Bien, suponiendo que en lugar de Cervantes, Quevedo o José Agustín sean Lenon, McCartney y Harrison quienes narraran tu historia en una rolita sesentera (tendrás tanta suerte) transformaremos las siguientes tres semanas en tu magical mistery tour de los pobres. El viernes de marzo en que has contemplado a Ximena mientras se arremanga la calceta y agita su pelo fue el último día de clases antes de tus dos semanotas de (inmerecidas) vacaciones. La fresada agarra camino rumbo a la Isla del Padre, otros cruzan el Espinazo del Diablo rumbo a Mazatlán o la carretera nacional rumbo a Tampico. Tú, en cambio, emprendes un camino rumbo a la realidad aparte o al menos hacia el rumbo donde supones que se ubica ese abstracto concepto, que según te dijeron, es por ahí por el desierto que está más allá de las Grutas de García. Si en lugar de Cervantes, Quevedo o José Agustín, le vendiéramos los derechos de tus fascinantes e inverosímiles aventuras a Carlos Castaneda, se podría publicar un libro llamado Viaje a Icamole (dado que a Ixtlán nunca fue posible retornar).
Tu compañero de viaje es Leobardo del Bosque, un prófugo de jipitekas psicodelias y buscador compulsivo de realidades alternas y mundos paralelos. Tal vez sea redundante aclarar que es un voraz lector de la obra de Castaneda y que es un pacheco para quien la mota no es asunto de eventos especiales e instantes de inspiración, sino una compañera habitual y omnipresente a la que pide consejo en las situaciones más improbables. El sábado por la mañana Leobardo y tú toman un camión rumbo a Villa de García como cualquier turista que se dirige a las grutas y una vez que han llegado por esos rumbos, caminan mochila al hombro por la carretera mientras sacan el dedo aguardando al alma caritativa que ha de llevarlos allende el horizonte y más allá, hacia los desérticos parajes de Icamole. En tu mochila cargas un galón de agua, varios paquetitos de galletas saladas y un sleeping back (¿o debemos decir bolsa de dormir?) De dinero mejor ni hablamos, porque no cargas un centavo partido por la mitad. Los magros ahorros de tu cochinito los has reservado para irte días más tarde al D.F. Si quisiéramos dar a esta narración un toquecito cómico-campirano bastante trillado, diremos que el alma caritativa que los recogió fue un ranchero que conducía un camión de redilas en cuya caja viajaba una piara de puercos. La escena se la pueden imaginar perfectamente: dos muchachos aventureros viajan sentados en compañía de unos alegres marranos que no paran de chillar y acaso intenten morderles las orejas. La imagen es tan prototípica, que estoy a punto de eliminarla y proponerte que en lugar del ranchero y sus puercos, optemos por decir que en las carreteras de Nuevo León no hay espíritus solidarios y que tú y Leobardo debieron caminar largos kilómetros antes de internarse en los áridos parajes del desierto de Icamole. El motivo de su peregrinaje a ese desierto es buscar peyote, pero creo que esa palabra va a quedar censurada, no por el gobierno, a quien francamente le vale madre que un par de adolescentes busquen respuestas a los enigmas del absoluto consumiendo alucinógenos, sino por el mismísimo Leobardo del Bosque, quien considera que la cactácea sagrada de los huicholes no debe ser llamada por su nombre de pila. Peyote, afirma Leobardo, es una palabra que se escucha muy ruda y no resulta conveniente. Al Maestro debes llamarle con cariño, de preferencia Jícuri o Mezcalito, como le llamaba el buen Juan Matus. Mientras caminan, Leobardo va recitando de memoria pasajes de Una realidad aparte y Relatos de poder, mientras tú vas pensando en la “pinche güerca que cuando crezca va a estar muy buena”.
...y aunque no lo creas...va a continuar