¿Quieres hacer reír a tu dios?
Entonces cuéntale tus planes. Tú puedes elaborar una perfecta ruta de
navegación para tu existencia, pero en los mares más calmos también suelen
brotar monstruos. Muy a menudo la apoteosis o la hecatombe dependen de una
mínima variable que puede cambiar de golpe y porrazo el rumbo de una vida. Tres
segundos de más o de menos, un giro equivocado, un cruce de miradas pueden
definir un destino. De entrada todos nosotros somos hijos de la
aleatoriedad y no de la planeación. Aunque tu concepción haya sido
planeada por tus padres, la loca carrera de los espermatozoides te echa en cara
lo aleatorio de tu condición, o al menos hasta donde entiendo no hay ganadores
predeterminados en esas lides. Ello por no hablar de que la mayoría de los
embarazos no suelen ser planeados. Somos hijos del accidente obsesionados en
tener control de nuestra vida, pero la vereda existencial suele bifurcar en
laberintos en donde además de la suerte influyen las circunstancias. Una época
y un lugar determinado tuercen, sepultan o encumbran una carrera. Los creyentes
en la omnipotencia de un destino irrenunciable trazado por dioses caprichosos,
dirán que nada podemos hacer para escapar a ese minuto de fortuna o desgracia
Hay una voluntad superior que así lo ha definido y nosotros, pobres juguetes de
la deidad, debemos resignarnos y someternos a sus designios. En cambio, los
defensores de la aleatoriedad dirán que todo es posible en el caos y que si a
caprichos vamos, ningún dios iguala a las leyes de la improbabilidad y sus
azarosas combinaciones. Por supuesto, los promotores de la cultura del esfuerzo
y la superación dirán que todo en la vida es consecuencia de lo que se hace o
deja de hacer. La perseverancia, la tenacidad y la paciencia obtienen su
recompensa tras años de abnegación, de la misma forma que la
irresponsabilidad, la desidia y el vicio prolongado acaban por cobrar factura
irreversible.
Esos
mantras suelen ser efectivos en manuales de superación personal. La realidad es
que somos hijos del caos, no del orden y casi todo lo que es trascendente o
digno de recordarse, ocurre en instantes de lo más fugaces. Todos nosotros
somos producto del non plus ultra de lo improbable y aleatorio. Dejemos los
debates teológicos para después: la primera gran lotería de nuestra vida es
nuestro origen.