Eterno Retorno

Wednesday, December 09, 2020

Estando aquí no estoy


 

Durante años fui reacio a las video-llamadas,  juntas o presentaciones virtuales. Cuando alguien me proponía  un enlace vía FaceLive o dar una charla por  Skype me negaba de antemano. Mi argumento solía ser que me era imposible concentrarme en el tema a tratar, pues a menudo uno estaba más pendiente de detalles técnicos que de la  exposición.  Pues bien, ese rechazo sistémico a los enlaces virtuales se me ha quitado a la fuerza y  hoy el Zoom y el Google Classroom se han convertido en parte de nuestra vida diaria, al grado de que ya no podríamos concebirla sin esas herramientas. A la fecha he perdido la cuenta de las charlas, talleres, entrevistas, mesas redondas y juntas que he celebrado sin salir del pequeño cuarto que a medias tengo habilitado como estudio. Ello por no hablar de la vida de Iker, que de lunes a viernes pasa toda la mañana en clases virtuales.   A usted ti estás leyendo este texto, puedo apostarte doble contra sencillo a que este año te ha tocado integrar muchas veces una sala virtual. Más bien lo extraño en este 2020 es lo presencial. Todo aquello que antes nos congregaba hoy se hace a través de una pantalla. La nueva modalidad tiene su lado cómodo. Después de todo, muchos de los dolores e  inconvenientes que trae consigo  la vida diaria se derivan del proceso de trasladarnos de una parte a otra para hacer presencia. Los corajes por el tráfico lento, los percances viales, el gasto de gasolina, el desgaste de los vehículos, el quedar varado en un aeropuerto o tener un vuelo lleno de sobresaltos  es algo con lo que no he tenido que batallar este año. Por ejemplo, este 2020 he hecho presentaciones librescas para las ferias de Ecuador, Venezuela, Nueva York y no pocas entidades mexicanas, todas ellas  sin necesidad de salir de este cuarto, siempre con los pies descalzos, a menudo en shorts y no pocas veces con un vaso de whisky. Una visión comodina, podría llevarme a afirmar que dar la plática vía Zoom me permitió ahorrarme el desgaste que todo viaje implica y que al final hice lo mismo sin necesidad de cruzar la puerta de casa. Sin embargo, si me hubiera sido dado elegir, habría preferido por mucho ir a esos destinos y hablar de frente con personas a las que saludaría de mano y con quienes compartiría libros, sin importar todo lo cansado que el viaje pudiera resultarme. Aún en aquellos casos en que he tenido contratiempos o malas experiencias, cada viaje emprendido relacionado con la literatura me ha dejado un grato legado y de cada uno conservo algún buen recuerdo. En cambio, con el maratón de eventos virtuales que he sostenido en el 2020 me sucede que apenas me quedan memorias y a menudo confundo uno con otro. Vaya, no importa si el evento lo organiza Chihuahua, Venezuela, Monterrey o Nueva York, pues al final siempre me queda la sensación de que todo es exactamente igual y de que mi participación no es del todo real. Al final de cuentas soy yo sentado en la misma silla hablando a través de la misma computadora. La mejor forma para sintetizarlo, es el título de una canción del grupo Santa Sabina: Estando aquí no estoy.

 

Sunday, December 06, 2020

la esquiva catarsis escritural.

 


Ánimas imaginaba aquello como una suerte de idilio arrebatador, una comunión absoluta con el acto creativo, un desdoblamiento interior  rayano en el viaje astral ¿Existiría esa magia? ¿Era posible? Claro, sin duda sería posible.  Rocafuerte quería ser secuestrado por su obra, abducido a una realidad aparte en donde todo lo exterior quedaría minimizado o anulado por su fiebre escritural. El verdadero arte debía poder sentirse y debía ser algo nunca experimentado,  la liberadora plenitud experimentada por un alpinista que va alcanzando  cumbres nunca escaladas y que de pronto vuelve la mirada solo para reparar que ha trascendido el manto de nubes y que nunca había estado tan cerca del cielo.

Claro, también podría cambiar la altura del alpinista por la profundidad del buceador o el espeleólogo. Escribir su obra cumbre podría parecerse mucho a tocar el  techo del mundo pero también a descender a sus más oscuros e ignotos abismos, como un submarinista que trasciende el recreativo esnorqueleo entre peces multicolores para descender a las cuevas oceánicas, a los oscuros pozos donde ya ni siquiera se filtra la luz;  fondos casi extraterrestres en donde  aparecen de pronto monstruitos marinos con aspecto de criatura lovecraftiana. Así también podía ser la escritura, una inmersión en sus abismales hoyos ontológicos, las cuevas del subconsciente en donde sin duda habitan  esas bestezuelas de pesadilla. Esa catarsis llegaría y sería al mismo tiempo fiebre e interminable eyaculación, una erupción volcánica que lo dejaría en una letárgica placidez postorgásmica. Una obra mayor habría sido parida y entonces, solo entonces,  se sentiría por primera vez con derecho a descansar o a morir sin experimentar remordimientos. El problema es que la muerte parecía tener más prisa que la esquiva catarsis escritural.