Tras
concluir un trámite consular en Monterrey, fui a caminar por la calle en donde
yacía la casa en la que pasé mis primeros ocho años de vida. Una peregrinación
para volver al origen, al lugar donde absolutamente todo comenzó para mí. Jugar
ser arqueólogo de mi más remoto pasado solo para concluir que de aquella
infancia embrujada no queda piedra sobre piedra. Estas ruinas que ves… ¿cuáles?
Aquí en Río San Juan 103 Colonia Miravalle ni siquiera queda iglesia sobre
pirámide. No queda ni polvo, ni ceniza, ni vestigio o siquiera sospecha de
nuestro paso por este mundo. Aquí no queda ni dios diría Eskorbuto. Nacimos
siendo ya el olvido que seremos. Aquí había una casa. Dentro de esa casa había
más de 33 mil libros y siete vástagos del matrimonio de una malagueña con un
tapatío. Aquí fui concebido. Aquí viví mis primeros ocho años de vida. Aquí
había un jardín encantado donde todos los mundos imaginarios eran posibles.
Aquí había un montón de árboles e infinitos países de las maravillas. Había un
sauce llorón y un sauce alegre y un toronjo que daba jugosos e infinitos frutos
en octubre. Había una casita verde donde yacían arrumbados mil y un
cachivaches, ahí donde Chabela parió sus cachorrros en la Nochebuena de 1980 y
un tlacuache se los quería comer. Había en el frente un escudo que acreditaba
al recinto como Consulado Honorario de Portugal y una mecedora donde se sentaba
mi abuela y una puerta con una campana. Pero de todo eso nada más queda. ¿Sabes
qué hay ahora? Un hospital particularmente mamón. Se hace llamar Swiss Hospital
y ya ha colonizado la cuadra completa. Un hospital con guardias malencarados y
médicos que imagino sobrevalorados e insufribles. Doctores odiosos que luego de
acuchillar tu capital con mil y un análisis concluyen que te vas a morir y que
ya no bebas, ni comas, ni te desvelas, ni cojas ni hagas nada que huela
ligeramente a hedonismo, e imagino que sería una gran burla del destino llegar
a este pedante hospitalete a que un médico millenial que ni siquiera había
nacido cuando la casa que había aquí fue derrumbada, leyera en mi sangre la
catástrofe en la que me he convertido y justo en el lugar donde descubrí que
vivir es alucinante, me advirtiera con su odioso tonito de sanguijuela
moralista que estoy haciendo méritos para morir muy pronto y que debo
inyectarme cataratas de ozempic y tragar apios hervidos, deslactosados,
pasteurizados y envueltos en un condón y yo le diré simplemente F.O.A.D. (fuck
off and die).
Camino y me refugio en la librería del Fondo de Cultura
Económica, lo único bueno que le ha pasado a la zona en los últimos 30 años. La
parte de la cuadra que no fue colonizada por un hospital, la acapara la notaría
46 donde despacha orgulloso el señor notario Patricio Chapa ¿así o más
estereotípicamente regio el nombrecito? Eso sí, don Patricio no derrumbó las
casas de abuelos muertos que compró a precio de ganga, pero las adaptó para su
corporativo notarial. Mi cartografía infantil transcurrió entre el Río Santa
Catarina y las vías del tren, pero hoy el río es un amasijo de corporativos
cristalizados. La calle Río San Juan, en donde aprendí a andar en bici, corre
de la carretera Saltillo al Río Santa Catarina a donde se bajaba por una
ladera. Hace muchos años en el río había pastores con sus rebaños y unos
cuantos caballos prófugos. Después hubo una ciclopista que corría desde Santa
Bárbara a Fundidora que recorrí muchas veces en mi bici hasta que Gilberto
arrasó con todo. Vaya, con decirles que mi cuento publicado más antiguo se
llama Río Santa Catarina, aunque de aquello que lo inspiró ya nada queda. Hoy
en el lecho del río hay corporativos galácticos, petulantes torres fálicas
buscando sodomizar un cielo siempre sucio. Casas abandonadas pudriéndose entre
babeles erectas. Erupción de cemento, diarrea inmobiliaria. La torre más alta,
el Tesla más nuevo (aunque Elon Musk te haya mandado olímpicamente a la
chingada) el estadio más déspota, y en el Swiss Hospital de la Miravalle les
practicarán la cirugía plástica de última generación para que recuperen la
juventud que nunca gozaron por estar entregados a una competencia desalmada y
les darán pastillas para dormir, para despertar, para no deprimirse y no
estallar y hacer infructuosos intentos por mantener sosiegos a los mil demonios
y a los mil traumas que los regios llevan adentro. Pastillas para no tener la
recurrente pesadilla de volverse pobre o parecer pobre y seguir aspirando a ser
algo que nunca serán del todo. Hoy es el futuro y de mi infancia sobreviven tan
solo los cerros, pero el horizonte está tan sucio, tan puerco y tan opaco, que ni
siquiera puedo verlos, porque en esta ciudad parece habitar un dios enfermo que
te arroja en la cara su tóxico aliento mientras el sol ilumina espectros de
mugre y pienso que este ya es el post apocalipsis pero en el Swiss Hospital no
hay tratamientos para sacarle a los regios esos mil diablos que habitan en sus
corazones.