Pesos y centavos…
Alguien, con un sentido muy utilitario de la vida y una ética típicamente protestante, le dijo a Paul Auster que uno sólo se puede llamar así mismo escritor en el momento en que gana algún dinero por lo que escribe. Antes de ello sólo se es un aspirante o un soñador.
¿Cuántos de los potenciales poetas o narradores que empeñan su fe en un taller literario logra exprimirle un centavo a la escritura? ¿Cuántos logran cobrar cien pesos a cambio de un texto literario? ¿Cuántos pueden vender el libro que se auto editaron y recuperarle algo al dinero gastado en la imprenta? No es sencillo. Durante muchos años yo gané un magro sueldo de reportero pero ni por la cabeza me pasaba que algún desvarío literario pudiera generar un peso.
Si aplicara a mi vida el criterio rajatabla del consejero de Auster, entonces yo me convertí en escritor el 23 de septiembre de 2010. Presenté mi libro Mitos del Bicentenario y esa misma noche vendí casi cien ejemplares y me embolsé más de 11 mil pesos en pura vil morralla. Menos de tres meses después, el 8 de diciembre, recibí una llamada para decirme que acababa de ganar el Premio Estatal de Literatura Baja California. Un modestísimo certamen con una retribución de 25 mil pesos que en aquel entonces me supieron a gloria.
Tuesday, October 24, 2017
Monday, October 23, 2017
Ocurrió una noche de verano en Belmont Park, un Dinsneylandia chiquito ubicado junto a una playa de surfos en el norte de San Diego. Iker y yo intentábamos descifrar los secretos de una oscura cámara surcada por rayos láser bajo los cuales debíamos contorsionarnos. El reto estaba en no ser tocado por las luces, misión imposible para una anatomía de ciento y tantos kilos como la mía. Mi derrota se consumó antes de tres segundos pero a Iker le emocionó ese juego de rayo y tiniebla. Al salir de la cámara encontramos a Carolina con una de esas sonrisas capaces de revelar que algo atípico y muy bueno acababa de suceder. ¿Vendría bajando de un paseo particularmente intenso en la montaña rusa? ¿Habría ganado al tiro al blanco? Imaginé muchas cosas, pero no que el Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez acababa de subir a su página la lista de sus 13 semifinalistas y mi libro Días de whisky malo estaba entre ellos.
Tomando en cuenta que al concurso se inscribieron 108 libros, de los cuales fueron admitidos 91, la probabilidad de que mi mal whiskocho fuera siquiera tomado en cuenta era ínfima. Vaya, estamos hablando de un premio convocado por el Ministerio de Cultura de Colombia y la Biblioteca Nacional en donde admiten a todo libro de cuentos publicado en idioma español durante el 2016. Frente a la avalancha de Anagramas, Alfaguaras, Páginas de Espuma, Planetas y otros monstruitos, las chances de un volumen de un autor desconocido editado por la Universidad de Nuevo León eran miserables y ni siquiera en mi pronóstico más optimista albergaba la posibilidad de que el whisky tan siquiera llamara la atención.
Mi libro llegó a ese concurso al cinco para las doce, literalmente en las últimas horas del último día de tiempo extra para admitir ejemplares.
Por esa desidia chambona de los últimos tiempos, me enteré de la convocatoria cuando estaba casi cerrada. Debía enviar ocho ejemplares del libro a la Biblioteca Nacional en Bogotá. Mi envío salió de Rosarito, Baja California, en la fecha del cierre, la última válida para aparecer en el matasellos y ser tomada en cuenta. A partir de ahí tenía una semana al cabo de la cual no se admitiría ni un libro más independientemente de la fecha de envío.
A través de la página de DHL fui rastreando la ruta envío. De Rosarito, Baja California, cruzó la frontera estadounidense y aparcó en Kansas durante el fin de semana. Después salió rumbo a Colombia pero fue atorado en la aduana un par de días. Llegó a Bogotá en la agonía del día final. Hizo falta muy poco para que el libro jamás llegara a su destino.
Una semana después lo vi en la lista de los formalmente inscritos, pero cuando vi a mis competidores y sus editoriales, me quedó claro que mi whisky había ido de paseo. Me imaginé a mí mismo como juez frente al cerro de libros, predispuesto a la calidad de los Anagrama que evaluaría con total deleite y atención y desconfiado frente a un extraño libro morado con un dinosaurito naranja en el centro de la portada. Los estereotipos existen y son ideales para aminorar la carga laboral de un jurado. Si un autor venció todos los filtros para llenarle el ojo a Anagrama es porque tiene algo muy bueno para ofrecer. En cambio, si un autor fue publicado por una universidad, es porque de plano nadie más lo quiso y habrá que regalarle, si bien le va, diez o cinco minutos de lectura con la tranquilidad de conciencia de no estarse perdiendo de nada. Ese era el destino de mi libro, pero alguna anomalía del Universo lo colocó entre los trece semifinalistas y no entre los 78 eliminados donde parecía tener su lugar reservado. Entre los trece estaba la colombiana Laura Restrepo, el boliviano Edmundo Paz Soldán, las españolas Soledad Puértolas y Sara Mesa, la argentina Mariana Enríquez, la uruguaya Fernanda Trías
Cuando Carolina me dio la noticia al salir de los rayos láser me sentí extraño. Más que una emoción muy grande, tuve la sensación de haberme colado furtivamente a una fiesta, de ser un huésped no invitado. Aquella noche pernoctamos en el hotel Bahía frente a un bracito de mar, un oasis de calma entre la rabia eterna del Pacífico. En las horas de aquella noche aún pensaba que aquello obedecía a un error y que en cualquier caso quedaría como una pequeña e íntima alegría familiar. Asumí que nadie estaría pendiente del avance en la eliminatoria de un premio y no iba a partir de mí cacarearlo. No imaginaba que a partir del medio día la noticia empezaría a regarse en el internet e incluso algunos medios como Milenio y Frontera lo publicaron. Empezaron a llover felicitaciones y mensajes de apoyo. Sin intuirlo, el tema del premio Gabriel García Márquez se colocaría a partir de ese momento y durante los próximos dos meses en el centro de mi agenda y mis pensamientos.