Dentro de la galería del magnicidio como una de las bellas artes, el regicida ocupa una categoría especial, casi sagrada. El regicida no solamente debe burlar a los guardias reales, sino trascender sus más profundos miedos y tabús. Lo primero que el regicida desafía es el temor de Dios. En la concepción de un súbdito cualquiera en la era del absolutismo, atentar contra un rey significa atentar contra Dios. El poder de los reyes emana del derecho divino por lo que el regicidio bien puede ser equivalente al deicidio. Quien tiene el valor de matar a un rey no solamente se coloca al cuello la soga de la justicia humana, sino que se condena por la eternidad al infierno.
Dentro de mi galería de regicidas, ninguno me parece tan triste y desafortunado como Francios Ravaillac, el asesino del rey Enrique IV de Francia. Nacido católico en una región infestada de hugonotes, Ravaillac creció padeciendo la crueldad de las guerras de religión. Al igual que Juana de Arco, Francois pasó su adolescencia inmerso en visiones místicas y demoniacas que lo exhortaban a liberar a Francia de la herejía. Muchas fases de su vida siguen siendo un misterio, pero el primer gran magnicida de la historia francesa llegó a ser un pordiosero en las calles de París. El gran deseo de su vida era poder hablar con el rey para convencerlo de la necesidad de expulsar a los hugonotes, pero la audiencia jamás le fue concedida. En la lógica de Ravaillac, si el monarca no estaba dispuesto a prestarle oídos, entonces era preciso asesinarlo. El pordiosero se las arregló para robar un cuchillo en una posada. El 14 de mayo de 1604 consiguió burlar la vigilancia y subir a la carroza real donde apuñaló a Enrique IV. En sus planes no estaba suicidarse o escapar. El infierno lo aguardaba. El destino de Ravaillac ha sido posiblemente el más cruel y despiadado que haya sufrido un magnicida. Después de soportar interrogatorios en medio torturas, pues nadie en Francia creía en la teoría del asesino solitario, el regicida fue quemado lentamente con hierro ardiente, aunque a la mano que empuñó el cuchillo le fue reservado el azufre. Después de recibir aceite y resina sobre sus heridas, fue encadenado a cuatro caballos que lo desmembraron. En aquella Francia imperial, la muerte de un rey aún equivalía a ofender a Dios. Faltaban todavía 189 años para que en ese mismo país se ejecutara legalmente en la guillotina a un monarca destronado.