Es entonces cuando me siento tan afortunado y orgulloso de no haber estudiado letras ni teoría literaria ni nada por el estilo, de no haber tenido nunca un puto tutor, de no haber quemado mi vida en una maestría o doctorado, de ser simple y llanamente un lector hedonista que lee por puro y vil principio del placer lo que se le pega la gana. Si no leo por placer y disfrute, entonces no leo. Punto. Tan fácil como que todavía no nace la primera persona que me diga o me imponga lo que debo leer.
¿Exactamente de qué carajos sirven esos doctorados y esos proyectos de investigación? ¿Forman más lectores acaso? Esos doctorcetes en letras que son incapaces de hablar sin leer y sin citar ¿han logrado contagiar este vicio a un joven que trabaja en un call center, a un microbusero, a una mesera? ¿De verdad disfruta la literatura esa cofradía académica? Discúlpenme, no lo creo. Más parece que la sufren. Cuando hablan irradian patetismo, aburrimiento. El mundo académico no pela un chango a nalgadas.