito no tuvo la oportunidad de enfrentarse a tentación de reelegirse, pues Victoriano Huerta acabó con su vida. ¿Habría estado Madero tentado a perpetuarse en el poder como hizo Díaz? La historia de lo que pudo haber sido está llena de misterios y apuestas que quedaron en el aire.