Voy a tatuarme un tigre. Acaso a estas alturas sea lo más coherente en mi vida. No tengo todavía un modelo de tatuaje, pero me queda claro que será un tigre tribal o abstracto. Por ahora imagino solamente rayas negras circulares sin pizca de color amarillo.
Lo que por ahora importa es que he decidido hacerme ese tatuaje. Si un día este relato se publica y algún capricho de la aleatoriedad lo lleva a encontrar lector, lo más probable es que para entonces el tigre ya habite bajo mi piel y el comienzo de esta historia sea obsoleto. El hombro derecho parece ser el sitio designado para el nuevo tatuaje (pues el izquierdo ya está ocupado por el Martillo de Thor) pero para ser franco aun no estoy del todo convencido. El derecho es y ha sido el lado malo de mi cuerpo, el hemisferio débil donde suelen ocurrir las catástrofes. El problema es que la vecindad del tigre con Mjolnir no se antoja armónica.
Thursday, July 23, 2015
¿Alguien se pregunta en qué lecturas se diluye mi verano? No, nadie se lo pregunta, pero a mí me vale madre e igualmente les platico. Ya he escrito en torno a Pandora de Liliana Blum, una novela inteligente y matadora con un giro tan sorpresivo como cruel y el próximo domingo platicaré más ampliamente en Palabra de Rojo semidesierto de Joel Flores, un libro coral de catorce cuentos que bien puede leerse como una novela en viñetas. Me bastó media tarde de atípica lluvia veraniega para leer Fiesta en la madriguera de Juan Pablo Villalobos y ahora me dispongo a comenzar con Si viviéramos en un lugar normal. ¿Cómo definir al tapatío? ¿Narco-naif? No cabe duda que la aparente sencillez es a menudo el tono más complicado de lograr cuando hablamos de narrativa. Ayer leí Cumpleaños de César Aira, un libro particularmente ornitorrinco dentro de una biblioteca monotrema. Decir que una obra de Aira es rara o sui generis sería una perogrullada, pero Cumpleaños en verdad es punto y aparte, la única obra donde he encontrado al de Pringles hablando de sí mismo. Sigue La costurera y el viento. Terminé de leer la ultra cacareada Sumisión de Houellebecq y no encontré la islamofobia por ninguna parte. Es, como todo lo de Michel, un embutido de sátira y advertencia, la cruda monumental tras la orgía de occidente. Siempre que acabo de leer algo suyo me quedo con la misma pregunta: ¿De verdad quieres tu libertad? El monstruo de Houellebecq no es el islam caricaturizado de Rushdie, sino la estupidez superlativa del europeo. He leído (y releído) El encantador de Lila Azam, una delicia de narrativa fusión y una declaración de amor a la literatura que al menos a mí ya me inspiró un cuento (Ella es nabokoviana, sexto relato de Días de whisky malo). Empiezo a meterle diente a los cuentos de El error del milenio, de mi tocayo Daniel Espartaco, que fue premio Owen hace una década y desde entonces no ha parado. Ya hablaremos cuando concluya, lo cual puede ocurrir esta misma noche. Alucinante, al nivel de lo sublime, Ex futuros, tercer texto híbrido de Traiciones de la memoria de Héctor Abad Faciolince, al que he dedicado mi columna de esta semana en InfoBaja. Lo siento, pero no supero mi obsesión en torno aleatoriedad, destino y albedrío. Mi libro nocturno de buró es De animales a dioses, de Yuval Noah Harari, ampliamente recomendable para los creacionistas cristianos. Acaso el primer gran genocidio de nuestra historia fue el de sapiens contra neandertales. Este tipo de lecturas son una buena cura de humildad. Lentamente y en riguroso desorden disfruto el coctelito noir de Vivir y morir en Estados Unidos (La puerta negra no sale sobrando, pero según los editores el cuento no vende) y me dispongo a comenzar con De sangre y sol de Sergio González Rodríguez. En fin, estas son por ahora mis lecturas ¿No te gustan? No te preocupes, tengo otras.
Sunday, July 19, 2015
El festín de Pandora
Una de las mayores contradicciones de nuestra de por sí contradictoria época, yace en nuestra ambivalente relación con la comida. Tal vez la Roma imperial o la Francia de los luises tengan algo que decir al respecto, pero creo que nunca como ahora se había llegado a semejante nivel de endiosamiento de lo gastronómico. En el Siglo XXI los chefs son los nuevos popstars, mientras los shows de alta cocina inundan la red y le ganan la audiencia a las series dramáticas o a las comedias románticas. Hoy, lo tope de lo tope y lo trendy de lo trendy es comer sofisticado. Si al universo hipster le quitas sus restaurantes y sus food trucks les quedaría poquísimo o nada para presumir. Quizá lo más cruel y paradójico del asunto (después, obviamente, del hambre en el mundo) es que en una sociedad que ha hecho de la gastronomía su becerro de oro, el gordo sea el nuevo paria, el escalafón más bajo y humillante de una despiadada pirámide. El gordo es también un exiliado del arte y la literatura como fuente de inspiración. Parece ser que la patente la tiene en exclusiva Fernando Botero y que fuera del artista colombiano, nadie se ha atrevido a transformar a la gorda en su personaje principal. Por fortuna existe Liliana Blum y su fantástica Pandora, un personaje revolucionario en el sentido más radical de la expresión. En nuestra era el non plus ultra de lo subversivo no es un encapuchado anarcoterrorista antiglobalización, sino una mujer gorda que no parece tener complejos y admite como algo natural su pasión por la comida. Encontré a Pandora en una librería de Culiacán y se convirtió en la compañera de viaje ideal, pues casi concluyo su lectura en el avión que me trajo de regreso a Tijuana. Los personajes de Liliana Blum son los verdaderos abanderados de la rebelión contra el espíritu de la época, porque si ya de por sí es desafiante encontrar una mujer gorda que no está en guerra con su anatomía, más revolucionario aún es encontrar a un hombre que ha hecho de esa gorda su objeto del deseo. Pandora parece resignada a asumirse como la negación de cualquier vestigio erótico, pero en contraparte tenemos a Gerardo, el exitoso y guapo ginecólogo, perfecto modelo de portada de GQ, cuya libido encarna en las carnes anchas. A su alrededor tenemos una galería de mujeres que podrían ser sacerdotisas en el culto a la diosa anorexia. La madre de Pandora, con su cintura de avispa asesina y sus vastos desayunos de jugo de apio y pepino, es fría y pérfida como solo puede serlo una madrastra de Cenicienta y Blancanieves. Qué decir de la hermana mayor, la exitosísima "Barbie" que no conforme con su belleza, encuentra su fuente de placer en torturar a la gordita de la casa; o de Abril, la anoréxica esposa modelo inmolada en el altar de sacrificios de la figura perfecta, una mujer aferrada a transformarse en hueso sin darse cuenta que su marido delira con las tallas extragrandes. He agotado la tinta de mi pluma de tanto subrayar frases matadoras que podrían ser el epitafio perfecto en la tumba de esta contradictoria era. “La relación comida-mujeres es complicada. Los hombres suelen comer para saciarse y listo. Las mujeres suelen preparar la comida, la rechazan, la desean, la odian, la engullen, la vomitan la añoran”. En Liliana Blum hay humor negro, ironía, desparpajo y también una elevada carga erótica, una dulce mentada de madre a bodrios como Sombras de Gray o porquerías semejantes. Pandora es una novela irreverente porque al igual que sus personajes, se atreve a ser diferente y a desafiar a los trending topic. Y sí, es una novela romántica, erótica, con trama e inesperados giros, pero es de pésimo gusto que un reseñista ande por la vida dando pistas sobre el final de un libro que en verdad vale la pena leer.
Chapucera, canija, con irremediable vocación fabuladora, la memoria está ahí para contarnos sus mentiras y este fin de semana ha cumplido con mandarme unas cuantas señales. "A la larga, todos los seres son memoria, no solamente los seres de carne y hueso, sino los de la literatura también. Nosotros mismos seremos tan irreales o tan reales como personajes literarios después de nuestra muerte”, escribe Borges, citado por Campbell en Padre y memoria. Hoy por la mañana llevé a Iker a la matiné de Intensamente (Inside Out). Segunda vez para él (Carol lo llevó ayer) y primera para mí. Conclusión: vaya pedazo de genio estos narradores de Pixar. No es cosa fácil fascinar a cincoañeros y mantenerlos entretenidos teniendo como fondo un tema tan complejo como las emociones, la maleabilidad de los recuerdos, las fábulas del subconsciente. Una película que puede atraer por igual a psicoanalistas y a filósofos. A Federico Campbell le habría gustado. El lago congelado donde Riley aprende a jugar hockey no es muy diferente de la magdalena mojada de Proust. Horas antes, la tarde del viernes, pepené en Grafógrafo Traiciones de la Memoria de Héctor Abad Faciolince. En el bolsillo del saco de su padre asesinado, Abad encuentra un papel con un poema garabateado: “Ya somos el olvido que seremos”. La libre asociación lo atribuye a Borges y a partir del hallazgo y posterior pérdida del garabato surgen fábulas sobre seniles dictados del ciego a una guapa doctora (en el tribunal Kodama exige explicaciones y regalías) o delirios teporochos del poeta colombiano Harold Alvarado Tenorio. Hace exactamente una semana concluí un ensayo sobre un narrador de la memoria. Si horas antes de poner punto final hubiera visto Intensamente y leído a Faciolince, Pixar y el colombiano aseguraban cita y epígrafe. Esta noche solo queda la intuición o el presagio del día en que la matiné en Pabellón Rosarito y el libro en Grafógrafo tengan piel de eso que un mal poeta llamaría saudade en penumbra.